In memoriam Antonio Álvarez Álvarez

Sin explícitamente buscar un comienzo (agresivo) de un texto (agresivo), quizá muchos no sepan lo que significa escribir en realidad. Al verdadero significado, quiero decir, de lo que supone hacerlo en su esencia más creativa al margen de una simple acepción. Cierto es que son legión los que piensan saberlo y que, otros tantos, en un número menor que los primeros, todos ímprobos eruditos o memos cuya pedantería sólo se encuentra a la altura de su estupidez, es cierto, conocen al dedillo la definición que de escribir y de escritura figura al pie de la letra E minúscula del diccionario, véase, por ejemplo, de la Real Academia de las letras, española o no, cuyo entretenimiento principal, además de la comodidad de sus sillones y de su encuerado tapizado, se sustenta en el exhaustivo aparcelamiento del lenguaje. La definición, por ende y naturalmente, delimita el contorno y el significado contenido al que hace referencia la palabra en cuestión, pero si bien la ilustración se realiza dentro de un contexto de mayor amplitud al de la misma palabra, no deja por ello de establecer una serie de precisas restricciones que circunscriben escrupulosamente su significado, sin lugar a circunloquios o vaguedades que dejen abiertos diferentes caminos que la circunvalen, o vericuetos alternativos que den lugar a otras posibles acepciones no consensuadas por las más altas instancias académicas. Así, la definición, se comporta como una especie de correa o cadena, una suerte de cárcel sin resquicios de la que la palabra y su esencia, amén de su valor intrínseco, allí recluidas y estrictamente especificadas, no pueden escapar, a pesar de su voluntad y, en mayor o menor medida, de la de su posible, y más o menos creativo, usuario.

 

Ugo Mulas

Hace tiempo, sin saberlo, fui copartícipe de un hecho de esos a los que no se le atribuye importancia alguna en el mismo momento en que sucede, y que, sin embargo, años más tarde, más o menos ahora o en un tiempo cercano al de ahora y por tanto incierto, me sobrevino durante una reflexión que quizá poco, o tal vez nada, tenía que ver en absoluto con la procedencia y quizá también con el significado de dicho recuerdo, que es lo mismo que decir, que gracias al inextricable funcionamiento de la mente y sus mecanismos de correlación conductivista, brotó fuera de todo contexto posible. Todo se originó durante el trascurso de una cena; una de esas cenas entre viejos amigos que celebran un reencuentro periódico, y cuya amistad ha supervivido al silencio y la distancia, que charlan con la misma franqueza de siempre sin que el ambiente y la conversación resulten descontextualizadas y bordoneadas de silencios incómodos que minen el buen fin de la reunión. Siendo sincero, no soy capaz de reportar la naturaleza ni el contenido, siquiera aproximado, de dicha conversación, pero guardo el recuerdo de que sucedió como esa clase de cosas que se dicen en una tertulia cualquiera en la que se habla y se sigue hablando, en la que se abunda y se divaga, en la que, en un momento dado, un momento cualquiera y quizá inopinado, tu atención se distrae, porque uno tiene sus pensamientos al margen de la conversación o porque la conversación en que te hayas es, y lamentablemente sientes decirlo, y lo lamentas porque estás entre amigos, gente a la que tienes en consideración, y con la que, en el fondo, si bien quizá no alcance el rango de interesante, deseas pasar una velada agradable, decía la tertulia es, lo que coloquialmente es conocido como un verdadero tostón, un dechado de futilidad mundana que bien te adormece, o te hace hervir la sangre por la inanidad de su mensaje, pero no es posible, en ese momento ese ideal de agrado que quieres compartir no lo es, y sientes la necesidad de desconectar, de parentizar (poner paréntesis al) ese instante y dejar de someterte a ese decálogo de puerilidad, pero tu amigo, tu querido amigo, por lo demás un tipo sensible y de buena conversación, que no se ha advertido de la cronicidad de tu desinterés o de tu necesidad reflexiva coyuntural, o bien, y por el contrario, en el fondo sí lo ha hecho, sí se ha advertido, pero le resulta indiferente y lo ha soslayado, porque para él su relato es de una importancia, digamos trascendental, y