Si hay alguien a quien siempre he envidiado es a los músicos. A los virtuosos instrumentistas capaces de hablar sin palabras. Una envidia insana, como es la verdadera envidia, pues no existe otra. Envidia de los que le ponen melodiosa voz al teclado de un piano o a las clavijas de un saxo de reflejos dorados. Celos del aire que entra y sale por los vericuetos de una flauta travesera como ulula el viento por los callejones de mi alma. Ansia por la caricia del arco haciendo vibrar las cuerdas de una viola y las arterias rojas de mi sangre. Y un espasmo, cuando veo abrazar por detrás el cuerpo del chelo, como se ciñen los brazos a la espalda desnuda de la persona que amas. Apenas una caricia leve y delicada, un susurro; de golpe, un arrebato de fuerza, un desgarro ¿Acaso no es el chelo un cuerpo, con su bella curva de lira abarcando tu espalda?

Si hay alguien a quien siempre he envidiado es a los músicos. A los virtuosos instrumentistas capaces de hablar sin palabras. Una envidia insana, como es la verdadera envidia, pues no existe otra. Envidia de los que le ponen melodiosa voz al teclado de un piano o a las clavijas de un saxo de reflejos dorados. Celos del aire que entra y sale por los vericuetos de una flauta travesera como ulula el viento por los callejones de mi alma. Ansia por la caricia del arco haciendo vibrar las cuerdas de una viola y las arterias rojas de mi sangre. Y un espasmo, cuando veo abrazar por detrás el cuerpo del chelo, como se ciñen los brazos a la espalda desnuda de la persona que amas. Apenas una caricia leve y delicada, un susurro; de golpe, un arrebato de fuerza, un desgarro ¿Acaso no es el chelo un cuerpo, con su bella curva de lira abarcando tu espalda?

No sé tocar ninguno de ellos. Mi incapacidad, mi ruda torpeza me parecían una profanación a su perfección divina. Y, sin embargo, amo tanto esos instrumentos que me pasaría las horas muertas contemplándolos.

Un día de cumpleaños mi familia me compró un saxo, y fue el mejor regalo de cualquier aniversario. Quizás, porque muchas veces, a lo largo de mi vida, les había contado que cuando fui a París por primera vez me traje clavado el sonido de un saxo. Estaba anocheciendo y era el final de una primavera cualquiera. Yo caminaba despistado por la orilla del Sena, por le Quai des Orfèvres, cuando atraído por una especie de misterioso imán que tiraba de mí, descendí la escalera por debajo del Pont Neuf y allí estaba. Un tipo negro –para mí el mismísimo Bird, Charlie Parker en persona- apoyado contra el pilar del puente, retorcía de dolor su saxo hasta sacarle los gemidos a su canción I´ll Remember April. Reteniéndome, prisionero de aquellas notas, como Charlie Parker retenía el mes de abril en la S serpeada de su saxo, para que nadie le robara esa primavera.

Fue una herida profunda que nunca llegó a cicatrizar. Por eso, en las tardes melancólicas la canción vuelve a mí, golpeándome con un aguijonazo envenenado de nostalgia. Y, ahora, que lo tengo aquí a mi lado: ¿Quién se atrevería a tocarlo? Lo acuno, le saco brillo y recorro su cuerpo con mis manos. Como un ciego surca con sus dedos los cuerpos extraños. Acerco con miedo mi boca a sus labios. Los humedezco, nervioso, para no hacerle daño. Busco su pequeña lengüeta de caña de bambú y siento un estremecimiento. Soplo con suavidad y no me responde. Se evapora mi aire silente, mientras él –impasible, duro, metálico- calla. Aparto mi boca y lo intento de nuevo. Hasta que le saco apenas un leve quejido, una protesta dulce, benévola y complaciente.

Después, cuando nacieron mis hijas, como todos los padres cometemos el mismo error de desdoblarnos en nuestros descendientes y no satisfechos con reproducirnos en ellos, pretendemos saldar nuestras viejas cuentas y frustraciones, yo quise que se convirtieran en músicas. Las dos, un dueto. Y aprendieron a tocar el violín. El violín, ese instrumento que expresa lo que nadie nunca será capaz de expresar con palabras y que a mí me ha proporcionado mis pequeños momentos de éxtasis. La felicidad, ya se sabe, es un chispazo, un disparo de nieve, un rayo de luz, el pellizco de una cuerda lanzado al aire en el instante extremo, que los italianos llaman pizzicato.

Mientras fueron niñas y se dejaron seducir por mi enfermedad hasta conseguir liberarse, me daban pequeños conciertos caseros. El ritual comenzaba con la preparación del programa que escribían con esmero en una hoja de color satinado. Yo ocupaba mi asiento, con la solemnidad y el nerviosismo previo al inicio de un concierto. Después llegaban, vestidas de blanco y negro; se colocaban frente a mí, me hacían el saludo que es una especie de reverencia a la japonesa, pero envolviendo con ternura el violín en su regazo… y la audición comenzaba. Al finalizar, les aplaudía con entusiasmo, intercalando bravos, bravísimos, y dando saltos en el sofá. Saludaban y, al instante, extendían su mano para que les diera el euro que liquidaba sus honorarios.

En cierta ocasión, uno de los violines dejó de sonar. O, para ser más exactos, sonaba mal. Su armoniosa vibración sonora se había convertido en doloroso quebranto, un sollozo desabrido, un aullido destemplado. Por lo que, temerosos de un final agonizante, nos dirigimos con urgencia a Madrid en busca del luthier que lo había fabricado. ¿Se imaginan más bello oficio que el de construir instrumentos con tus manos? Traer las maderas de allende los mares:Pícea para la tapa y arce para el fondo y la voluta de parra. Ébano africano para el diapasón, jacaranda o copaya para las clavijas y el cordal. Flexible madera de Pernambuco o palo de Brasil para el arco, con sus crines de cola de caballo compradas a un mercader de Ulán Bator, en la gélida Mongolia esteparia. Cortar las piezas con la minuciosidad y la finura de un cirujano. Ensamblarlas con delicadeza, acariciarlas, golpearlas con suavidad poniendo el oído al contacto, para escuchar el sonido de su corazón de árbol. Igual que hiciera, hace siglos, un tal Stradivarius.

Cuando llegamos a casa del luthier, sacó con sumo cuidado el violín de su estuche, donde reposaba moribundo arropado en su gasa de seda verde; lo depositó sobre su mesa y lo observó en silencio y con expectación durante un rato. Después deslizó un dedo sobre la cuerda del MI –siempre clara y brillante- y tiró de ella. Al momento, el violín soltó un estertor apagado y mortecino. El luthier se apartó de pronto, poniendo cara de espanto: -¡Lo siento mucho, ha debido ser un mal golpe, un golpe bajo, pero a este pobre violín se le ha roto el alma!

Al decirlo, sentí un desgarro al comprender que, además de ese palito interior que llevan los violines para unir las tapas de la caja, algo más hondo se había roto por dentro: ¡El Alma!

Y porque, al pronunciar ese hombre aquellas palabras –¡cuán deliciosa metáfora!-, se me vinieron de golpe los recuerdos de una vida pasada. Cerré los ojos y escuché en mi memoria el saxo de Charlie Parker, alias El Pájaro, volando muy alto y suplicando que no le quitaran más primaveras. Más abriles robados en el atraco a mano armada de vidas fugaces. De hacerlo sería como matar la música. Tanto como romperle el Alma.

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