En días como hoy, con la retina repleta de imágenes desagradables e inéditas, y los oídos taponados por tantas voces crispadas, leer un rato a Bertrand Russell (1872-1970) puede significar lo mismo que para un soldado pisar un puerto seguro después de la batalla; que el oasis para los que llevan caminando horas bajo el sol del desierto, o para los náufragos llegar a tierra por fin.

Sus palabras nos devuelven a un lugar racional, tranquilo, en el que manda el sentido común. Y eso que no fue él precisamente un tipo que dedicara su vida a escribir sosegadamente mirando por la ventana. Vivió etapas complicadas, y se enfrentó bastante solo a numerosos retos para defender las libertades civiles durante ambas guerras mundiales. Uno de los más grandes, precisamente, lo afrontó al final de su vida: su intento de frenar la carrera nuclear. Una tarea titánica para un hombre de más de 90 años. Pero, hasta el final, consideró que hay causas por las que es posible luchar siempre, pese a las dificultades, sin perder de vista, al tiempo, la belleza de la vida que nos rodea y, por supuesto, sin renunciar a capacidad de pensar, esa racionalidad que todos debemos cultivar, especialmente en tiempos como estos.
“(…) Hay quienes piensan que la racionalidad, si se le da rienda suelta, mata todas las emociones más profundas. A mí me parece que esta creencia se debe a un concepto totalmente erróneo de la función de la razón en la vida humana. No es competencia de la razón generar emociones, aunque puede formar parte de sus funciones el descubrir maneras de evitar dichas emociones, por constituir un obstáculo para el bienestar. No cabe duda de que una de las funciones de la psicología racional consiste en encontrar maneras de reducir al mínimo el odio y la envidia. Pero es un error suponer que al reducir al mínimo esas pasiones estamos reduciendo al mismo tiempo la fuerza de las pasiones que la razón no condena. En el amor apasionado, en el cariño paternal, en la amistad, en la benevolencia, en la devoción a la ciencia o el arte, no hay nada que la razón quiera disminuir. El hombre racional, cuando siente alguna de estas emociones, o todas ellas, se alegra de sentirlas y no hace nada por disminuir su fuerza, ya que todas estas emociones forman parte de la vida buena, es decir, de la vida que busca la felicidad para uno mismo y para los demás. En sí mismas, las pasiones no tienen nada de irracional, y muchas personas irracionales solo sienten las pasiones más triviales. No hay por qué temer que, por volverse racional, uno vaya a quitarle el sabor a su vida. Al contrario, dado que el principal aspecto de la racionalidad es la armonía interior, el hombre que la consigue es más libre en su contemplación del mundo y en el empleo de sus energías para lograr propósitos exteriores que el que está perpetuamente estorbado por conflictos internos. No hay nada tan aburrido como estar encerrado en uno mismo, ni nada tan regocijante como tener la atención y la energía dirigidas hacia fuera (…).

La conquista de la felicidad. Bertrand Russell (1930)

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2 Comentarios

  1. says: Ana OV

    Un libro estupendo que acaba convertido en obra de cabecera y se termina recomendando, al igual que previamente se nos recomendó. Muy buena idea el mencionarlo.

  2. says: admin

    Nos encanta Russell, un tipo que dedicó sus casi cien años de existencia a implicarse plenamente en la vida y a ser un ciudadano activo y comprometido. Leer sus textos es siempre muy inspirador.Y es cierto, alguien con buenos deseos nos recomendó ‘La conquista de la felicidad’ y, con el mismo espíritu, lo seguiremos recomendando. Muchas gracias por tu comentario!

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