¿Quién o qué es el filósofo? (el Discurso del Metomentodo…)

 

“Nosotros no tenemos otra elección que entre vidas mediocres y pensadores locos. Vidas demasiadas sabias para un pensador, pensamientos demasiados locos para un ser vivo: Kant y Hölderlin”.

   Gilles Deleuze, Nietzsche de 1965.

 

Contra lo que se cree vulgarmente -e interesa mucho que se así se crea-, la Filosofía ha sido la más crudamente práctica de las actividades recurrentes del hombre occidental, mas no obstante en la actualidad se ha visto obligada a sobrepasar su propia especificidad llegando con ello a hacerse al fin completamente inútil. Que los filósofos están, por definición, vocación y profesión, locos de remate, como la gente sabe de sobra, eso no ha cambiado desde tiempos históricos, y no es más que lo previsible si nos percatamos de que utilizan para su oficio el mismo instrumento empleado para orientar la vida corriente (llámese cerebro, corazón, alma, o todo a la vez), impidiéndose en ellos la necesaria y natural disociación en la que incurre cualquier otro trabajador mentalmente sano. De manera que esta no es la cuestión a dilucidar ahora aquí -dado que además incide, aunque en menor medida, en otros colectivos tradicionales[1]-, como tampoco lo es el calculado desprecio que habitualmente los filósofos han devuelto al mundanal prójimo en canje de su acertada intuición[2], sino la necesidad en que se ven envueltos en estos balbuceos del siglo XXI de entrometerse en otras disciplinas para dar sentido a su supervivencia como instancia cultural consuetudinaria.

 

Al fin y a la postre, un filósofo es alguien que vive entre libros, teóricamente no para dar lugar a otros libros, pero esto es lo que sucede. También teóricamente, el literato, que sí alumbra otros libros, no escribe sobre la propia literatura, pero esto es asimismo lo que sucede. Ambos recaen así bajo la acusación de Leonardo da Vinci, cuando decía que aquellos que se basan en sus predecesores para acuñar su ciencia o su arte no son hijos, sino nietos de la naturaleza. Pero, al margen de esta subsidiariedad, de la que han hecho astutamente virtud en las últimas décadas, lo curioso del filósofo es que tiene como imperativo deontológico inevitable el juzgar con presunta independencia todo el espectro de saberes y prácticas que le rodean, lo cual podría llegar a ser hasta provechoso y deseable si no se llevase a cabo únicamente desde esa atalaya de libros en la que se encierra. En un mundo en el que Gutenberg y su invento hace prácticamente eones que ya no son el último grito de la técnica, y donde la capacidad de maltratar a nuestros semejantes ha alcanzado proporciones universales, allí está el filósofo comportándose todavía como un filólogo renacentista pero con el humanismo ya asaz pervertido y el tesoro clásico prácticamente exprimido…

 

 

La madre[3], el vecino y la sirvienta (¡faltaría más[4]!) del filósofo no sabrían ni por lo más remoto decir qué misas blancas o negras son las que prepara su congénere en bibliotecas, congresos y aulas, y lo más significativo es que ni él mismo suele encontrar las palabras más cuerdas para explicarlo cabalmente, y no por la falta de instrucción de sus seres cercanos, sino por la naturaleza misma de sus desvelos –de hecho, incluso instruidos, estarían al tanto de lo más o menos revolucionario en física, biología y hasta arte y políticas (considerando revolucionarias la “tercera vía” y cosas así, que ya es suponer), pero de la filosofía tan sólo conocerían ese posestructuralismo francés que ha hecho buena la afirmación de Paul Valéry de que “lo simple es mentira, y lo complejo, inservible”. Como el filósofo, hoy, tiene que estar a todo y a nada, y ser mucho más que filósofo -también tertuliano, genealogista, agorero y telegénico-, ya ni sus discípulos son capaces de seguirle, y a menudo se convierten en sus caricaturas.

