Pongamos un ejemplo. Conozco dos personas llamadas Pedro Ola(y/ll)a. Uno, con “y”, es un poeta genial e ingenuamente emocionable. Otro, con “ll”, un historiador genial e ingenuamente comprometido. Uno me llevó al otro por casualidad. Del primero aprendo la belleza del lenguaje. Del segundo el lenguaje de la belleza. Esa pequeña coincidencia me ayuda a ser un poco más feliz y me impulsa a mejorar como persona. Ambos me instruyen contra la ignorancia y me fortalecen contra la adversidad. Esa mínima “causalidad” es de máxima importancia para nutrir mi espíritu y atenuar mis desatinos. Y la aprovecho.

Todos podemos contar con menudencias de ése estilo en nuestras vidas que nos ayudan a ser mejores y más felices, aunque no siempre hayamos sabido percibirlas o aprovecharlas. Esa es la propuesta de esta reflexión menor, la cual está apoyada tanto por sesudas reflexiones filosóficas y científicas, como por la ciencia parda de la vida.

 

 

Pongamos otro ejemplo. Reflexionar sobre los hechos del pasado, recordar los acontecimientos históricos, sirve para entender el presente y mejorar el futuro. O al menos debería servir. Pero a menudo la magnitud de los sucesos memorables es demasiado grande, difícilmente aplicable a la pequeñez de la vida de la persona que los recuerda o revisa. Por eso solemos desatenderlos y tendemos a repetirlos. Si fueron aciertos no es tan malo; simplemente reiteramos esfuerzos innecesarios. Pero si fueron errores, mala cosa, pues el precio que pagamos es excesivo y con frecuencia sangriento. Así es la historia. Se parece mucho a la morcilla de Burgos, ambas se hacen con sangre y ambas repiten.

Por eso mismo me ha impactado leer el libro de Pedro Olalla Historia menor de Grecia“. En esencia viene a decir que solo el recuerdo de los gestos de tamaño humano puede ayudarnos a comprender la grandeza, miseria o contradicción de cada hecho histórico, para así aprender y repetirlo, si fue bueno, o alertarnos para evitarlo, si fue malo.

 

 

Y es que de lo menudo a lo magnífico es fácil subir, de lo grandioso a lo mínimo es difícil descender. Por ejemplo, ninguno de nosotros puede por sí solo aprender y promover acciones sobre la Guerra Civil española como para evitar repetirla. Todos juntos, unidos en una colaboración inteligente, sí podríamos, pero la inteligencia humana – excepciones aparte – casi nunca funciona por yuxtaposición, sino por acumulación. Sin embargo si podemos apreciar ciertos gestos humanos sabios, comprometidos, valerosos que protagonizaron personas concretas durante la guerra, aprender de ellos y generalizarlos. Esa es la esencia de la actitud humanista que empieza con Homero y conforma la cultura clásica griega que funda nuestra historia occidental. Y aunque Olalla no lo dice, conviene recordar que clásico significa “de primera línea”, los clásicos eran los soldados más valerosos del ejército, los que formaban al frente y abrían camino al resto. Por eso los clásicos son tan valiosos. Abren vías, encuentran nuevas soluciones para los problemas de la vida, y nos las enseñan para que podamos repetirlas o evitarlas.

Empieza Olalla su libro elogiando la actitud humanista que proclama la confianza en el ser humano, en su conciencia, su libertad y su dignidad, lo que le hace decantarse hacia lo bueno, de donde surgen los fundamentos de la ética colectiva, que consigue que el mundo sea mejor y otros puedan heredarlo. Esa actitud siempre se ha basado en la valentía y el compromiso de algunos, más bien pocos, que con su actitud libre y veraz lucharon contra las adversidades, la barbarie y la ignorancia. En la Grecia clásica eso sucedió mucho, se acumuló por alguna razón misteriosa, hasta convertirse en el referente histórico del clasicismo y el humanismo.