considera que es principal continuar desarrollándolo, y así sigue hablando, su charla es inagotable y, por desgracia, y aunque la desgracia podría ser coral y por tanto repartida y, de este modo, menos desgracia, te ha elegido a ti, penosamente a ti, ya por que guarda cierto respeto a tu criterio o porque que en realidad, esa noche, en la mesa sólo estáis él y tú. Los dos. Solos. En esta ocasión que ahora recuerdo, este amigo al que me refiero, me dijo, alumbrado por el cirio de una copa de vino, y cito, más o menos en paráfrasis, que, en la vida, Rafaelito (y dijo Rafaelito porque así solía llamarme), todo son matemáticas. Que las matemáticas están en todo. Que lo eran todo, era, lo que mi amigo, finalmente, quería decir con su afirmación aquella noche. Aceptas, cenando o después de la cena, en los postres, en los cafés, quizá y con suerte, espero, sujeto a una copa de buen oporto, el mejor vino de oporto que tuviesen, asintiendo con la cabeza y realizando denodados esfuerzos por llamar la atención del camarero a fin de insertar una conveniente pausa dramática que significase la interrupción, con suerte definitiva, de los prolegómenos y el inminente desarrollo demostrativo, de la teoría de mi amigo. En cualquier caso, sé que lo que dijo, me lo dijo hilvanando una espesa fumarola nacida de las cenizas del corazón de un puro, y tal vez porque a los amigos no siempre se les da la razón y casi siempre has de quitársela, ya por sistemática práctica, ya por el divertimento que prorrumpe de una buena polémica que se sustenta sobre los permisos de la confianza que telonea la amistad, a veces comprendes que, simplemente, lo más conveniente es ser amable, porque el sueño de la razón, además de locos, también auspicia y crea borrachos, también buenos amigos, es cierto, y uno sospecha que la avidez o el morbo del conocimiento, en ocasiones, lo conducen a uno a dejar que el sedal corra desenvueltamente en el carrete, creando así una especie de ilusión de falsa libertad, ya al atún o al merluzo que, exhortado por la euforia y el éxtasis de pensarse en libertad, lo hace conducirse por lugares que el primero, confiado de sí mismo, ni siquiera sospecha. De este modo, el merluzo o el atún en cuestión, para el caso que nos ocupa, mi amigo, realizaba una reflexión de sobremesa tras deglutir una opípara cena, cuyo sufragio, a pesar de mis objeciones, y quizá este punto en particular pueda ponerse en cuarentena por la exigua cuadratura de mi balance de gastos e ingresos de entonces, cayó de su cuenta. Cabe decir, y es del todo conveniente así apuntarlo, que, a pesar de que es cierto que entonces no tuve en consideración su teoría, es éste y sólo éste, sin embargo, el único recuerdo que conservo de toda la cena y su larga y noctámbula sobremesa que, con toda probabilidad, se adentró largo trecho en los acrapulados proscenios de la madrugada.

enrico natali

Llegados a este punto, y estableciendo como punto de partida la lejana aserción de mi amigo, cabe decir que, en lo que puede considerarse como un arranque de lucidez tardía, he comprendido que, cuando menos, la aplicación de dicho enunciado a la vida y su cotidiana vivencia no es, extrañamente, para nada disparatada. A pesar de mi negativa inicial y de mi más que posible desdeñosa burla subsiguiente, reflexionando sobre aquella afirmación que ahora volvía a mí, caí en la cuenta de que me encontraba delante de lo que para cualquier escritor o artista de cualquier disciplina imaginable, le resultaría, con toda seguridad, de una concepción execrable. Porque mi viejo amigo tenía razón. En el fondo la tenía. Puede que más que en el fondo. Les guste o no. Algo parecido sostenía, creo haber leído, Julio Cortázar en unas clases magistrales de literatura que dictó en la universidad de Berkeley a principios de los años 80. El lenguaje es así. Así es la literatura, también. Escribir. Al igual que sucede con los números, las palabras están todas ahí. Cada una con su significado asignado, con un sentido concreto. Mucho. Las utilizamos cada vez que queremos decir algo empleando combinaciones de ellas más o menos acertadas, más mostrencas o brillantes, según el caso. Así sucede también con la literatura y, aunque los poetas lo nieguen por defecto o por el