Balandro, meteoro, indómito, libélula, emboscado, malevo, almiar, caudal, benjuí, lapislázuli, untuoso, argonauta, ensortijar, mesurar, cincelar, meloso, martinete, mandoble, núbil, lance, olvido, yermo, bravío, prendedor, contracubierta, parábola, hurí, húsar, agreste, rocío, fiero, prontuario, memento, insobornable, maravilla, vaguada, titán, indolencia, taimado, melindroso, falaz, lisonjero, mudable, quebrantado, artero, barbirrubio, cárabo, dorna, corbeta, veladura, voluble, hipérbole…

Anoto palabras hermosas en una libreta mientras hojeo las páginas del Diccionario de ideas afines de Fernando Corripio, que se me antoja hoy un cofre de tesoros. Silabear cada una de ellas, descubrir sus significados, ocultos bajo la belleza de su forma, o decidir cuál es la idónea en cada frase son también maneras de cuidar de la realidad que percibo. ¿Qué ocurriría si no fuésemos tan prácticos con el lenguaje? ¿Si dejásemos atrás el menos es más, para regalar palabras en cada frase? ¿Y si utilizásemos siempre los mejores adjetivos posibles, los más brillantes, para contarnos el mundo? Puesto que las palabras representan la realidad, elegirlas bien, decidir qué nombres, verbos, adverbios y adjetivos son los más primorosos entre los sinónimos disponibles, todo eso nos permitiría tirar hacia arriba de lo que perbibimos, mejorarlo, sublimarlo, reflejarlo en todo su esplendor, en un momento en el que el entorno y quienes nos lo relatan se empeñan en mostrar su fealdad ante nuestros ojos. Justo ahora, cuando parece que hablar mal, podar lo florido de nuestra lengua -que atesora casi 90.000 palabras-, rebajarla o sincoparla es lo adecuado para que “todos entendamos mejor”.

“El lenguaje se deteriora, pero la función de los poetas es revalorizar las palabras”, decía Octavio Paz. Pero ésta no es sólo una función de los poetas o de los escritores, añadiría yo. Cada uno de nosotros es responsable de las palabras que usamos para explicar, mientras hablamos o escribimos, cuando argumentamos, si conversamos o discutimos, para halagar o reprender, para amar y hasta odiar.

Cuando escucho una palabra vistosa, bien proporcionada, precisa y rica en la descripción, a alguien que cuida su manera de hablar, de componer sus frases, que elige conscientemente las piezas que componen su discurso, no puedo evitar sentir que tocan un interruptor en mí, que me encienden. Inmediatamente, arranca una corriente de simpatía hacia quien muestra la importancia que las palabras tienen para sí mismo y para quienes le rodean.

Y es que no vale cualquier palabra para describir, ni de viva voz ni con la pluma. Ya lo decía Josep Pla, cuando definía su pasión por el adjetivo preciso. “El realismo poético consiste en encontrar los adjetivos -afirmaba en una entrevista memorable concedida al filósofo Salvador Pániker en La Vanguardia, en 1997-. En la mayoría de los escritores los adjetivos son falsos. En cambio los adjetivos de Shakespeare son siempre verdad. Shakespeare, que es el mayor escritor del mundo (salvando los orientales, que desconozco), acierta siempre los adjetivos. Es lo esencial. Acertar de verdad. Con toda la complejidad que la limitación humana permita […]”.

Podemos apreciar un ejemplo de esas elecciones perfectas en párrafos como éste, elegido al azar, dentro de su maravilloso Cuaderno gris:

“5 de enero. Domingo. Día de viento de garbí muy potente, la temperatura en alza, un grado de humedad elevadísimo, una humedad empollada que se palpa con la mano. Cerca del mar este tiempo es insoportable; un poco tierra adentro, su coeficiente de tristeza se derrite ligeramente. Cuando se sale del café, el primer golpe de aire es fascinante. Es un viento que hace caminar lentamente y hablar con un punto de vaguedad. A medida que el contacto persiste, sentís como si las orejas se os cayesen un poco. Llegáis a casa con el espíritu desfibrilado e incoherente, como si las articulaciones hubiesen aflojado y debilitado los huesos”.

En cualquier caso, no hace falta ser genios, ni convertirse en seres tan exigentes con la palabra como Pla. No podríamos. Al menos, no a la manera en que define Harold Bloom esa genialidad con el lenguaje, citando al crítico de la Antigüedad clásica Longino, aquella que consigue que “al ser tocada por lo verdaderamente sublime, el alma se exalte naturalmente, se eleve hasta la orgullosa altura, se llene de júbilo y jactancia, como si ella misma hubiese creado esta cosa que ha oído”.

Tal vez baste con divertirse eligiendo palabras, combinándolas, mientras disfrutamos de nuestra lengua, de todo lo que nos ofrece. Al final, escribir o hablar no es un acto mecánico, puede ser un divertimento, un placer en realidad, el juego de la combinación con el que crecemos, como explicaba García Lorca, para quien la poesía era “la unión de dos palabras que uno nunca supuso que pudieran juntarse, y que forman algo así como un misterio”.

