Hay muchos tipos de médicos o quizá muchas maneras de ejercer la medicina. También hay muchas maneras de enfermar, quizá tantas como biografías o formas de afrontar las dificultades de la vida o el miedo a enfermar y a morir. Oliver Sacks es un tipo de médico que aúna un conocimiento profundo de su especialidad, la neurología, y también una cultura humanística que le permite muchas cosas a la vez: comprender los contextos culturales del paciente y sus capacidades de adaptación; personalizar los relatos de la enfermedad y los tratamientos que siempre trata de que sean flexibles, electivos hasta cierto punto, al servicio de la vida que el enfermo quiere vivir; reflexionar sobre la propia condición humana a partir del conocimiento del  funcionamiento del cerebro, limitado pero fascinante; afinar una actitud personal y un anclaje histórico para ejercer un oficio muy antiguo que se ha nutrido tanto de errores garrafales como de aciertos espectaculares, muy ligados a las cualidades de algunas personas.

Como muchas actividades, el ejercicio de la medicina está muy ligado a la actitud y a la mirada del que la ejerce. Un joven médico puede comenzar a trabajar en un sanatorio de enfermos neurológicos crónicos y al poco tiempo caer en el desaliento y la rutina. Quizá llegó siendo un idealista, con unas expectativas no demasiado realistas, o simplemente incorporandose a un trabajo que no había elegido y que no tuvo más remedio que coger para poder vivir.  Puede que se esforzara un tiempo por mantener la motivación  pero el contacto directo con patologías, en apariencia incurables, por las que apenas podía hacer nada, puede que lo haya terminado despersonalizando,  como una salida para no sufrir demasiado.

 

 

Sin embargo, hay gente, como Oliver Sacks, a los que una situación como esa les sirve para estimular la curiosidad y la perspicacia. Observan, hablan con los cuidadores y familiares, se dan cuenta de los detalles más insignificantes, gozan de los pequeños éxitos o de las relaciones personales, incluso son capaces de vivir su propia vida con más intensidad al darse cuenta de su fragilidad y maravilla.  En “Despertares” narró su experiencia en una institución de ese tipo, llena de pacientes que habían tenido encefalitis letárgica y que parecían petrificados, fuera del tiempo y de la vida. Sin embargo un tratamiento con L-dopa los sacó de ese estado, al menos un tiempo, y pudo observar que mantenían intactas muchas de sus facultades mentales, cosa que ni siquiera se sospechaba.

Lo inquietante de la neurología es que es una disciplina fascinante para estudiarla, para verla desde fuera, pero luego su práctica nos pone en contacto diario con la tragedia del deterioro, muchas veces irreversible, de la dimensión humana que consideramos más significativa: el pensamiento, la emoción, la memoria, nuestra propia identidad. A veces son pequeños trastornos que sin embargo pueden afectarnos mucho, como la afasia que padecía el músico de “El hombre que confundió a su mujer con un sombrero“. En otras ocasiones son síntomas que quizá no queramos dejar de tener porque nos hacen sentirnos muy bien, como la vieja que se llenó de energía como resultado de un “goma sifilítico” o nos procuran cualidades especiales para desarrollar algo, como aquel paciente al que un temblor le aportaba una capacidad especial para tocar la batería.

 

 

He leído muchas veces, a lo largo de más de veinte años, los relatos de Oliver Sacks. Los he leído mientras hacía guardias en un pueblo perdido siendo muy joven y también cuando he pasado por los hospitales o, ahora, que trabajo en una ciudad de médico de familia. Siempre he encontrado en ellos inspiración, una fuente de energía inagotable para ejercer la medicina con los límites que tiene, pero también con todas sus posibilidades. Oliver Sacks ayuda a ser consciente del privilegio que implica ser médico, del observatorio singular que supone para observar la condición humana y de la sabiduría que puede procurar la relación con personas enfermas que buscan ayuda.  Hace darse cuenta de la importancia de la curiosidad y de la esperanza, de la capacidad de adaptación del ser humano y de que a veces la enfermedad hace emerger cualidades que ni siquiera se sospechaban.