 

El filósofo, en principio, debería ser un Sócrates, o, por lo menos, eso: una caricatura de Sócrates, el sabio prototípico.  Cierto “torpe desaliño indumentario”, como decía Don Antonio… cierto desapego por las seducciones omnímodas del dinero… cierta, también, fácil inflamación por los rosados encantos de la juventud ajena… y, en fin, esa encomiable predisposición a desperdiciar todo su tiempo, remunerado o no remunerado, en aclarar las cosas en apasionada tertulia hasta el alba, si fuera necesario. El propio Sócrates, seguramente, fue un bohemio avant la lettre, y, seguramente también, leyó menos y vivió más que sus sucesores, que le tienen en un pedestal más por la imagen que sus fervientes seguidores nos dieron de él que por sus propios méritos, que, sin duda, no debieron ser pocos. Pero el caso es que terminó ejecutado por orden del Estado, a diferencia, por ejemplo, de lo que le sucediera a Confucio en China un siglo antes, lo cual nos hace presumir que algo se traía entre manos que los atenienses no veían del todo con buenos ojos entre sus tejemanejes discursivos, tan antidemocráticos, tan disimuladamente radicales… Desde entonces, los filósofos, en efecto, usan o bien guante de seda para puño de hierro (usualmente los más auténticos), o, al contrario, guantelete de hierro para manecita de seda (los peores, los más falsos), en el sentido de que están y no están del todo con nosotros, la gente común, y parecen como estar en otro sitio, como si escondieran algún secreto, como jugando al despiste cuando en verdad se les ve preocupados por otros asuntos que, sin embargo, insisten en que tendrían ser los nuestros.

 

 

Pero nada de esto, aún consustancial a nuestra pregunta, debe confundirnos. Lo cierto es que si la Filosofía comenzó oficialmente en la platónica caverna, en seguida Aristóteles la sacó de allí y desde entonces sucesivas promociones de pensadores se han esmerado en hacer de la idea inicial una potente herramienta de control de la realidad ambiente. Es a esta estilización y como afilamiento creciente de sus armas a lo que han denominado “crítica”, y cada crítica venía a despojar a la filosofía precedente de la parafernalia todavía quimérica e ilusoria que pudiera albergar a fin de capturar más directamente la “esencia” de la cosa misma. Que, el cabo, tal esencia haya devenido finalmente también quimérica e ilusoria no ha sido más que el resultado inexorable de esa especie de afán demoníaco de los filósofos por apropiarse y manejar las cosas ya sin intermediario alguno, como quien dice cuerpo a cuerpo y a cuchillo -de Ockham, naturalmente-, algo por demás inquietante habida cuenta de que entre las cosas varias también se cuentan los seres vivos en general y especialmente los mismos hombres. Puesto que mercaderes, políticos, militares, usureros y resto de aves carroñeras que se llaman a sí mismos “hombres de acción”, son intrínsecamente desmemoriados, andan repartiéndose ingratos el botín espectral del mundo sin dejar para sus guías doctrinales más que el mantenimiento precario de sus puestos docentes. Pero hasta eso se encuentra ya en vías de extinción, por obra precisamente de tales “hombres de acción”, que han sabido aplicar tan contundentemente la Filosofía que finalmente ha dejado de serles útil.

 

No se puede negar, aparte, que la Filosofía es una excelente educación virginibus puerisque[5], al modo como lo es el jabón para asearse a fondo, pero nadie en su sano juicio sale luego enjabonado a la calle. Ojalá, desde luego, hubiese más Filosofía para los jóvenes, siempre que no pretendamos que se dediquen de por vida a ello. Pero que la Filosofía es un motor arrollador se muestra poniendo únicamente algunos ejemplos: Descartes propuso la matematización del mundo físico, Kant teorizó el primado de la Razón Práctica, Hegel justificó el Estado Moderno, Nietzsche habló, directamente, de la Voluntad de Poder… realmente, sólo un país que se ha educado en el nacionalcatolicismo puede entender la Filosofía bajo la imagen abstracta de la escolástica medieval. No obstante, el final de este cuento milenario es que el gremio ha retornado cabizbajo a la caverna, que es donde verosímilmente se han refugiado en el presente las formas platónicas (Platonismo al fin realizado: cualquiera de las muchas piezas de ingeniería que nos mueven es un prodigio de geometría objetiva, corpórea; cualquier estudio sociológico, psicológico o antropológico a los que se consagran ahora les savants es imitado instantáneamente por lo real y no a la inversa; y, en general, cualquier realización paradigmática del ente sólo encuentra su plena perfección entre las sombras de la Representación…).