 

 

Pero, ¿de dónde surgió un fenómeno tan admirable? Asegura Olalla que no fue de la una colectividad humana, que más bien estaba cargada de defectos y vicios, no de los grandes acontecimientos que recogen los libros de “Historia”, sino de los gestos aislados de algunos seres especiales, de destellos de nobleza humana, que no siempre fueron protagonizados por los personajes más importantes y recordados, como los gobernantes, líderes militares, etc., sino por personas menores pero buenas, justas y dignas, como también lo son los heroicos y silenciosos cowboy de Olaya, el poeta. Entre ellos cunde esa peculiar especie humana que Sócrates no se atrevía a llamar sabios, sino amantes de la sabiduría, filósofos.

Pongamos ahora algunos ejemplos tomados del Olalla historiador. Empecemos por Hesíodo, a quien el otro Pedro, el poeta, sin duda ansiaría parecerse. Es un ejemplo perfecto del poeta-pastor autodidacta y pobre, que tantas veces ha sido elogiado como modelo de pureza lírica. Sus padres llegaron a las montanas de Helicón, no muy jejos de Atenas, huyendo de la pobreza y la guerra, y le enseñaron a pastorear, es decir a buscar los mejores pastos para sus cabras, y él, sensible y listo, se dejó seducir por la belleza de la naturaleza y se convirtió en un hombre bueno y sabio. Pero tenía un hermano, Perses, que además de un vago y un vivales era un auténtico “bárcenas”, ya que no dudó en dilapidar la fortuna familiar para comprar la voluntad de los poderosos corruptos. Pero Hesíodo nunca le odió, ni le reclamó su parte, sino que siguió confiando en que algún día reverdecería ese trasfondo de bondad oculto en el corazón de su hermano, y que sino la justicia divina con el tiempo se avendría a equilibrarlo todo. Si era ingenuidad de poeta, o que estaba entusiasmado, cegado, por la belleza es cosa que nunca sabremos del todo, pero sí que fue esa naturaleza justa y grandiosa la que le enseñó a ser tolerante y humilde, y a saber que la única felicidad posible es la que dimana de la equidad, la justicia y la dignidad, y que ellas no son posibles sin esa conducta verdad y valiente que tanto cuesta esgrimir contra el flujo agreste de los hechos. Por eso Hesíodo es un clásico y un  humanista, y por eso su obra es admirable y eterna. Gracias a gestos como el suyo, cabe mantener la esperanza en nuestra especie, por lo demás cruel, sangrienta y efímera, especialmente ahora, cuando sucede eso que Olaya dice que sucede, en su “…libro más maduro y más sabio (más filosófico, si cabe)….  que la degradación y la malicia de la gente nos ha llevado a esta pérdida absoluta de valores…”.

 

 

Trescientos años después, no lejos de esos montes, en Atenas, vivió Pericles. Y si antes aprendíamos de un hombre genialmente menor, ahora lo haremos de un hombre magnífico, uno de los más reputados líderes y gobernantes de la historia. Su vida y gesta, también sinuosa y quebradiza, en tanto que humana, está llena de lecciones inolvidables. Olalla glosa una de mis preferidas, el discurso fúnebre tras la miseria y desolación en que dejó a Atenas la guerra contra Esparta del año 431 a.C. Pericles se dirige a una multitud desconfiada y crítica con las decisiones de su líder. Tras los usuales elogios a los héroes y antepasados, a quienes tanto deben, elogia a su ciudad, sus leyes modélicas y su aun temblorosa democracia: “…una ciudad abierta, sin recelos a lo extraño”, habitada por gentes dispuestas a gozar de la vida y a aprovechar cualquier ocasión para alegrarse, donde es fácil encontrar reposo para el cuerpo y alimento para el espíritu. También habla de “…hombres que aman la belleza sin apartarse de la sencillez y que cultivan el conocimiento sin abandonarse a la molicie (…) a quienes la riqueza les brinda la posibilidad de obrar y no la de vanagloriarse (…) que llegan al arrojo movidos por la libertad y la reflexión y no por la ignorancia…”. El discurso sorprende y encandila a la mayoría. Algunos, sin embargo, no dejan de recordar la sangre y las carencias que esos lauros conllevan. Pero todos coinciden en su mensaje final: Ese “Estado”, asentado sobre la libertad y la virtud humanas, es inestable y efímero. Es un reto y una conquista que hay que renovar cada día, y que nunca alcanzarán del todo, pues pronto vendrá “…el invierno y con la primavera volverá la guerra”.

