La ciencia está llena de hombres malditos, de grandes genios que, por una u otra razón, fueron relegados al más puro ostracismo. Su obra fue condenada, olvidada o atribuida a otros que fueron más hábiles en ese juego de egos e influencias que tantas veces domina las instituciones científicas. Ese es el caso de Alan Mathison Turing.

Llamo al ascensor. Sólo tengo que apretar un botón y, sin esfuerzo alguno, estoy en el octavo piso. Un ascensor es un mecanismo automático de desplazamiento vertical. La clave está en la palabra “automático” que puede definirse como “con funcionamiento propio”, es decir, “con independencia del ser humano” o, dicho de otro modo, “sin necesidad de nuestro esfuerzo”. Los procedimientos automáticos nos ahorran el trabajo haciéndolo por nosotros. Y es un objetivo muy loable para la comunidad de ingenieros: hacer que todo sea automático, diseñar un mundo en el que yo no tenga que mover un dedo pues cientos de máquinas ya lo hacen todo por mí. Creo que muy pocas personas se opondrían a esta cómoda utopía pero si decimos que podemos construir máquinas automáticas que, no sólo hagan pesadas tareas rutinarias, sino que también piensen por nosotros, muchos pondrán el santo en el cielo.

Pero, ¿cómo es posible? ¿Cómo tuercas, tornillos, cables y circuitos van a hacer algo tan etéreo, tan espiritual como pensar? Aunque parezca extraño, esta idea ya estaba en la mente de filósofos muy alejados de cualquier proyecto ingenieril: los antiguos griegos. Aristóteles se dio cuenta que la base de nuestro pensamiento está en la argumentación y los argumentos no son algo arbitrario sino que siguen reglas que, además, son muy precisas. Una inferencia se divide siempre en una serie de premisas y una conclusión. Griegos y latinos se pusieron manos a la obra para saber qué procedimientos nos llevaban de unas a la otra, y descubrieron la gran cantidad de reglas que tanto cuesta aprender en el instituto: modus ponens, silogismo disyuntivo, dilema construcivo, reductio ad absurdum, etc. De por sí, es un descubrimiento grandioso: ¡Existen leyes del pensamiento! Sin embargo, tanto antiguos como medievales estaban muy lejos tanto de la idea de “máquina” como de su derivado “automático” para intentar automatizar mecánicamente el pensamiento. Para los antiguos el único proceso automático era el que hacían sus esclavos labrando los campos mientras ellos se dedicaban a inútiles cuestiones sobre lógica. Tuvo que llegar el Renacimiento y, con él, la Modernidad para que alguien asociara en su mente “pensamiento” y “máquina”. Tenemos al excéntrico Raimundo Lulio inventando un extraño artefacto de discos que permitía mecanizar cuestiones, nada más y nada menos, sobre teología. Descartes pronto dijo que el ser humano era un robot con cogito, a lo que, rápidamente, materialistas, como Le Mettrie, quitaron el cogito: el ser humano es un robot y punto. El pensamiento es mero cálculo tal y como también pensaba el ilustre Hobbes. ¿Es posible mecanizar un cálculo? Claro que sí. Pascal fabrica su máquina de sumar y restar, su pascalina. Un poco después Babagge fracasará en su ambicioso sueño de construir su máquina analítica… La carrera había comenzado pero todavía faltaba tiempo, principalmente porque el sustrato técnico necesario aún no se había inventado. Con engranajes, poleas y cuerdas es imposible construir un computador.

La guerra es la madre de todas las cosas y Europa estaba inmersa en la mayor de todas ellas. Los ejércitos alemanes avanzaban invencibles en todas direcciones. Francia había caído en unos meses y Europa estaba en manos de Hitler. Antes de abrir el frente ruso y todavía sin el apoyo de Estados Unidos, Gran Bretaña era el único país que se enfrentaba al nazismo. Los lobos grises, al mando de Karl Dönitz, torpedeaban los buques de la Royal Navy en el Mar del Norte y los Messerschmitt bombardeaban Londres allanando el camino a la invasión. No era momento para el optimismo pero Churchill tenía un arma secreta: Bletchley Park, una bonita mansión victoriana situada a unos ochenta kilómetros al norte de Londres en donde trabajaban los mejores cerebros de su Majestad. Uno de ellos era Turing.