He recomendado a veces libros de Oliver Sacks a pacientes y casi siempre se han sentido reconfortados. Les han ayudado a situarse en ese justo término en el que la enfermedad no hace más daño que el que ya, de por sí, hace, en el que se decide seguir viviendo la buena vida a pesar de alguna limitación, sin dejarla que inunde toda la experiencia.

Quizá la medicina vaya actualmente por otros derroteros, excesivamente tecnificada y basada en pruebas, cada vez más fragmentada y alejada de los contextos biográficos y culturales del paciente. Quizá no sea fácil que un neurólogo pase varios días observando a un paciente en su casa, o enseñándole los sólidos platónicos para ver sí los reconoce, mientras toman te y hablan de música. Quizá sea una medicina sólo al alcance de unos pocos. Pero no habría que olvidar que, por mucho que avancen los medios diagnósticos, la relación interhumana entre un médico y un paciente siempre será un aspecto esencial para realizar un diagnóstico correcto y un tratamiento personalizado que límite los sufrimientos de la enfermedad. Por eso quizá a muchos nos gustaría tener un médico como Oliver Sacks o, como médicos, tener algunas de sus cualidades.

 

 

El hombre que confundió a su mujer con un sombrero” . Oliver Sacks

“El doctor P. era un músico distinguido, había sido famoso como cantante, y luego había pasado a ser profesor de la Escuela de Música local. Fue en ella, en relación con sus alumnos, donde empezaron a producirse ciertos extraños problemas. A veces un estudiante se presentaba al doctor P. y el doctor P. no lo reconocía; o, mejor, no identificaba su cara. En cuanto el estudiante hablaba, lo reconocía por la voz. Estos incidentes se multiplicaron, provocando situaciones embarazosas, perplejidad, miedo… y, a veces, situaciones cómicas.Porque el doctor P. no sólo fracasaba cada vez más en la tarea de identificar caras, sino que veía caras donde no las había: podía ponerse,afablemente, a lo Magoo, a dar palmaditas en la cabeza a las bocas de incendios y a los parquímetros, creyéndolos cabezas de niños; podía dirigirse cordialmente a las prominencias talladas del mobiliario y quedarse asombrado de que no contestasen. Al principio todos se habían tomado estos extraños errores como gracias o bromas, incluido el propio doctor P. ¿Acaso no había tenido siempre un sentido del humor un poco raro y cierta tendencia a bromas y paradojas tipo Zen? Sus facultades musicales seguían siendo tan asombrosas como siempre; no se sentía mal… nunca en su vida se había sentido mejor; y los errores eran tan ridículos (y tan ingeniosos) que difícilmente podían considerarse serios o presagio de algo serio. La idea de que hubiese “algo raro” no afloró hasta unos tres años después, cuando se le diagnosticó diabetes. Sabiendo muy bien que la diabetes le podía afectar a la vista, el doctor P. consultó a un oftalmólogo, que le hizo un cuidadoso historial clínico y un meticuloso examen de los ojos. «No tiene usted nada en la vista», le dijo. «Pero tiene usted problemas en las zonas visuales del cerebro. Yo no puedo ayudarle, ha de ver usted a un neurólogo. » Y así, como consecuencia de este consejo, el doctor P. acudió a mí.

 Se hizo evidente a los pocos segundos de iniciar mi entrevista con él que no había rastro de demencia en el sentido ordinario del término. Era un hombre muy culto, simpático, hablaba bien, con fluidez, tenía imaginación, sentido del humor. Yo no acababa de entender por qué lo habían mandado a nuestra clínica. Y sin embargo había algo raro. Me miraba mientras le hablaba, estaba orientado hacia mí, y, no obstante, había algo que no encajaba del todo… era difícil de concretar. Llegué a la conclusión de que me abordaba con los oídos, pero no con los ojos. Éstos, en vez de mirar, de observar, hacia mí, «de fijarse en mí», del modo normal, efectuaban fijaciones súbitas y extrañas (en mi nariz, en mi oreja derecha, bajaban después a la barbilla, luego subían a mi ojo derecho) como si captasen, como si estudiasen incluso, esos elementos individuales, pero sin verme la cara por entero, sus expresiones variables, «a mí», como totalidad. No estoy seguro de que llegase entonces a entender esto plenamente, sólo tenía una sensación inquietante de algo raro, cierto fallo en la relación normal de la mirada y la expresión.”

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