Angela Merkel, Christine Lagarde, Miuccia Prada, Hillary Clinton, Arianna Huffington, Dilma Roussef, Melinda Gates, JK Rowling o Cristina Fernández de Kirchner, junto a otras personalidades menos conocidas, como la presidenta de Corea del Sur, Park Geun-Hye, la consejera delegada de IBM Ginni Rometty o la directora general de la Organización Mundial de la Salud (OMS), Margaret Chang, entre otras, forman parte de las trece actuales presidentas o primeras ministras, las 24 CEOS de empresas multinacionales y las incontables artistas, activistas e intelectuales que contribuyen en la actualidad al movimiento del mundo. Pero, ¿se traduce esto en una contribución real de las mujeres a las decisiones de poder? ¿Hasta qué punto su ascenso a la participación en la economía, la política y los puestos de responsabilidad responde a una situación equitativa y produce resultados más justos para la sociedad?

Como ya se reconoce públicamente en todos los organismos internacionales, la participación política de la mujer es un elemento crucial para el diálogo democrático y la cohesión social, aparte de una cuestión de justicia y equidad. Pero es que desde el punto de vista macroeconómico, una mayor contribución laboral de la mujer impulsaría el crecimiento del PIB a nivel mundial -en numerosos países las formación de las mujeres es alta, lo que otorga un alto potencial a su contribución al mercado- y compensaría la caída de la población activa, con sus consiguientes repercusiones en los sistemas de pensiones, entre otras consecuencias positivas.

Un estudio de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE) desvela que si se produjera la equiparación de hombres y mujeres en el mercado laboral para 2030, los países donde más crecería la fuerza laboral, tanto por razones de formación como de potencial competitividad serían Brasil, Chile, República Checa, Grecia, Irlanda, Italia, Japón, Corea, Luxemburgo, México, Polonia, Eslovaquia y España. Es decir, el alcance de estas tasas de participación masculina y femenina supondría un buen empujón para las economías de dichos países y una estupenda aportación para la mejora de la crisis económica mundial.

Que esto no sea posible a corto plazo quizá se deba tanto a la dificultad de acceder a esos puestos de poder de la mayoría de la sociedad femenina como en las dificultades que sigue afrontando el creciente número de mujeres electas y en puestos de responsabilidad. Estas dificultades se centran en la desigualdad salarial, la corrupción y la necesidad de seguir políticas de participación basadas en las cuotas, que no siempre están bien vistas incluso por otras mujeres. En otros casos más extremos y sobre todo en ciertas sociedades, las mujeres además experimentan las consecuencias de los conflictos armados, llegando a ser víctimas de violencia sexual y quedando excluidas de los procesos de las tomas de decisiones relacionadas con los procesos de paz. Y todo ello a pesar de la Resolución 1325 del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas en la que expresamente se hace un llamamiento para fortalecer y ampliar el papel de las mujeres en la toma de decisiones sobre paz y seguridad con el fin de paliar dichas desigualdades estructurales.

No obstante, hay sitios donde el papel de la mujer ha conseguido cotas de poder nunca vistas. Así, en América Latina, en los últimos 23 años seis mujeres han alcanzado la jefatura de sus estados, cuatro de ellas en los últimos diez años. Ello responde a un proceso de mejoras sociopolíticas en la región que, aunque no se ha traducido en una consecución total de políticas de igualdad de género ni en la desaparición del machismo en estas sociedades, sí que ha permitido el crecimiento de la participación general de las mujeres en la vida pública e incluso la llegada al poder, a lo largo de los últimos años,  de figuras como Violeta Chamorro en Nicaragua, Mireya Moscoso en Panamá, Michelle Bachelet en Chile o Laura Chinchilla en Costa Rica, entre otras.

En el África negra, donde la mujer juega un papel importantísimo como fuerza de trabajo y sustento de la sociedad, encargándose de trabajar la tierra y del cuidado y formación de los hijos, ésta sigue estando discriminada no sólo en la vida profesional, sino en las posibilidades de acceso al estudio impuestas por su propio entorno familiar, que es lo que realmente la abriría las puertas a una futura oportunidad laboral remunerada. A pesar de ello, en la actualidad tres mujeres dirigen sus respectivos países en este continente: la presidenta de Liberia, Ellen Johnson Sirleaf, quien tomó las riendas de un país devastado por la guerra y va por su segunda legislatura; Joyce Banda, en Malawi, y la primera ministra de Senegal, Aminata Touré, designada para el puesto por el actual presidente Macky Sall. Esta última, además, ha logrado acercar la proporción entre hombres y mujeres en el parlamento gracias al funcionamiento de una reciente ley de paridad de sexos.

En el caso de Sudáfrica, que tiene uno de los índices más elevados de mujeres en el poder político y en las grandes empresas, esto no se traduce en la base de la sociedad porque las mujeres carecen de un respeto básico en otros aspectos. Como señala Mo Ibrahim, un destacado ingeniero, empresario y filántropo sudanés, “la construcción de la cohesión social sigue siendo la gran asignatura pendiente de África”. Y no sólo con respecto al género, sino con la posibilidad de que toda la ciudadanía tenga las mismas facilidades de acceso y participación en la vida pública, desde la economía a la educación y sanidad.

En Asia, a pesar del progreso alcanzado en la matriculación de mujeres en la enseñanza primaria, secundaria y terciaria, el acceso al simple empleo remunerado sigue siendo muy limitado, lo cual es una indicación de la integración de  las mujeres a la economía de mercado. Así, cuanto más regular es su ingreso económico, más posibilidades tienen de contra con mayor autonomía y aumentar su poder en la toma de decisiones. La desigualdad se nota sobre en todo en países como Bangladesh, Camboya, Filipinas, Timor Leste y Vietnam, donde además la violencia, corrupción y discriminación por razones de sexo desalientan a las mujeres para participar en política e impiden incluso que la representación parlamentaria llegue al 30% (excepto en Timor Este, que supera esta cifra.

No obstante, hay algunos casos en los que las mujeres comienzan a destacar, tanto a nivel político, tecnológico y empresarial, sobre todo en países como China, Singapur o Corea del Sur. Mención aparte merece la disidente, premio Nobel y parlamentaria birmana Aung San Suu Kyi, en su lucha por la libertad y la democracia.

Sin embargo, y pese a todos estos datos, mucho han cambiado las cosas desde ese 28 de noviembre de 1983, en Nueva Zelanda, donde las mujeres fueron las primeras del mundo en poder votar en una elección nacional. La cuestión es si habrá que esperar otros 150 años a que la cohesión social y la equidad de género sean un hecho. Por el momento, se sabe que el acceso a la educación, la sanidad y la participación ciudadana son clave para ello, sin olvidar que el sistema de cupos, ya sea por decisión de los partidos o por legislación, ha aumentado el promedio de la cantidad de mujeres parlamentarias en 22 de los 48 países en los que hubo elecciones en 2012. Llegará un momento en el que no haya que recurrir a ello, pero, hasta que eso ocurra, la igualdad de género y el empoderamiento de la mujer transitan estos caminos.

 

*Imágenes de Gbenro Sholanke, de Karpati Gabor

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2 Comentarios

  1. says: Óscar S.

    Otro dato significativo y escalofriante: en El País contaban hace unos meses que un 25% de la población masculina asiática reconocía haber violado alguna vez a una mujer. Ahora sumemos los que no lo reconocen. La tendencia a la igualdad es una isla chiquitísima en un mar de ignonímia…

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