La vida desde el si­llón rojo. Desde él me asomo a la ven­ta­na y na­ve­go por el mundo, por el tiem­po. Tam­bién disfruto de leer y es­cri­bir dia­rios o car­tas, otra forma de es­cri­bir dia­rios. Releo con sumo placer, al comienzo de un “puente”, los dia­rios de Susan Son­tag (Re­na­ci­da). Es fas­ci­nan­te ob­ser­var cómo brota el” ape­ti­to faús­ti­co” en una chica de quin­ce años, cómo quie­re apro­piar­se de todo, sa­ber­lo todo, oír toda la mú­si­ca, vi­vir­lo todo. Cómo hace lis­tas de li­bros pendientes, de ac­ti­vi­da­des, de cer­te­zas, de jui­cios im­pla­ca­bles a todo el mundo y todos los li­bros. Todo en ca­lien­te, mien­tras está pa­san­do, lo que al lec­tor le pro­du­ce, en oca­sio­nes, lo mismo que a su hijo: dan ganas de ad­ver­tir­la, de re­co­men­dar­le pa­cien­cia o que des­con­fíe de al­gu­nas pa­la­bras o de al­gu­nos tipos que con el tiem­po se han sa­bi­do poco con­fia­bles, a pesar de sus mag­ní­fi­cos ar­gu­men­tos.

Las leo a la vez que las Car­tas a Loui­se Colet de Flau­bert que tanto sir­vie­ron a Nabo­kov para ex­plo­rar Ma­da­me Bo­vary y que mues­tran a otro joven se­gu­ro de sus cua­li­da­des y tam­bién ex­tra­ña­men­te im­pe­di­do para las re­la­cio­nes sen­ti­men­ta­les que, sin em­bar­go vive con pa­sión. Las com­bino con las Car­tas al Cas­tor de un joven Sar­tre tam­bién in­va­di­do de ca­pa­ci­dad y ener­gía, se­gu­ro de lo que ya era, aun­que pa­sa­ra frío y pri­va­cio­nes en un cuar­tel perdido, du­ran­te la gue­rra. Lo ob­ser­vo ex­hi­bir­se ante Si­mo­ne de Beau­voir que lo ad­mi­ra y le es­cri­be a dia­rio las huellas de la re­la­ción pri­vi­le­gia­da que tu­vie­ron siem­pre. Ob­ser­vo sus pa­la­bras, las cons­tan­tes y las di­fe­ren­cias de tres per­so­nas que tra­tan tam­bién de cons­truir­se, de sus­ten­tar­se en el mundo.

Relacionado con esto dice Susan en una en­tra­da del 3/01/1958: “Nin­gu­na más­ca­ra es del todo una más­ca­ra. Es­cri­to­res y psi­có­lo­gos han ex­plo­ra­do el ros­tro como más­ca­ra. No es tan bien apre­cia­da la más­ca­ra como ros­tro. Al­gu­nas per­so­nas sin duda usan en efec­to su más­ca­ra como re­ves­ti­mien­to de las ági­les pero in­so­por­ta­bles emo­cio­nes que hay de­ba­jo. Pero sin duda la ma­yo­ría de la gente lleva una más­ca­ra para bo­rrar lo que está de­ba­jo y se con­vier­ten solo en lo que la más­ca­ra re­pre­sen­ta. Más in­tere­san­te que la más­ca­ra como ocul­ta­ción o di­si­mu­lo es la más­ca­ra como pro­yec­ción, como as­pi­ra­ción. Con la más­ca­ra de mi com­por­ta­mien­to no pro­te­jo mi ver­da­de­ra iden­ti­dad en carne viva, la supero.”

 
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