 

 

Actualmente, la Filosofía genera ideales, el arte suntuosidad, y la ciencia utilidad, todo ello para quienes puedan pagárselos. ¿Y qué hacemos con la Razón -¡Logos!-, con la Sabiduría -¡Sophía!-, y, ante todo, con el Bien -¡To agathón!-? Bueno, si aun hay alguien que continúe persiguiéndolos en un planeta y una coyuntura en los que todo se dice controlado y a la vez todo sucede a capricho, en los que los riesgos se multiplican pero pocas veces para beneficio de nadie, y en los que Dios o la Naturaleza sólo vuelven en forma de parodia grotesca, le recomiendo modestamente que luche desde la humildad y contra la desesperanza, pero sin pasar necesariamente por la Verdad Metódica. La Filosofía sigue siendo la Reina, aún recluida en las Humanidades. Al igual que en ajedrez, se cruza en todas direcciones, se mueve por todas partes. Como poco, vigila la política que pueda hacerse en la ciencia a la vez que critica la ciencia que cree poder hacerse en la política. Acertemos a ponerla al servicio de los peones, y no del Rey. Su pasado estremece, en el doble sentido del verbo: prácticamente no hay nada que no haya sido pensado en Occidente, como tampoco nada que no haya sido “aplicado” del modo más terrible. La alternativa, el ya no pensar más que lo que concierne a la vida económica o al espectáculo de turno, bajo el argumento de que “todo lo demás no son más que ideologías, y cada uno tiene la suya”, conduce a lo que escribía ese filósofo no muy olvidado pero poco citado, Max Horkheimer, al señalar que el todo de un concepto de ideología global e indiferenciado acaba en la nada. Que es lo que viene a decir, de otra manera (muy socráticamente, por cierto, pero del Sócrates bohemio), una grave gracieta anónima:

Antes tenía dudas; ahora ya no sé.

 


[1] Como los cantantes líricos, que hablan con el mismo órgano con el que se ganan la vida, o las señoritas de alto y bajo alterne, para las que vale decir lo mismo con su piel, o cualquier otra ocupación en la que haya que hacer consciente y activo lo que en la mayoría es inconsciente y vegetativo, es decir, en la que la propia integridad personal o parte de ella se identifica con el oficio y viceversa. No importa demasiado, en cualquier caso, porque ya dijo Woody Allen (Stardust memories) que los intelectuales sólo se matan entre ellos, igual que los cantantes “divizados” y esas mujeres de la vida, por lo cual, salvo notorias excepciones, su manía no acarrea en lo inmediato grave peligro social ni suele conllevar internamiento. Distinto es considerar las consecuencias en lo mediato e histórico de la presencia de unos individuos que, por así decirlo, impostan siempre el discurso como si fuera su voz.

[2] Ejemplifiquémoslo en Kierkegaard cuando despachaba a todo aquel que no compartía sus enfermizas obsesiones con la calificación de “pobre de espíritu”. En efecto, él sólo tenía espíritu, el pobre, y reventón en la chepa.

[3] La de D´Alembert dijo que filósofo es alguien que “se atormenta en vida para que se hable de él después de la muerte”, dictamen que sigue siendo exacto pese a la tendencia académica desindividualizadora del pensamiento actual.

[4] Sin mano de obra servil a su entera disposición, bien pagada, bien en propiedad o bien por amor -cada uno establezca la diferencia-, no hay filósofo que se precie, como ya proclamaron abiertamente los griegos. El propio fundador del comunismo tuvo tratos más que estrictamente domésticos con su criada, aunque ésta defienda la presumible incoherencia de su amo en La saga de los Marx de Juan Goytisolo –justamente porque es de los pocos casos en los que  la causa a la que está entregado es inteligible para ella, o eso se figuraba. Umberto Eco cuenta cómo su chacha creía de verdad que el semiologo había leído los cuarenta mil volúmenes de sus estanterías: lo que nos preguntamos es cual era su interpretación del para qué. También el nobel de Juan Ramón Jimenez se debe materialmente a su esposa. La excepción más ilustre a este proceder es, como casi siempre, la del discreto Spinoza. La filosofía es sacrificio, sí, pero del allegado…

[5] “A los niños y a las doncellas”, título de una bella recopilación de ensayos de R.L. Stevenson en Alianza LB.

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