mantenimiento virginal del prurito romántico rehúyan aceptarlo, el hecho es que así sucede también con la poesía. Nada más lejos, más distante la una del otro, piensa uno, que las ciencias del mundo creativo de las letras, en el que la imaginación no pone coto ni tiene límite alguno a sus procesos conceptivos. Aunque, puestos a cuestionar, cabe la posibilidad, de que eso sea únicamente una apariencia, un velo decorativo tras el que se esconde una verdad, menos romántica, quizá, más cruel y vulgarizante, sobre todo para escritores y poetas y demás suerte de actores de las distintas disciplinas artísticas, que sostienen la naturaleza de sus convicciones relativas a su vocación, en afirmaciones de carácter, digamos, más inconcreto, y que confían en la genialidad y la inspiración como únicos instrumentos de uso vehicular para dar rienda suelta a sus creaciones periódicas. En foros matemáticos, creo, el hecho de la no limitación, recibe la definición bajo el término de infinito. Por ende, cuanto más creativo es, o inspirado está un individuo, puede decirse, probablemente, que más tiende al infinito. Del mismo modo, los más grandes escritores de la historia universal de la literatura, deben considerarse como avezados matemáticos que en un momento determinado de sus vidas, decidieron dejarse llevar por una irrefrenable pulsión y seguir los designios de los impulsos que pensaron más cervales y, de este modo, han guiado sus destinos por los senderos de la imaginación adentrándose en mundos inventados. Es una razón. Sentimental, pero razón al fin y al cabo, porque en realidad estos hombres y mujeres, novelistas, ensayistas y poetas, se equivocaron de raíz al no saber identificar y adecuar sus destinos al mundo de las ciencias, donde sin duda, y de habérselo propuesto así, podrían desarrollar todo su potencial y efectuar una valiosa labor en el desarrollo de teorías y teoremas que, enfrascado en mi propio principio de incertidumbre, ni siquiera soy capaz de imaginar. Son los grandes escritores, matemáticos mimetizados y armados con plumas y máquinas de escribir o teclados inalámbricos que, deliberadamente, han obviado calculadoras científicas y ábacos. Sus libros, las mínimas novelas realmente ejemplares, los poemarios que trascienden a las modas y el tiempo, no son sino otra cosa que pura matemática, ciertamente ejercicios de combinatoria avanzada, en que su manipulación del lenguaje, y por consiguiente, de las múltiples posibilidades que éste ofrece, resultan de una audacia sublime, y que los más de los humanos no pueden siquiera ser capaces de tener en consideración. Los más críticos, como yo entonces, rechazarán por defecto esta afirmación, desdeñándola con un bufido que contraerá las aletas dorsales de su nariz, pero lo cierto es, que nada diferencia a estos memorables escribanos de los matemáticos de mayor prestigio, nada a las grandes novelas o poemarios, de las grandes ecuaciones y sus intrincados sistemas. ¿Son distintas acaso, los Crímenes y el castigo, Hamlet, Los miserables, Los cien años de soledad o el Arco iris de la gravedad, de las ecuaciones de Maxwell o la entropía de la información de Shannon o de la ecuación de Schrödinger o el teorema fundamental del cálculo o de la distribución Gaussiana? Lo son. Sí lo son. Son diferentes. Pero no lo son en absoluto. Números sustituidos por palabras. Palabras acertadas. Frases acertadas. Pasajes, capítulos enteros memorables. Constantes y variables, al fin y al cabo. Sustitución de incógnitas. Cálculos y resultados acertados. ¿Qué es la inspiración sino audaces y arriesgadas combinaciones y desarrollos formulísticos donde el escritor se arriesga tratando de encontrar un resultado inédito hasta entonces, probando a desafiar los cálculos de probabilidades conocidos? Elija cualquier novela que desee y se dará cuenta de que hasta el último de sus capítulos está compuesto a base de una sucesión de interpolaciones, progresiones, algoritmos, simplificaciones, teoremas, funciones, indeterminaciones, conmutaciones, límites, datos, incógnitas, una conjugación más o menos acertada de variables y constantes que conforman la naturaleza y la personalidad y los cambios que experimentan los personajes, cuyo significado global, inequívocamente, anhela la exactitud