Un tal Méndez

Hay historias que me gusta imaginar que ocurrieron. Un hombre es de familia humilde, le toca vivir una larga postguerra en un barrio obrero de una ciudad grande donde ocurren muchas cosas, algunas bastante oscuras, que se le quedan en la memoria para siempre y le dan impulso para tratar de prosperar. Con el tiempo consigue estudiar en colegios religiosos de la época,que le dejan algunos estigmas, y por fin se licencia en Derecho desde donde se acerca al periodismo que le aporta más conocimiento de la ciudad en la que nació, de como funcionan algunos de sus turbios asuntos, de las apariencias que engañan y de todo lo que hay detrás del escenario.

 

Pero desde la infancia tiene también otra vida paralela: le gusta narrar historias y desde muy joven lo consigue de muchas formas, en un tiempo con censura que le obliga  buscar distintos caminos de contar lo que quiere o lo que le divierte o lo que puede vender para ganar el dinero que necesita para pagarse los estudios. Pasados los años consigue ser un escritor reconocido que se puede permitir escribir hasta muy entrada la vejez, mientras disfruta de tener un hijo escritor con el que no se lleva del todo mal.

 
Francisco González Ledesma respondía bien a ese perfil. Hijo de un mozo de almacén y una modista nació en 1927 y conoció la Barcelona de la postguerra desde un barrio obrero, Pueblo Seco, que es el universo de Méndez, el policía derrotado, sabio y sentimental que aún es capaz de defender las causas en las que cree a pesar del riesgo, de sentirse viejo y de presentir que todo puede estar perdido de antemano, porque la vida es injusta y suele estar amañada o simplemente el azar dispara a bocajarro y todo se acaba demasiado pronto y la soledad, al final, hace que la esperanza se disuelva lentamente en la desesperación o en el olvido.
 
Méndez que, de alguna forma, tiene mucho que ver con los héroes solitarios de las novelas del oeste de Silver Kane que nunca faltaban en los kioskos de la infancia y en los que muchos comenzamos la pasión por leer. También guiones de historietas o novelas románticas con otros pseudónimos.
 
Muchas formas de hacer literatura para un buen escritor que hoy ha muerto a los 88 años.
 
 
 
LA SERPIENTE VIEJA

—¿Pero tú crees en la Justicia, Méndez? —le preguntó su superior, el comisario Piris, en aquel despacho de la parte trasera del edificio. Era un despacho tronado en el que apenas entraba la luz, y Méndez lo llamaba por eso «el cuarto del sol menguante».
—¿Tú crees en la Justicia? —repitió Piris.
Méndez se encogió de hombros, como hacía muchas veces cuando le planteaban una pregunta que no quería contestar. Sus ojos fueron un instante hacia la mortecina luz de la ventana, y entonces Piris se dio cuenta de que había en ellos algo que no era habitual: por un momento pensó que esa ha de ser la mirada de las serpientes cuando se hacen demasiado viejas y se quedan quietas para morir en un rincón. Pero eso no tenía sentido, tratándose de Méndez.
Bueno, con Méndez no siempre las cosas tenían sentido, pensó el comisario.
—Tú has sido siempre compasivo con los pequeños delincuentes, Méndez —siguió diciendo en voz baja—, los chorizos de segunda división y los perdidos de la calle, o al menos has intentado comprenderlos. Pero tú has tenido hasta ahora unas cuantas cosas sagradas, Méndez, maldita sea tu estampa. Tú nunca has perdonado una violación. ¿A qué viene, pues, lo que has hecho ahora?
—¿Qué he hecho? —preguntó suavemente Méndez mientras apagaba su cigarrillo y lo dejaba para el día siguiente—: ¿qué?
—Pagar la fianza para que el Cansinos salga de la cárcel. Tú, que siempre has estado a la última pregunta, vas y pagas la fianza. Un tipo asqueroso que violó a una niña de catorce años y por poco la mata… Violó a la hija del Paredes, un vecino de toda la vida en el barrio… Trincan al Cansinos después de la marranada y tú vas y pagas la fianza para que salga. ¿Pero qué te pasa, Méndez? ¿Eres o no eres el mismo? ¿Te ha dado el télele?
Méndez, viejo policía de los barrios bajos, investigador de meublés sin clientes, pensiones sin nombre, restaurantes sin cocina, esposas sin marido y bares sin agua, miró el balcón en el que moría la luz y susurró:
—Vaya tío, el Paredes, ese vecino de toda la vida… una vez abrió a un hombre en canal y cumplió varios años por eso, pero no le sentaron mal del todo, porque salió más gordo y la familia lo acogió como a un héroe. Esas cosas suelen pasar, comisario, suelen pasar, y usted lo sabe. Y ahora, por los rumores que he oído, está reuniendo a esa familia para vengar a la pequeña. Menuda tropa, sobre todo mandada por el Paredes… Recuerdo ahora a un primo al que echaron de la Legión por demasiado bestia, y a ese, como es el más dulce de todos, le llaman «El Poeta». Sí, eso…, una familia tranquila.