Para codificar sus mensajes secretos, los alemanas utilizaban la, a priori invulnerable, máquina Enigma. Su sistema de rotores que variaba la configuración del cifrado en cada mensaje hacía inútil el típico análisis de frecuencias que se utilizaba para descifrar mensajes secretos. La inteligencia polaca al mando del brillante Marian Rejewski consiguió “romper el código” de Enigma en la década de los 30 (si bien les sirvió muy poco para detener la inminente invasión alemana). Rejewski descubrió algunos patrones que se repetían utilizando técnicas estadísticas. Sin embargo, aun sabiendo el camino a seguir, el problema consistía en que el número de combinaciones posibles era siempre muy elevada. Hacían falta muchos matemáticos trabajando durante meses para descifrar el más simple mensaje. La solución era clara: había que utilizar máquinas para vencer a máquinas. Se construyeron máquinas similares a Enigma que funcionaban en paralelo buscando todas las combinaciones posibles. Las llamaron  bomba kryptologiczna. Sin embargo, en 1939 los alemanes aumentaron la complejidad de su máquina. De los tres rotores iniciales se pasó a cinco y el método de envió de la clave de cifrado también cambió. La ruptura polaca era ya inútil. Con la invasión de Polonia, el relevo pasó a Bletchley Park.

En las matemáticas hay muchos enigmas, teoremas y conjeturas sin resolver. David Hilbert había propuesto en 1900 una lista con 23 problemas irresueltos para que una nueva generación de matemáticos los resolviera durante el siglo XX. Entre ellos no estaba decodificar la máquina Enigma (principalmente, porque aún no existía), pero, sin duda, constituía un enorme desafió y no existía ningún método formal para hacerlo. La criptografía no era aún un campo de estudio serio. ¿Y si tuviéramos un método, un procedimiento automático que permitiera resolver esos enigmas, una máquina que pensara por nosotros y nos ahorrara tantos quebraderos de cabeza? Esa era la idea de Turing. Pensamos con palabras que no son otra cosas que símbolos, signos, grafías. Diseñemos una máquina que pueda leer esos signos, que los reconozca y que, después, haga operaciones con ellos dando un resultado. Es tan simple que nos parece extraño que a nadie se le ocurriera antes. Turing pensó en una cinta de papel en donde, en celdillas, están escritos los signos con los que trabajar. Una cabeza lectora lee la cinta y realiza en ella operaciones: puede hacerla avanzar o retroceder y puede borrar y escribir cualquier símbolo. ¿Qué regula su comportamiento? Un programa, un conjunto de instrucciones que el ingeniero introduce. Aquí tenemos el primer ejemplo de máquina de Turing que aparece en su canónico artículo On computable numbers with an application to the entscheidungsproblem:

Configuration

Behaviour

b

c

e

z

None

None

None

None

P0, R

R

P1,R

R

c

e

z

b

Es muy sencilla. La columna de la izquierda muestra los estados iniciales de la máquina (b, c, e, z) mientras que la de la derecha muestra los estados iniciales a los que enviamos a la máquina después de realizar la acción que marca la columna inmediatamente a la izquierda. La máquina empieza partiendo del estado inicial b, en el cual escribe el número 0 (P0), avanza en la cinta un lugar hacia la derecha (R) y se va al estado c. En el estado c va a la derecha (R) y pasa a e. En e escribe 1 (P1), se va de nuevo a la derecha (R) y pasa a z. En z sigue yendo a la derecha (R) y vuelve al estado inicial b para que el proceso se repita indefinidamente. ¿Qué resultado da esta máquina? Una cadena infinita de unos y ceros: 0 1 0 1 0 1 0 1 0 1…