de la arquitectura sistemática que el malogrado matemático y feliz escribano ha dispuesto en su imaginación para el disfrute del lector. La aspiración a la originalidad del escritor-matemático y su inherente inspiración, se apoyan exclusivamente en su capacidad para interpretar la realidad y sus recuerdos, y en poner en práctica un proceso de conversión que tendrá un mejor resultado cuanto mayor sea su conocimiento de las palabras y la profundidad de su significado, así como la capacidad que demuestre para realizar combinaciones semánticas sobre un tema dado. Las palabras, como los números lo están para el matemático, están a su completa disposición, y su exhaustivo conocimiento, así como la perseverancia y el esfuerzo que el individuo demuestre para su desarrollo, jugarán en su favor probabilístico a la hora de escribir o desarrollar o formular o demostrar una nueva novela, poesía, ensayo o teoría. Así, el escritor se dispone a alumbrar lo que en su cabeza se gesta a partir de una unidad mínima de pensamiento, una pequeña idea a partir de la cual va orquestando un sistema echando mano de los conocimientos de los que dispone a su alcance, realizando las combinaciones que cree, aunque en realidad piensa, más acertadas, las que le parece que mejor encajan con los cálculos que resuenan en su cabeza y a los que, como puede, trata de aproximarse a través de un trasunto de operaciones. El escritor armoniza con la intención única de su beneficio. La estrategia que propugna, se sostiene sobre la urdimbre de su acervo cultural y la educación recabada, de sus vivencias, de los datos que está dispuesto y está en disposición de obtener, y en la traducción intencionada que de las mismas realiza para la ocasión, a la hora de realizar la demostración magistral de su teorema. Su novela será en sí misma una ardua investigación, la puesta en práctica de los metaconocimientos que en realidad posee, los estratos que subdividen su ilustración, y que llevado por la intuición y por los resultados parciales de los cálculos y combinaciones que va obteniendo a partir de operaciones en esencia elementales, le permiten continuar con el desempeño de su labor y aproximarse a su meta a través del cálculo infinitesimal. Por su parte, al igual que el lenguaje, las figuras estilísticas, el sistema numérico y sus operaciones matemáticas de cálculo y probabilidades, la realidad está a su entera disposición, rodeándolo todo el tiempo, esperando ser tomada, aun si en fracciones de mera percepción logarítmica. Su sensibilidad y el desarrollo de su percepción, condicionado por todo tipo de variables adverbiales, le permitirá, sin duda, una aproximación, si bien siempre sesgada por la propia óptica de sus valores, a las realidades cercanas, y podrá asumir cuestiones o conocimientos que hasta entonces le han sido vedados, sea por desinterés, mera incultura o porque, y éste suele ser el común de los casos, precisamente por su proximidad, y por tanto, por falta de la perspectiva necesaria, no ha sabido percatarse siquiera de su presencia. La vida entera y el mundo que la protagoniza están ahí afuera esperándolo. Cada persona, unidad mínima del ser humano, es un ejemplo de mundo parcial y subjetivo, de comportamiento y conducta arbitraria e intencional, y se convierte de esta manera, en una posibilidad que utilizar en caso de necesidad del sistema novelístico que el escritor ha comenzado a desarrollar y cuyo resultado final, demuestre la razón de su teoría. Y está bien, supongo, si la combinatoria literaria la tomamos como un juego, un juego de audaces capacidades al servicio del entretenimiento y la demostración. En 1980, en la Universidad de Berkeley, y ante un selecto grupo de estudiantes, el escritor Julio Cortázar mostraba su escepticismo al ser preguntado acerca de la obra del también escritor, George Perec. Quizá escéptico figure aquí sólo como un eufemismo, y en aquella tesitura, Cortázar se limitó a dar una fría respuesta a una pregunta que de todos modos contestó. Julio Cortázar dijo notar que en la literatura francesa de ficción de los últimos años, había aparecido una sustitución de la profundidad real por búsquedas a base de ingenio y de recursos retóricos, y puso como ejemplo el escamoteo de la letra e en el libro