Volvió a tomar el cigarrillo entre sus dedos, como si pensara que después de ahorrar en todo lo demás (platos de buena cocina, licores de buena marca, mujeres de buen culo), no valía la pena ahorrar encima en tabaco. Lo encendió.
—Una familia que da gusto —remachó.
—¿Y a ti que te importa, Méndez? —masculló Piris—. Además, te he hecho una pregunta: ¿por qué has pagado la fianza? ¡Contesta!
—No tenía dinero —contestó entonces el viejo policía—. He tenido que pedir un préstamo.
—Razón de más, cojones. ¿Por qué?…
Méndez, siempre mirando al vacío, contestó con otra pregunta:
—Quizá yo haya terminado por no creer en la Ley, comisario. Quizá pasa que ya no creo en la Justicia de hoy día, pero sigo creyendo en la voz de la calle. Dígame… ¿Qué le ocurrirá al Cansinos, el violador, después de que lo juzguen?
—Pues no sé… Si quieres que te diga la verdad, más pena me da la pobre niña, que se ha tenido que ir con unos parientes, fuera de Barcelona, para que no la señalaran los vecinos y para que no se viera que casi tiene que andar de costado, después de lo que le hicieron… Pero esa es una cosa que yo no puedo resolver, claro, y además me has hecho una pregunta. ¿Que qué coño le pasará al Cansinos? Bueno, exactamente no lo sé. Lo condenarán, claro. Seguro que en el juicio van a salir unos siquiatras diciendo que el Cansinos no es culpable porque al violar a la nena compensaba unas frustraciones de su niñez, y porque su madre le pegaba para que se durmiese, y no sé cuántas hostias más. Pero de todos modos lo condenarán. Le pueden salir doce años o menos. Claro que con la buena conducta —que eso sí que todos los violadores la tienen— y con unos estudios que se invente —hay algunos que estudian las técnicas del juego del parchís—, la condena se le reducirá muchísimo. Con eso de los permisos, a los tres años puede salir una tarde y tomarse un café al lado mismo de donde viven los padres de la nena. No sé, Méndez. Tampoco es cosa nuestra.
Y añadió, porque cada vez le gustaba menos la mirada de Méndez:
—¿Y tú quieres que salga todavía antes? ¿Por qué cojones has pagado la fianza?
Méndez se puso en pie y miró por la ventana. En sus ojos, pensó el comisario Piris, estaba la luz turbia de las calles, los pisos pequeños, las ventanas desde las que una niña siempre mirará al vacío. Maldita sea, no es bueno que en los ojos de un hombre palpite una luz así. O que en ellos estén el cansancio y la astucia de las serpientes viejas.
—No me has contestado, Méndez.
—Bueno… Supongo que lo he hecho por lo que usted piensa, comisario. Porque no soy más que un cabrito.
El comisario le miró aturdido, mientras Méndez se alejaba.
Pensó por un momento: «¡Ese viejo mamón es capaz de todo! ¿Y si lo ha hecho para que la familia de la niña pueda encontrar al Cansinos en la calle? ¿Para que sepa la hora exacta en que lo van a soltar?».
Definitivamente, Méndez, el policía tronado, el sin porvenir, la serpiente vieja, el que ya no creía en nada excepto en la voz de la calle, era capaz de eso, pero…
El comisario Piris no se atrevió a seguir pensando.Francisco González Ledesma.  “Méndez”
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