Quizá ahora, ver actuaciones de los Pekenikes o los Brincos o de “Juan y Junior”, parezca un poco demodé, con sus gestos tan rígidos, con sus cuellos cisne o las capas en sus hombros o con los brazos cruzados en el escenario. Pero hay que mirarlos con los ojos de mitad de los años sesenta, en un país como era éste, para darse cuenta de que no eran malos del todo, incluso eran bastante buenos, aunque imitaran un poco a los Beatles,  y que  su estética prometía otra cosa, más moderna, más benigna y mucho más libre.

Junior, que estuvo en todos esos grupos, fundamentales en el pop español, me pareció siempre uno de esos guapos del tipo McCartney  o Alain Delon o Helmut Berger. Alguien a los que ha sonreído la naturaleza y tienen una adolescencia muy larga y vagamente deseada por chicas muy sonrientes y muy guapas durante muchos más años de lo normal. Hasta que la vida les cornea de golpe y entonces se desinflan de pronto y se convierten en ancianos Dorian Gray, una caricatura de sí mismos. Como si no hubieran sabido que la fiesta se acaba y que siempre dura muy poco, mucho menos de lo que creemos, como la vida de la gente que amamos y que parece que va a estar siempre con nosotros.  Y entonces se desesperan y comienzan a beber y no les consuela el sonido alegre de sus viejas canciones.

Parece que siempre quiso a aquella chica que se llamó Rocío Dúrcal y que era tan guapa cuando era tan joven. Parece que fue ayer. Y, sin embargo, ha pasado tanto tiempo…

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