El baile de los elefantes rosas (y 2)

En la parte anterior repasamos algunos ejemplos muy notorios y actuales de lo que antes se conocía como “dibujos animados” para televisión, guiados por la doble idea de que, primero, el medio es el mensaje, como dictaba McLuhan, y este medio en particular absorbe cada vez más el resto de los entornos artificiales, contemporáneos, del espectador, y, segundo, que lo que llamamos cultura popular no tiene por qué aspirar a alzarse a los filtros de calidad de la llamada alta cultura o “cultura noble”, sino al revés: ésta última debe probar su eficacia como cultura de masas para evitar enclaustrarse en una fortaleza elitista. Así, en las últimas décadas, incluso la producción de entretenimiento para niños ha crecido hasta crear todo un universo comercial exclusivo para ellos, que antes no eran considerados más que como adultos en ciernes, pero cargado de tales dosis de ironía que resultar difícil discernir si su sobreexposición les hará prematuramente más inteligentes o simplemente frenará su desarrollo en una especie de limbo interpuesto entre la infancia y la madurez. Este proceso no ha sido ajeno al cine, habida cuenta además de que el cine está ya de diversas formas en los hogares, y al análisis y comentario de este fenómeno en el terreno en auge de la animación por ordenador dedicamos las siguientes líneas.

Cuando, en 1995, se estrena la primera película completamente animada por ordenador de la historia, pocos conocían la revolución que se había estado fraguando en Pixar a lo largo de una década, en parte gracias a Steve Jobs, que la había comprado bajo el nombre de The Graphics Group a George Lucas en 1986. Desde los primeros cortos de mediados de los 80, la industria cinematográfica con sus galardones, y en especial Disney, con el consumo de su tecnología, había apostado por una nueva estética basada en la flexibilidad de la informática. Pero los cortometrajes indicaban que tras Pixar había algo más, y con esta presunción se produjo Toy Story, que saltó al número 1 de la recaudación en cines, donde se mantuvo durante varias semanas, y que se convirtió en la segunda película con más recaudación del año (aunque, hay que reconocerlo, a sólo 20 millones de dólares de Pocahontas, sin embargo ésta tenía el doble de presupuesto).

 

 

 

La importancia del éxito de Toy Story hay que referenciarla a su condición de producto experimental. Su causa, sin embargo, difícilmente podrá ser reducida a la innovación tecnológica. De nuevo, como en el caso de Los Simpson, nos encontramos que el verdadero atractivo del traje nuevo es su percha. Toy Story no sólo tiene una ejemplar solidez como guión, que la convierte en una aventura sin fisuras, perfectamente eficaz en su condición de producto que captura desde el primer segundo y entretiene hasta el último. En este sentido, la veteranía, o tal vez la sensatez, de los guionistas de Pixar resulta sorprendente. Lejos de encontrarnos con la clásica creación primeriza, llena de promesas y de puntos flacos que toleramos como pago por sus hallazgos, Toy Story da todavía la sensación de ser la obra de madurez de un experto narrador.

Pero lo importante de que esté bien contada, es lo bien que está lo que cuenta. Ya desde sus cortometrajes, Pixar apuntaba a los desafíos incómodos y, a la vez, dignos de riesgo. Hasta cierto punto forzada por su condición de empresa que no ofrecía animación, sino tecnología de animación, fue desde el principio convirtiendo en personajes a aquellos seres que más se adaptaban a sus posibilidades de representación. Así nació su mascota, Luxo Jr, casi el resultado de un ejercicio de academia de modelado en 3D. Pero, a diferencia de la gran mayoría de los personajes que surgían a la sombra de los nuevos medios, Luxo tenía otro tipo de tridimensionalidad de la que sus coetáneos y carecían: la tridimensionalidad de carácter que, en el lenguaje coloquial se denomina “alma”. Convertir en protagonista a un ente trivial y dotarlo de alma se parecía tanto a dar voz a los colectivos marginales que, casi sin quererlo, Pixar aprendió a hablar el lenguaje de la revolución. La afirmación puede parecer exagerada. Nos explicaremos.