Lo interesante de estos sencillos aparatos conceptuales es que, en teoría (es la famosa tesis Church-Turing) pueden realizar cualquier tarea que sea computable. Si algo se puede calcular, podrá diseñarse una máquina de Turing que realice tal tarea (aunque tardara mil años en hacerlo pues es algo lenta y aparatosa). Pero Turing va más allá. Podemos codificar el diseño de cualquier máquina de Turing a una cadena de símbolos. Sería algo así como ponerle un DNI a cada máquina concreta. Podríamos entonces diseñar una nueva máquina que cada vez que recibiera en su cinta el DNI de otra máquina, hiciera lo que esa primera máquina hace. Sería una máquina polivalente, que valdría para hacer cualquier operación computable de modo automático. El significado de la máquina universal de Turing (MU) es muy profundo. Hay que pensar que si la conjetura de Göldbach o la hipótesis de Riemann se pueden resolver (son resolubles paso a paso por procedimientos mecánicos) existe una máquina de Turing que las resuelve, por lo que la MU, al poder emular cualquier máquina de Turing, también las resuelve. Aunque el problema, claro está, es construir la MT que, concretamente, resuelva cada problema, lo interesante es que tenemos una máquina que potencialmente puede hacerlo. Vamos más allá: ¿y si pudiéramos preguntar a la máquina no ya la demostración de la conjetura de Poincaré, sino tan sólo si es posible tal demostración? A la hora de resolver un problema así hay dos posibles soluciones: o que la demostración es posible y la máquina la calcula (aunque tarde años) o que no hay demostración posible y, entonces, la máquina estaría trabajando toda la eternidad sin llegar nunca a su objetivo. La cuestión es la siguiente: ¿cómo saber diferenciar ambas posibilidades, simplemente, viendo a la máquina trabajar? ¿Cómo saber si la máquina resolverá el problema, aunque tarde cien años, o si no lo resolverá nunca? La única solución es tener paciencia… una paciencia infinita. Es el famoso problema de la parada (una versión del entscheidungsproblem) cuya solución es trágica: no podemos saber si la máquina se parará con el resultado o estará eternamente funcionando. Traducido a otros términos: existen máquinas de Turing que una máquina universal de Turing no podrá codificar. Y la gran conclusión: el sueño de Leibniz es irrealizable. No podremos formalizar matemáticamente todo el lenguaje. Aparecerán extraños fenómenos que no podremos computar. Turing había llegado a la misma dramática conclusión de Gödel: las matemáticas son indecidibles. Tarde o temprano encontraremos proposiciones matemáticas que no sabremos si forman parte del sistema o no, que no podremos demostrar utilizando las propias reglas del sistema. Las matemáticas no son tan perfectas como creíamos.

Pero a pesar de todo, una nueva ciencia había nacido: la informática, y una nueva especie de seres comenzará a poblar el mundo: los computadores. En Bletchley Park se construye la Bomba de Turing, siguiendo el mismo esquema de la bomba polaca, con 36 enigmas trabajando en paralelo. El código se había roto definitivamente. Churchill recibe en su despacho los mapas de la Operación León Marino con la que Hitler planeaba invadir Gran Bretaña. Del mismo modo, cuando se consiguieron descifrar los códigos de la Enigma Naval (otra versión de la Enigma original), los U-boots de la Kriegsmarine serán localizados y hundidos y la gran guerra se ganó. A la Bomba de Turing le siguieron la Colossus Mark I y II, a las que continuó ENIAC, la primera computadora de propósito general (la primera máquina universal de Turing con permiso de la Z3 de Konrad Zuse fabricada en 1941). Y de aquí a la eternidad: tenemos máquinas que piensan y que, realmente, piensan muy bien. Newell y Simon presentaron en las míticas conferencias de Dartmouth un programa informático capaz de probar 38 teoremas de la lógica proposicional contenidos en los Principia Mathematica de Russell y Whitehead. Pero, es más, en 1976 otro programa creado por Kenneth Appel y Wolfgang Haken resolvía un enigma matemático que llevaba cientos de años irresuelto: el teorema de los cuatro colores. Otros logros se dieron en el campo de los juegos, concretamente los que necesitan mucha lógica para jugarse competentemente como el ajedrez o las damas. Fue una noticia muy difundida cuando la computadora de IBM Deep Blue venció al mejor ajedrecista de la historia, Gari Kaspárov. También fue sonado cuando Watson venció en 2011 a los mejores jugadores humanos al jeopardy, juego que requiere un gran manejo del lenguaje natural.

Es incuestionable que las máquinas hacen mejor que nosotros ciertas actividades muy asociadas a lo que solemos entender por pensamiento pero, ¿es eso realmente pensar? Turing se hizo esta pregunta y publicó un artículo titulado Computing machinery and intelligence. Si una máquina es capaz de engañarnos en una conversación, es decir, es capaz de hacerse pasar por un individuo humano de tal modo que pensemos que, realmente, hablamos con un ser humano, esa máquina está realmente pensando. Esta es la base del imitation game, del juego que popularmente ha sido conocido como test de Turing y a partir del cual se han escrito ríos de tinta y se han programado miles de investigaciones. Todos los años, desde 1990, se concede el premio Loebner a los ingenieros capaces de diseñar un programa capaz de superar el test. Lamentablemente, el manejo del lenguaje ordinario es mucho más complejo que lo que el mismo Turing pudo pensar y, a día de hoy, ningún programa pasa el test de modo plenamente satisfactorio. Y es que, a pesar de los notables logros de esa prometedora ciencia que es la Inteligencia Artificial, las promesas iniciales de las que partía están muy lejos de cumplirse. Si vemos cualquier película de Ciencia-Ficción desde los años 60, en ella seguramente que aparecerán robots inteligentes, capaces de todas las acciones que cualquier ser humano es capaz de hacer (y muchas más). Tenemos al HAL 9000 de Kubrick, a los simpáticos R2D2 y C3PO de George Lucas, al Skynet de James Cameron o a una amplia variedad de programas inteligentes que pueblan la Matrix de los hermanos Wachowski. En el imaginario colectivo estaba la idea de que en muy poco tiempo conseguiríamos cosas así, pero la realidad ha sido cruel: aún estamos lejísimos de llegar a nada parecido por mucho que los gurús de la robótica Ray Kurzweil o Hans Moravec no dejen de pronosticar singularidades tecnológicas y consciencias emergentes. En el 2012 nuestras casas no están invadidas de robotitos que planchan nuestra ropa y nos hacen la colada ni estamos luchando contra sanguinarias máquinas que se han cansado de nuestro dominio. Tendremos que esperar quizá algún siglo más.