Palabras tan bien avenidas como éstas de Pablo Neruda en sus Memorias, Confieso que he vivido, en las que describe cómo disfruta manejándolas, su amor por las posibilidades que ofrecen para mejorar lo visible y lo invisible, lo que vivimos y aquello que soñamos, todo lo que es posible contar y aquello que sólo somos capaces de aventurar. Que la lengua es un tesoro que hemos heredado y que es un placer proteger. Que es posible disfrutar de una vida más intensa cuando lectura, escritura y conversación se mezclan, se funden y nos alimentan, en la que no hay espacio para el disfraz, para lo vacío…sólo para las palabras precisas y los hechos que describen. Nada más y nada menos.

“Todo lo que usted quiera, si señor, pero son las palabras las que cantan, las que suben y bajan… Me prosterno ante ellas… Las amo, las adhiero, las persigo, las muerdo, las derrito… Amo tanto las palabras… Las inesperadas… Las que glotonamente se esperan, se escuchan, hasta que de pronto caen… Vocablos amados… Brillan como piedras de colores, saltan como platinados peces, son espuma, hilo, metal, rocío… Persigo algunas palabras… Son tan hermosas que las quiero poner todas en mi poema… Las agarro al vuelo, cuando van zumbando, y las atrapo, las limpio, las pelo, me preparo frente al plato, las siento cristalinas, vibrantes, ebúrneas, vegetales, aceitosas, como frutas, como algas, como ágatas, como aceitunas… Y entonces las revuelvo, las agito, me las bebo, me las zampo, las trituro, las emperejilo, las liberto… Las dejo como estalactitas en mi poema, como pedacitos de madera bruñida, como carbón, como restos de naufragio, regalos de la ola… Todo está en la palabra… Una idea entera se cambia porque una palabra se transladó de sitio, o porque otra se sentó como una reinita adentro de una frase que no la esperaba y que le obedeció…
Tienen sombra, transparencia, peso, plumas, pelos, tienen de todo lo que se les fue agregando de tanto rodar por el río, de tanto transmigrar de patria, de tanto ser raíces… Son antiquísimas y recientísimas… Viven en el féretro escondido y en la flor apenas comenzada… Qué buen idioma el mío, qué buena lengua heredamos de los conquistadores torvos… Estos andaban a zancadas por las tremendas cordilleras, por las Américas encrespadas, buscando patatas, butifarras, frijolitos, tabaco negro, oro, maíz, huevos fritos, con aquel apetito voraz que nunca más se ha visto en el mundo… Todo se lo tragaban, con religiones, pirámides, tribus, idolatrías iguales a las que ellos traían en sus grandes bolsas… Por donde pasaban quedaba arrasada la tierra… Pero a los bárbaros se les caían de las botas, de las barbas, de los yelmos, de las herraduras, como piedrecitas, las palabras luminosas que se quedaron aquí resplandecientes… el idioma. Salimos perdiendo… Salimos ganando… Se llevaron el oro y nos dejaron el oro… Se lo llevaron todo y nos dejaron todo… Nos dejaron las palabras”.

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Para seguir disfrutando de Conchi Sánchez
Hasta pronto, Chris Cornell
Con esa voz llena de cicatrices y una guitarra que parecía tener...
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9 Comentarios

  1. Pingback: Más que palabras
  2. says: Laura

    Absolutamente genial. (Me encantaría poner las palabras más exactas, justas, necesarias y verdaderas para definirlo pero hoy no me sale nada.)

  3. says: j de la gandara

    En estos tiempos en los que la sabiduría se incrementa por yuxtaposición, más que por acumulación, la precisión, consisión y elección correcta de las palabras es un don que solo atesoran los grandes escritores y poetas, y que se percibe, sutilmente, en sus buenos aprendices. Enhorabuena.

    1. says: Conchi Sánchez

      Gracias Jesús!!! Me encantaría que todos fuésemos, en cierto modo, guardianes del lenguaje. Es de las pocas cosas que no nos pueden quitar…Pero cada día es más complicado encontrar un texto sin faltas de ortografía. Y, escuchar a gente que hable bien, casi un milagro, especialmente entre aquellos a los que habría que exigírselo, como figuras públicas que son. En fin, seguiremos divirtiéndonos mientras escribimos y, al tiempo, leemos a los grandes…¡¡¡y a los fantásticos colaboradores de Hypérbole!!! 😉

      1. Hola Conchi:

        Llegué a este texto por twitter y me ha gustado mucho, Espcialmente me alegro porque uno de mis libros favoritos es el Diccionario de Ideas Afines.

        Intentaré leer tus textos a la brevedad.

        Te quiero invitar a que conozcas un proyecto que tengo sobre palabras: http://www.unapalabra.com.mx

        Soy de México, diseñador gráfico y recién reconocí mi gusto por las palabras, en la historia del proyecto menciono el libro de Corripio.

        Espero te guste. En twitter estoy como @revistaneo

        Hasta entonces. Iván.

        1. says: Conchi Sánchez

          Iván, gracias por tu comentario. Me ha encantado tu página web, su diseño limpio y fresco, pero, sobre todo, la manera en la que juegas con las palabras, cómo construyes una imagen sobre cada una de ellas y te diviertes con sus significados. Y que invites a la gente a aportar sus metagrafos. Muy interesante. El Corripio es un libro delicioso, aunque encuentres ideas que él consideraba afines un poco extrañas. Aunque, en realidad, lo que hace es recoger las conexiones reales que hay entre nuestros usos de cada palabra. Algunas son sorprendentes. Un placer que nos sigas, te vigilaremos de cerca 😉

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