 

 

Cuando Pixar da vida a los que acabarían siendo emblemáticos personajes-juguete, ya desde el magnífico cortometraje Tin Toy, no realiza la esperable traslación del mito conservador de héroe que conquista a heroína al enfrentarse contra un villano en un mundo previamente feliz gobernado por un rey. Woody y Buzz jamás llegan a escapar de su condición de seres de importancia mínima, cuyas aventuras no tienen más trascendencia que la supervivencia de su grupo, dado que, como juguetes que son, el fracaso no tendría otra consecuencia que ser sustituidos. Podríamos pensar que se trata de una perspectiva agresivamente clasista si pensamos que con ello se invita al espectador a identificarse con un grupo social sin expectativas ni dignidad. Pero el verdadero giro narrativo, la verdadera historia incontable que acaba siendo contada en Toy Story, es la historia del otro: el equilibrio maldito para la narrativa cinematográfica tradicional y mainstream de identificarnos sin confundirnos. El sentido común dice que es difícil que, por prolongada y carismática que sea la presencia de los juguetes en pantalla, una niña que asista al cine se identifique antes con Woody que con Andy, el niño que los posee, el Rey de la casa, el inaccesible señor del castillo pseudokafkiano en el que los protagonistas viven. En realidad, la espectadora, la niña que sigue con completa implicación el destino de “sus” juguetes, no obtiene como resultado una identificación, sino una implicación empática, una concienciación. La lección aprendida (nos encanta decir, al contrario que a los rancios contertulios de José Luis Garci, que “El cine debe tener recado”), simple pero profunda, es que los juguetes merecen respeto, un respeto especial, diferente e inferior al que merecen las personas: simple y llanamente, el que les corresponde como juguetes. El de objetos de uso, no de usar y tirar, como pretende en un principio imponer el rutilante Buzz Lightyear, sino el de usar y gastar, como el viejo Woody, cosido y recosido hasta que Andy madura y sus intereses cambian de manera natural.

 

 

Merece la pena recordar que la revolución narrativa Pixar, menos relevante, pero también menos estridente que su casi paralela “simpsoniana”, se produce inmediatamente después de que el escuadrón principal de Disney haya reverdecido laureles gracias a su renovación estilística comenzada con La Sirenita y culminada con El Rey León. A lo largo de cuatro largometrajes y seis años, Disney acompaña a un mismo público ofreciéndoles, como si se tratara de una saga, la renovación de la mitología conservadora propia de la factoría, adaptándose en cada ocasión al crecimiento de una misma generación de jóvenes espectadores. Así, el viaje avanza desde la colorista renuncia a la independencia femenina (la pérdida de la cola de sirena es ya un tópico entre la crítica feminista), pasando por la valoración, por parte de la mujer, de la opulencia y la fuerza del hombre-bestia (que, al contrario que en la hábil Shreck, sólo puede ser bestia en tanto que hombre, mientras que ella sigue siendo la misma princesa femenina y atractiva de los años 50), alcanzando después el mito de la tierra de las oportunidades de Aladdin (los verdaderos genios siempre triunfan, da igual su extracción social) hasta llegar, por fin, en un relato mucho más adusto, a la legitimación del poder carismático heredado por la gracia de Dios de El Rey León (los niños ya son algo mayores y es el momento de que empiecen a oír hablar de las cosas serias, es decir, de la necesidad de matar que tienen los grandes hombres para preservar la paz de los pequeños). Cuando este recorrido ha alcanzado con su última pirueta un barroquismo ideológico casi insuperable (El Rey León fue una película que despertó una cierta controversia política, hoy desaparecida en beneficio de su éxito como musical en el Broadway madrileño), cuando Disney ha cumplido de nuevo con la sagrada misión de educar a una nueva generación para que repita las miserias de la anterior, la saga de Toy Story llega como un refrescante baño de honestidad que los espectadores enseguida identificarán intuitivamente como su nueva luz.