La vida de Turing no fue afortunada. A pesar de que su trabajo fue crucial para ganar la Segunda Guerra Mundial, el secretismo que rodea lógicamente toda tarea de espionaje fue su perdición. Y es que, además, Turing tenía un defecto que las estrecheces morales de la Inglaterra victoriana no podía perdonar: era homosexual. Y para más INRI, nunca lo ocultó. Resultado inevitable: Turing fue detenido, condenado y obligado a tomar un tratamiento para “curar su enfermedad” que por aquel entonces consistía, básicamente, en la castración química. No pudiendo soportar la situación, el 7 de junio de 1954, Turing se suicidó tomando una manzana envenenada con cianuro. La mayor parte de su obra y sus descubrimientos fueron atribuidos a otros de modo, muchas veces, bastante deshonesto (John Von Neumann tuvo mucho que ver en esto), convirtiendo a Turing en un científico maldito. Poco antes de morir escribió en una carta a su amigo Norman Routledge este terrible silogismo:

Turing cree que las máquinas piensan

Turing yace con hombres

Luego las máquinas no piensan

Parece una constante histórica que los hombres que vieron mucho más allá que sus contemporáneos sean la víctima de los prejuicios de éstos. Alan Turing, el hombre automático, o, como titula su biografía escrita por David Leavitt: el hombre que sabía demasiado. Restituyamos su honor y reconozcamos justamente sus méritos en el centenario de su nacimiento. Gracias por todo Alan.

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16 Comentarios

  1. says: Óscar S.

    Mágnifico artículo, te felicito, no sabía casi nada de esto. Pero unas salvedades filosóficas sin importancia. Aristóteles sí imaginó esclavos artesanales, fabricados. Estaba en la mitología: los construía Hefesto. Además, la lógica no era “inútil”, porque aparte de su misión científica, estaba la retórica, que tipifica los usos persuasivos del lenguaje, algo que ninguna máquina, sencillamente, podría aprender, porque no se comunican. Esa es la clave: ¿cómo hacer que un ordenador se comunique, ergo, piense? De hecho, la lógica misma responde a las leyes del lenguaje, no del pensamiento para Aristóteles. Por eso los animales, que piensan, pero no hablan, carecen de esa lógica que sin embargo pedimos a una máquina muerta. Y, en fin, Leibniz no quiso traducir todo a la matemática, sino a una lógica cualitativa de su invención a la que denominó “characterística universalis”.

  2. Tras leer me quedo ciertamente intrigado… ese genio prestaba sus capacidades al mundo libre y democrático… un mundo libre que le mantenia enjaulado y le recompensaba con la castración.

    La pregunta es … ¿Contra quién coño combatia este buen hombre? ¿Es que acaso podía corer peor suerte al ser derrotado por los nazis? Ah, no… que los que ganaron la guerra eran los menos malos…

  3. Oscar:

    Muchas gracias, pero te matizo tus matizaciones. Cuando me he referido a la lógica como inútil estaba haciendo una ironía sobre el estilo de vida ociosa del filósofo que tiene a su servicio una legión de esclavos. No quería decir que la lógica fuera inútil, todo lo contrario: creo que es de las ramas más útiles de la filosofía. Tampoco he dicho que Aristóteles no pensara en “autómatas”, los cuales pueden verse incluso en la Iliada, solo me refería a que el concepto de “máquina” propio de la Modernidad aún está muy lejos de la mente del estagirita. Y con respecto a Leibniz, él mismo nos pone el ejemplo de un juicio en el que ambas partes meten sus argumentos en una máquina y ésta determina matemáticamente quién es culpable y quien inocente de modo infalible. Él mismo también ideo un extraño modo de formalización del lenguaje natural a una especie de cálculo, si bien concedo que tienes razón en que solo pretendía matematizar la función argumentativa del lenguaje.

