La veo bostezando. De todas las imágenes que guardé de ella ante la certeza de este periodo de ausencia, mi memoria siempre elige la misma, ese lento amanecer que repetía a menudo, a todas horas. Como si la imagen de su bostezo fuera el faro que me guía a la costa de su recuerdo y fuera la luz de su boca abierta lo primero que reconociera entre sus acantilados. Era casi siempre un mar en calma al que el presente embravecía, por eso decidimos vivir en tiempos compuestos, conjugarnos en direcciones opuestas: yo elegí el pasado de su presencia y ella el futuro de su partida. Los dos sabíamos que así era imposible encontrarnos. Ignoro si a ella le importa, y durante un tiempo yo jugué a que no me importara a mí, pero el embuste duró apenas unas horas. Se abrió la puerta del tren y entraron todos juntos los fantasmas de mis obsesiones, sensaciones conocidas que sólo difieren en el apellido de sus puntos cardinales. Mi brújula siempre señala al norte.

Y así me vi, un par de días después, como Cortázar en busca de la Maga. Con el telón de fondo del francés, pequeñas diferencias nos separaban, insalvables en todos los casos. Primero, el talento; porque sus letras llegaban a la orilla armoniosas y las mías rompen contra el papel con una espuma turbia que espanta. Segundo, el cielo; el suyo ordenado y gris del París de siempre, y el mío arenoso y cálido de la siempre desconocida Marrakech. Después, el éxito. “Andábamos sin buscarnos pero sabiendo que andábamos para encontrarnos”, decía Cortázar de la Maga. Yo jamás la encontraré porque aunque no pare de buscarla, y no pararé, desconozco siquiera si ella camina. Que no me busca, eso sí lo sé.

¿Por qué Marrakech? Me asalta la pregunta justo cuando el avión desciende y se extiende sobre mí el desorden alocado de la polvorienta ciudad roja. Es una pregunta sin respuesta. La única coartada que se me ocurre para estar aquí en pensar que ella, de todos los sitios que tiene para huir, haya elegido un lugar al que volver. Es absurdo, lo sé pero también fue absurdo dejar que aquella noche amaneciera, que aquellos días se acabaran y que lo único que quede de aquellas horas sean sus recuerdos, los míos que en realidad son de ella. El bostezo, siempre primero, sus manos frías. Ese aire de sueño perenne que convertía cada momento en un sereno domingo por la mañana, ignorando que las tardes son muy propicias para las despedidas. Aunque los adioses de verdad empiecen con los amaneceres. Quise curarla, lo juro. Empleé buena parte de aquel amanecer que fue de brasas en lamer todas sus heridas, pero fue en vano. Después de las palabras que derramamos volvía a tener las manos frías, y todas sus cicatrices sangraban.

Una hora después de llegar espero pacientemente en la acera mi turno para jugarme la vida en un asfalto por el que circulan, sin pudor ni conciencia alguna, un glosario de vehículos y animales cuya única norma y objetivo es avanzar. Imposible explicarle a los burros qué significa el rojo ceniciento del semáforo cuando el que lleva las bridas no lo sabrá jamás. Ahora que no hay camiones y en un choque contra un coche estoy seguro de ganar, ahora que petardean motos de hace un par de siglos que parecen toser mientras se acercan es el momento de cruzar. Pero es ahora, justo ahora, cuando me asalta la duda de saber si fue ella quien me habló de Marrakech o fui yo quien lo soñé. Quizá nunca hubo polvo rojo bajo sus pies. Quizá sí que lo compartimos, en realidad. De cualquier manera, no hay vuelta atrás. Con el primer escalofrío de esta nueva visita gano con pasos ligeros la plaza de Jamma el Fna y me preparo para la rudeza del zoco: manos en los bolsillos, mirada perdida, pocas ganas de hablar. Rodeo a los encantadores de serpientes que me parecen de todo menos encantadores, y vuelvo los bolsillos del revés para que el mono que se me acerca sepa que aquí no hay nada que rascar. Me mira casi con pena, y a punto estoy de preguntarle si la ha visto, porque si la ha visto seguro que la recuerda, es imposible de olvidar. Pero entonces me acuerdo de que si lo hago, el mono y el tipo que hay al otro lado de la cuerda van a querer unos dirhams, y aunque te hayan visto me van a tratar de engañar.