 

 

A partir de ese momento, la imagen de dibujo tradicional, ligada a la narración conservadora de Disney, está tocada de muerte. En los dos años siguientes, El jorobado de Notre-Dame, y Hércules, recaudan en EEUU poco más de 100 millones de dólares cada una (40% menos que Pocahontas), y sólo Mulán se acercará, aunque no demasiado, al segundo largometraje de Pixar, la algo menos arriesgada Bugs. En 1999 la “gran Disney” desafía a muerte a la “pequeña Disney” y tira la casa por la ventana con una superproducción: Tarzán. Del otro lado, Pixar, con 30 millones de presupuesto menos, lanza la segunda parte de Toy Story. Aunque Toy Story 2 es sólo una segunda parte (espléndida) y Tarzán una estupenda película con todos los ingredientes para arrasar, la diferencia en la taquilla estadounidense entre la primera y la segunda será de 100 millones de dólares. A partir de ahora, para Disney, podemos apostar que Pixar lo será todo.

 

 

Los cartoon para televisión, encadenados a una frenética velocidad tanto plástica como de peripecias, y resueltos en base a una fantasía anárquica, configuran un mundo más orgánico, e incluso más fisiológico -de ahí los incontables gags dedicados a funciones desagradables del cuerpo que buscan la complicidad de los niños-, que el de las narraciones largas de diversas productoras para el cine, más espirituales, más profundas, por así decirlo, en tanto que sus tramas suelen apoyarse en retos personales o colectivos que superar en aras de un retorno a una normalidad mejor. Así, Pixar, en los años sucesivos, ahondará en conflictos psicológicos o psicosociales, sin perjuicio de gran espectáculo, en Buscando a Nemo (la catarsis de un padre hiperprotector), Los increíbles (la redención de una familia sumida en la mediocridad absoluta), Wall-E (tras una hora de lirismo sin diálogos, una denuncia del sedentarismo y la pasividad), Up (el riesgo de convertir a un anciano en protagonista, con esa secuencia de poco más de siete minutos en los que se cuenta una vida entera de amor -nos disculpamos por la musiquita-:)

 

 

o Brave (donde se produce el entendimiento entre una adolescente y su madre). Tales conflictos a menudo adquieren un aspecto crudamente materialista, de materialismo social, se entiende, puesto que se juega la obsolescencia programada, como en Robots -Blue Sky Estudios en 2005-, la más elemental supervivencia, como en la saga de La Edad de Hielo –Blue Sky, desde 2002- o en la maravillosa Los Croods –Dreamworks, 2013-, o la heterofobia, en sentido etimológico literal, en la divertidísima Hotel Transilvania -Sony Pictures Animation, 2012-.

La animación, sea artesanal o digital, contiene un potencial inusitado de representación que ni siquiera el cine de los efectos especiales es capaz de igualar. Construir la más delirante de las imaginaciones cuesta casi lo mismo en esfuerzo y dinero que, pongamos por caso, sacar a un hombre  dando vueltas en su cama sin conseguir dormir durante una duración dada. Los primeros animadores de Disney así lo entendieron y en Dumbo, de 1941 -poco antes de la participación de EE.UU. en la Segunda Guerra Mundial- experimentaron con una alucinación del protagonista en la que un desfile de elefantes rosas daba lugar a todo tipo de delirios gráficos hasta que los paquidermos terminaban bailando, disfrutando de un parque de atracciones y cayendo por último como globos deshinchados desde un cielo completamente oscuro. Tal libertad creativa para disponer de algo tan aparatoso como un grupo de elefantes (en Fantasía, de 1940, eran hipopótamos los que bailaban al ritmo de Tchaikovsky) ante los ojos del atónito espectador no tiene parangón y augura para el medio un extraño -como hemos visto- pero prometedor futuro.

 

 

*Este texto ha sido escrito conjuntamente por nuestros colaboradores Óscar Sánchez Vadillo e Israel Sánchez.

 

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