Sentarme sobre la arena, frente al mar, en su mismo límite, e imaginar que me encuentro sola delante de él, aunque esté rodeada de gente, siempre ha sido para mí una suerte de conversación tranquila. Por cada uno de mis pensamientos, una ola. Observar los dedos de mis pies, semihundidos bajo ese dulce peso de la arena mojada que marcha y retorna sin cesar, se me muestra como la mejor manera de dejar ir esas mochilas vitales que siento pesadas e inútiles. Al final, casi siempre resultan ser tan livianas que una pequeña caracola que roce mis dedos es capaz de llevárselas todas para dejarme el alma ligera y los pies brillantes.

Junto a mí, en la toalla, tengo hoy a Josep Pla. Como el mar -como algunos abrazos, como ciertos besos-, sus libros se me antojan los lugares perfectos a los que volver siempre. Buceo en su ‘Cuaderno Gris’ y me sorprende esta anotación maravillosa, precisamente de un 8 de agosto, pero de hace casi un siglo, aunque lo revisara años después. No recuerdo haber leído nunca una descripción más hermosa de ese azul intenso que tengo ante los ojos. Y paladeo cada frase,  mientras descubro cuánto de verdad hay en cada adjetivo.

“8 de agosto – El mar. Estas olas verdes, azules, blancas, que monótonamente vemos pasar, hacen sobre el espíritu como un trabajo de lima, nos despersonalizan, nos podan el relieve de la propia presencia humana. Uno se queda embobado, fascinado, dominado. De aquí viene, quizá, que la única posición del hombre ante el mar haya sido de simple contemplación. El mar innumerable, siempre cambiante, agota nuestra fantasía. Y cuando sentimos este agotamiento vemos el mar idéntico, monótono, igual. A través del primer momento el mar nos domina  y nos produce placer. A través del segundo nos angustia y nos hace sentir un malestar impreciso, vago. Para romper este juego tendríamos que encontrar la palabra justa y compresiva del mar… pero en cuanto creemos tenerla se nos escapa como si fuese una racha de viento o el caracol voluptuoso y fugaz de una ola.

A última hora de la tarde, el viento era de tierra y las olas que se formaban a ras de playa se lanzaban mar adentro iniciando una galopada. En el rompiente, el mar era de un color de sembrado primerizo. El viento se volcaba sobre el agua a rachas que producían curvas graciosamente errantes que se oscurecían y aclaraban de una manera alterna. Era un rápido trémolo líquido, como  un escalofrío. El horizonte era larguísimo y con profundidad. Sobre la raya corría una nube oscura, como una franja. Entre esa barra y el horizonte había una vaga claridad amarillenta, un color de rosa seca pulverizada. En este mar lejano había un galope de olas que se perseguían tumultuosas; las espumas mordisqueaban el horizonte; a menudo, una ola emergía un momento sobre las otras, como el dorso de un cetáceo. A poniente, humeaban ascuas. Impresión de soledad acentuada por el silencio del mar – por el desplazamiento del ruido al horizonte lejano-. Al oscurecer, este silencio del agua  al filo de la playa os sobrecoge como si os encontráseis en un ambiente de misterio.

A primera hora de la mañana, hace a veces tanto calor que se pone el agua como una calígine de color grisáceo. Estas brumas caniculares sobre el mar en calma, enjabonada, se mantienen, a veces, inmóviles un largo rato. Hacen ver extraños espejismos. Pero si entra un poco de viento, la calígine se adelgaza, se deshace en la vaguedad del cielo y del mar.

En el momento en el que la bruma se adelgaza se ve, como una aparición, una vela que pasa, una gaviota agitando las alas sobre el agua. La sopresa es impresionante. Es como si estas cosas hubieran nacido del mar.

La gaviota, las gaviotas circundan redondeles puros tocando el agua con una punzada del pico. Pasan zumbadoras, chillando y se llega a escuchar el batir de las alas. Deben sentir un estremecimiento de placer cuando el desorden del espumaje deja entrar, hasta el calor de la piel, la salpicadura de agua salada.

Cuando entra el gregal, la hora es clara y la mañana radiante. El aire es suave y las pequeñas olas -ondulaciones de alegría- recorren un camino llano y amable. A medida que el día avanza, todo naufraga en un deslumbramiento universal. La arena de la playa tiene una calidad de pasta de vidrio de color carmín pálido. El mar pasa como una corriente de vidrio oscuro. Los bordes de las cosas vibran, desdibujados. el cielo, desamueblado, es un abismo insondable. Llega un momento en el que hay tanta luz que es imposible ver nada claro. Hasta las personas de la familia tienen otra cara”.

*La imagen que encabeza el texto es de Baas Van der Veen y la otra pertenece a la Fundación Pla.

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