Cuando se habla de la importancia de la cultura se suele echar mano de las grandes palabras, de esas que flotan muy lejos de los intereses terrenales y apelan al alimento eterno de las almas. Parece que alguien que se dedique a escribir sólo tiene que pensar en la inmortalidad de su obra, a la que tiene que dedicar todos su esfuerzos y experiencias. No debe pensar en su precio, en lo que esa obra puede procurarle, en sus condiciones de vida en una sociedad concreta, porque en ese caso pasaría a la categoría de escritor barato, como los autores de best seller, una especie de secta de mercenarios que no merecen ningún respeto porque han traicionado algo esencial.

Esto puede convertirse casi en una ideología en muchos escritores jóvenes, que van de auténticos y admiran a todos los malditos del mundo. El escritor bohemio, atormentado, arruinado, pero eso sí, sublime sin interrupción, es un icono que todavía fascina y parece que la calidad de una obra va indisolublemente unida a esa experiencia que sobre todo es un brindis a la posteridad, como si su reino no fuera de este mundo cruel, corrupto y codicioso.

Sin embargo la realidad de las vidas suele ser otra. Todo el mundo precisa prosperar con su trabajo, al menos poder vivir dignamente con él si tiene un valor, y basta leer las cartas de Rimbaud a su hermana para vislumbrar que quizá la imagen que nos ha llegado de él no compensó el sufrimiento de la única vida que tuvo.

 

 

En una sociedad civilizada y con un mínimo aprecio por la cultura, el creador de cualquier género, puede poder ganarse la vida con su trabajo. Escribir un libro es un esfuerzo ingente que, además, no puede hacerse en cualquier momento, y que debe ser valorado al menos como cualquier otra mercancía. Para que esto ocurra tienen que existir leyes que lo posibiliten. Eso de que la cultura pertenece al pueblo o a la gente estaría muy bien si de la misma manera nos pertenecieran los coches o los filetes de ternera o la conexión a internet. Pero parece que esto no es así y no resulta muy justo que los creadores tengan que conformarse tan sólo con el prestigio.

En estos dos artículos puede verse el estado de la cuestión, sobre todo por qué Francia es una excepción cultural. Simplemente se invierte dinero y hay leyes que protegen a los que la crean.

“Como tantos otros escritores, Poe vivió agobiado por la penuria económica. Según asegura Bruce I. Weiner, un especialista que ha publicado una monografía sobre el autor —The Most Noble of Professions. Poe and the Poverty of Authorship, ed. Edgar A. Poe Society, Baltimore— el año 1841, en el que Poe estableció su récord de ganancias, apenas logró superar el nivel nacional de pobreza. A pesar de ser un autor relativamente popular, casi nunca conseguía que los editores le pagasen. ¿Por qué? Porque en los EE UU de aquellos días no existía una ley de copyright internacional. Eso quiere decir que los editores no pagaban nada a los autores extranjeros, por lo cual eran siempre los preferidos a la hora de publicar. Los nacionales, en cambio, casi debían agradecer verse en letra impresa y desde luego poco podían exigir como remuneración. Como aseguró el mismo Poe, “así no hay nada que hacer. Sin una ley internacional de copyright, a los autores americanos sólo les queda cortarse el cuello”. Y él se lo cortó dedicándose a los artículos siempre mal pagados de revistas, a veces dirigidas por él mismo, en un desesperado esfuerzo porque la más noble profesión fuese realmente profesión y no sólo noble…¿Les suenan a algo actual estas cuitas?

Décadas después, John Steinbeck afirmó que “la literatura practicada como profesión hace que las apuestas hípicas parezcan una ocupación sólida y estable”. Por su parte Cyril Connolly imaginó que los lectores a los que había gustado mucho un libro deberían enviar al autor una propina, “nunca menos de media corona ni más de cien libras”, como agradecimiento por el servicio y para completar sus magros emolumentos. A Poe no le alcanzaron tales beneficios en vida. La lápida de su tumba fue pagada, eso sí, por un admirador —Orrin C. Painter— y tras ella hay una placa memorial en francés de sus amigos de ese país, movilizados por Baudelaire. Pero cuando yo me acerqué a verla había también sobre ella, sostenido por unos guijarros para impedir que volase, un papelito en español firmado por María, estudiante de Rute, Córdoba, agradeciéndole los momentos de placer recibidos al leerle y rubricada por la marca de carmín de un beso. “Pour Poe!”, brindarían galantes los amigos franceses y yo murmuré ante la tierna revancha: “Poor Poe!”.

Fernando Savater “La profesión más noble”

 

 

“Antes, Lang tuvo otra vida: fue ministro de Cultura con François Mitterrand entre 1981 y 1993. Al frente de esa cartera, condujo una ambiciosa política dotada de un presupuesto excepcional. Cuando accedió al cargo, el Gobierno se gastaba 2.600 millones de francos en asuntos culturales; al abandonarlo en 1993, la cifra se había multiplicado por seis. Si el panorama cultural se ha convertido hoy en lo que es, sin duda es gracias a él (o por culpa suya). Lang se abrió a las nuevas formas de expresión, del arte contemporáneo al cómic y las culturas urbanas, y acompañó el cambio social que supuso la llegada al poder de los socialistas.

Lang no observa declive cultural alguno. “La política y la economía van mal, pero no la escena cultural e intelectual, que ocupan todos los rincones de la vida francesa. El nuestro es un país abierto y universal. ¿Existen otras ciudades en el mundo como París? Basta observar la cartelera de cualquier cine, las traducciones presentes en las librerías o los artistas que exponen en cualquier museo”, afirma. “Nos agrada que nuestra cultura viaje por el mundo, pero no nos gusta menos acoger la de otros lugares. Es eso lo que nos convierte en una cultura rica”. Lang está convencido de que la política cultural que fomentó, partidaria de un Estado fuerte e intervencionista, sigue siendo “más necesaria que nunca” ante la hegemonía del mercado y la dependencia creciente del mecenazgo privado.”

Alex Vicente. “!Vive la France!”

*La primera imagen es de Arman y los dos cuadros que ilustran la entrada son de Christopher Stott.

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