    Bueno y bienvenido a Hypérbole. Ramón ya me ha dicho que eres uno de los fichajes estrella de la temporada. Ahora mismo voy a leer tus marineros artículos.

    Pelayo:

    Pues sí, la historia la escriben los vencedores y los vencedores de la Gran Guerra muchas veces no fueron tan buenos al igual que los perdedores no fueron siempre tan malos.

    Un saludo.

  4. says: Vortixes

    @Pelayo Martín …sí!, los que ganaron la guerra eran los menos malos, pero los “menos malos” lo aparentan ser, utilizando el juego de la doble moral, luego entonces ¿quienes realmente eran los menos malos? …That´s the question.

    Muy buen artículo Santiago, un verdadero y merecido homenaje!!

  5. says: Óscar S.

    Pues estamos de acuerdo en todo si me permites insistir en dos cosas: Leibniz (que, por cierto, pulió el sistema binario) concibió el “¡calculemos!” en terminós de lógica cualitativa, no de matemática; un ordenador no piensa porque no se comunica, ya que, para que esto ocurriera, desde el principio tendría que ser una pluralidad de máquinas abiertas las unas a las otras, como ocurre con el hombre -eso que llamamos sociedad… ¿cómo crear de golpe una sociedad de máquinas pensantes?

    Pero repito mis felicitaciones de fichaje-estrella…

  6. says: Trylks

    “¿cómo crear de golpe una sociedad de máquinas pensantes?”

    Agentes inteligentes, Internet.

    En mi opinión, en un área como la IA, los ingenieros se dedican a hacer, a construir y de esa manera demuestran que es posible. Los filósofos se dedican a decir qué es lo que no se puede hacer, porque es lo que pueden hacer desde la filosofía. Sin embargo, en su deseo de escribir y hacer algo por los demás, se apresuran en sus conclusiones afirmando que algunas cosas son imposibles, cuando no hay una base suficiente para ello. Cuidado con eso.

    Si lo puede hacer un ser humano, una máquina de carbono, ¿por qué no va a poder hacerlo una máquina de silicio?

  7. says: Óscar S.

    Es verdad lo que dices de la manía inveterada del filósofo en establecer el límite de lo posible que luego el tecnólogo burla graciosamente, yo también lo he denunciado en algun sitio. Así que voy a continuar esa rancia tradición, preguntando qué máquina de silicio podría poseer, por ejemplo, subconsciente, y cómo…

  8. says: Trylks

    Las máquinas de silicio sólo tienen subconsciente ahora mismo, puesto que no son conscientes. Es la pregunta más sencilla en este área que he visto nunca.

    Cuando, sobre el subconsciente que tienen hoy en día se pueda construir un consciente el subconsciente quedará revelado como tal, hasta entonces no es subconsciente porque no hay un consciente por encima.

    Como dijo Turing, es cuestión de añadir más procesos y más complejos acerca de la información que una máquina maneja del mundo para que pueda dentro de toda esa información tomar consciencia de sí misma.

    No hay motivos para pensar que es imposible, pero sí hay muchos para pensar que es sumamente difícil. Incluso podemos pensar que una inteligencia como la humana no sería capaz de crear una inteligencia igual (sino sólo inteligencias inferiores) salvo por una casualidad enorme (sin saber del todo qué está haciendo), y a partir de ahí ya sigue toda la ciencia ficción.

  9. says: Óscar S.

    Tú lo has dicho todo a partir del segundo párrafo. Y es que ni siquiera nosotros somos autoconscientes, como para fabricar una consciencia a partir de un modelo que ignoramos. Lo siento especialmente por Isaac Asimov…

  10. says: Trylks

    Hasta el más tonto hoy en día es capaz de fabricar una máquina de carbono que es consciente. Es cuestión de tiempo que se consiga hacer con una de silicio, mil millones de monos tecleando podrían conseguirlo antes o después también, básicamente eso es lo que ha hecho la “madre naturaleza” en realidad.

    Creo que la única pregunta es “¿cuándo?”, lo que incluye si antes o después de desaparecer del Universo.

  11. says: Óscar S.

    Bueno, fabricarla es fácil, mantenerla no… Aún así, fíjate que bien lo han hecho el azar insistiendo, y, con todo, todavía esos monos no han tecleado un C3PO si no lleva un actor de carbono dentro.

  12. says: Trylks

    el tiempo dirá, ciertamente esos monos no lo han hecho pero tal vez lo hagan los de mañana, a fin de cuentas, constantemente se hacen cosas que no se habían hecho nunca por monos que no habían existido antes, y aquí desaparezco con esperanza heraclídea.

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