Pero volvamos atrás. Recordemos la cuestión esencial que guía esta reflexión: ¿Para qué sirve todo esto?; ¿para interpretar el presente y mejorar el futuro? Al menos para eso debería servir, aunque tal vez sea una misión demasiado ingenua y utópica. Quien haya leído hasta aquí tiene sobrados datos para saber a qué me refiero. Esas lecciones menores, entresacadas de los grandes gestos de poetas pequeños y gobernantes grandes, son muy distantes de las cosas vulgares que ahora nos afligen y amenazan: Guerras, crisis, pobreza, migraciones, incultura… corrupción, tecnificación, contaminación, infotoxicidad, especulación… Y las causas de todos esos vicios son esencialmente dos: La insaciable concupiscencia y glotonería de algunos (muchos), y la desmesurada confianza de muchos (la mayoría) en las provisiones de un mundo dominado por la técnica y ajeno al humanismo.

 

No digo que la actitud humanista sea suficiente para salvarnos de la barbarie y la molicie, pero sí creo, como Olalla, que en un mundo en que imperen las actitudes humanistas, los que ignoran o desprecian la dignidad, la equidad y la libertad lo tendrán bastante más difícil para imponerse sobre aquellos que han hecho suyo el espíritu clásico griego. De hecho, antes y hoy, son retrógrados los que lo desatienden u olvidan, mientras que son “…progresistas quienes  luchan contra la injusticia y la ignorancia…”.

Tampoco digo que este ordenador, y su maravillosa tecnología que me permite comunicarme contigo, tengan la culpa de lo que sucede, pero sí que “…siempre es un síntoma de falta de progreso de una época el hecho de que se adentre en exceso en la pedantería de lo técnico”, y esto, lo decía, hace más de dos siglos, una persona tan poco sospecha de ignorancia como J. W. Goethe.

La lección es pues sencilla y potente, precisamente por ser cercana y directa. No hace falta recurrir a las grandes historias de la historia, ni a las magnas acciones de los héroes. Basta con atender a los sucesos menudos del pasado, a los gestos menores de seres corrientes, para aprender y mejorar. El  cerebro humano lo siente y lo sabe, y por eso procesa mejor emotiva y cognitivamente esos sucesos próximos, que otros más portentosos pero alejados. Complejas investigaciones neurobiológicas demuestran lo que la vida nos enseña de continuo, que  la “Felicidad” se escribe en plural y con minúsculas, que la riqueza personal depende más de cómo veamos la botella que de cuánto contenga, y que todo eso es especialmente importante en los momentos más difíciles, cuando uno está más necesitado, desvalido o carente.

 

 

Pero también sabemos que la botella hay que llenarla cada día, que tiende a vaciarse, que la sabiduría es una ducha y la ignorancia un pozo; y que aquella es un reto y una conquista que debemos alcanzar cada día y ésta una incómoda visita que tarda en retirarse.

Por eso le debemos tanto a esos seres principales, como los dos inspiradores de esta breve aportación. Ambos son filósofos sin necesidad de título ninguno, sabios menores quizá en el contexto histórico, pero grandiosos en su compromiso. Seres que cuando se quedan solos sentados en una silla tienden a la reflexión y la rebeldía. Esas personas generosas nos enseñan su amor por la sabiduría y nos contagian su dignidad. Ellas, ellos, nos alientan y consuelan en nuestras carencias y desvelos. Su receta es la mejor medicina contra la barbarie y la injusticia. Sus retos y sus conquistas son los tuyos y los míos, los de todos los que sepan entenderlos y asumirlos, y gracias a su lección y su ayuda resistiremos al egoísmo y la ignominia que traen pobreza, injusticia y sangre.

Dignidad, justicia, libertad… grandes palabras que los seres sabiamente menores fundamentan y sostienen contra la adversidad y la barbarie de un mundo frágil, en permanente reconstrucción contra las fuerzas potentísimas de la ignorancia, el egoísmo, la injusticia y la molicie.

Aprendamos de ellos y no sólo seremos mejores nosotros y nuestro mundo, sino también nuestros hijos y el que ellos hereden.

Referencias:

 

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Un agujero en la pared
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