Puedes estar en cualquier parte. Lo sé, pero eso no me desanima, más bien al contrario; ni siquiera sé si estás aquí y esa remota opción de cruzarme contigo entre miles de posibilidades me mantene alerta. A pesar del tiempo transcurrido reconozco el zoco, siempre un lugar desconocido. Mientras sorteas el río de gente son los olores los que te empujan, los colores los que te observan a ti. Sin saber cómo uno pasa del olor pardo de la piel de los bolsos y maletas al intenso verdor de los tintes naturales con los que se da color a unas sedas que te acarician la cabeza cuando pasas por debajo, y que no amortigua el bullicio de vendedores que te llaman, de turistas que regatean en busca de un precio justo en una ciudad injusta, del ciego que predica en voz alta y con el bastón en la mano, la otra extendida por si compras una plegaria por tu salvación con un puñado de dirhams. Pero no estás. Era lo más probable y aun así me desalienta. Detrás de los pañuelos que cuelgan no están tus ojos castaños, la vela de una de las lamparitas metálicas no se apaga en tus manos frías, no encuentro entre la montaña de sabores el sabor de tu pelo negro. La primera noche caigo rendido en el riad, pero la segunda vuelve a ser de duermevela, como todas desde que no estás. Cuando cierro los ojos asoma tu bostezo y a partir de ahí no te puedo parar. La noche es tuya desde ese momento.

Al tercer día compro un bolso grande para meter todo lo que te dejaste cuando te fuiste, básicamente a mí. La ciudad mantiene su excitación diaria porque cada mañana aterrizan nuevos turistas que llegan a Marrakech Menara como sangre limpia al corazón que es la ciudad, que los bombea por todos sus rincones y callejuelas y los recoge a la noche, exhaustos, sabiendo que por la mañana tendrá rostros nuevos que filtrar. Pero para mí, ya se ha acabado. Liquido mi cuenta en el riad y negocio un taxi al aeropuerto: treinta dirhams a cambio de que se juegue mi vida tantas veces como uno se la pueda jugar. El taxista acepta y el viejo Mercedes no para nunca hasta que se encuentra junto a la marquesina de entrada y hemos dejado atrás dos camiones con hambre y unos caballos que se han llevado el susto de su vida, además de la jauría de motos de rigor. En el aeropuerto, sello el billete de vuelta a Madrid y brindo por ti en el país de los extremos con un vaso de zumo de naranja. Relleno los impresos y recuerdo que en los de entrada mentí, porque puse que venía por turismo y en realidad vine a buscarte. Miento de nuevo en mi profesión y minutos después dejo el abrigo del aeropuerto para caminar por la pista con los ojos entrecerrados por el viento, mientras intento llegar al avión. Levanto la vista para observar cuánta gente deja atrás Marrakech y en el otro lado de la pista veo otro avión, otro reguero de gente, otra próxima salida.

Y en los últimos peldaños de la escalera de la puerta delantera estás tú. El pelo suelto, el pañuelo al cuello. Los ojos con ese aire de sueño tan de domingo por la mañana. Te paras un segundo y bostezas, y por primera vez en mucho tiempo mi memoria te conjuga en presente. Y cambio el pasado por el futuro, y el bolso de tu ausencia que compré el último día es ahora una maleta que llenar de cosas para ir a buscarte.

Porque si ambos hemos estado aquí, quizá haya una opción de encontrarte. Porque quizá, como Cortázar, y perdóname la osadía, yo pueda llenar mis días en busca de la Maga. Porque ahora Marrakech es, para mí, la ciudad más acogedora del mundo.

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