titulado ‘La disparation’, del ínclito George Perec. Novelas, seguía Cortázar, donde el escritor no tiene gran cosa que decir y lo sabe, y que por ello adopta un determinado mecanismo que hace articularse a la parte lúdica. En el fondo, Julio Cortázar tenía razón. Toda la razón. Pero, esencialmente, se equivocaba. Los experimentos de George Perec, de Queneau, de Italo Calvino, todos ellos integrantes de la escuela OULIPO, e incluso en España, en la figura de Enrique Jardiel Poncela al escribir relatos lipogramáticos como ‘Un marido sin vocación’ o ‘El chófer nuevo’, son ejercicios literarios que requieren de una sesuda combinación de variables mucho más limitada que la que la combinatoria lingüística permite. Así vieron la luz la literatura Recurrente, la literatura Definicional y la literatura Combinatoria, subdesarrollada en parte por la literatura BiLatina, la poesía Factorial y los poemas de Fibonacci, y también el método de traslación léxica S+7 y cualquiera de sus variantes numéricas de la fórmula inicial. Es por ello, que a pesar de la complejidad de la ecuación propuesta por Perec, por Queneau, por Jardiel P. y Calvino y otros tantos y anteriores, las posibilidades finales del mensaje, las metaposibilidades, si se quiere, son también menores, proporcional y cuantitativamente menores, porque son también menores los recursos puestos a disposición del alquimista literario que consigue, en el mejor de los casos, realizar una demostración de su pericia y conocimientos lingüísticos, así como del tiempo libre del que goza para la elucubración ociosa, o de las limitaciones intrínsecas a su discurso. Es ejercicio habitual, el de que si los resultados obtenidos no responden a las expectativas creadas, el que los artistas, toda vez que han mostrado fehacientemente su incapacidad para destacar y convencer al mundo con su proyecto personal, refunden un nuevo discurso a través de una llamada de atención estrictamente basada en una reformulación de aspectos de carácter decorativo, véase, cambiando el feísmo del gotelé de la obra original por un elegante papel pintado. Son, en este caso, las formas y no el fondo, y por ello su elemental significado, las que cambian, como hecho consustancial de una respuesta cuyo único objetivo es el atraer la atención hasta entonces negada a través de una efectista prestidigitación. Es, por méritos propios, y no debe resultar extraño, que por este mismo motivo, en el caso de George Perec, en el de Calvino y en el de Enrique Jardiel Poncela o en el del mismo Queneau, que ‘La desaparición’, ‘Cent mille milliards de poèmes’, ‘Un Chofer nuevo’ o ‘Si una noche de invierno un viajero’, figuran, y sin duda, deudoras de esta metodología, entre los peores libros, si no los peores, de toda sus bibliografía.

No. Antonio no está, dijo la voz. SILENCIO. La voz dijo, ha muerto esta mañana.

Aquella no era la voz que acostumbraba contestar al marcar su número. No era la voz de Antonio. La voz del teléfono de Antonio. Tras un titubeo quebrado, la voz que estaba al mando del auricular del teléfono de Antonio no era la suya. La voz dijo que Toñito no estaba. Después, emergiendo tras un silencio obsceno, añadió que Toñito había muerto. Creo, dijo, que había muerto aquella mañana. Puede que la voz del teléfono de Antonio pero que no era la suya, la voz de Antonio, no dijese nada más. O sí lo dijo. Tal vez sí lo dijo. No lo sé. Colgué el auricular del teléfono o quizá se desenredó de mi mano y se precipitó hacia algún lugar del suelo. No creo que pensase en nada, al menos, no en algo concreto, con una forma definida que pudiese relacionarse con un aspecto intrínsecamente humano que pueda reconocer. El vacío se ahondó en mi estómago, tal vez en mi pecho, convertido en un agujero infinito, sin puertas, sin salida. Las noticias del parte meteorológico de la noche, avanzaron que las lluvias de esa tarde habían inundado varias calles del centro de la ciudad. Al parecer, el viento había conseguido derribar un andamio exterior de un edificio en reparación. El andamio se precipitó sobre la calle y fue a caer sobre un automóvil que esperaba la luz verde en un semáforo. El conductor del auto falleció, probablemente en el acto. Los bomberos consiguieron excarcelar a su hija de entre el amasijo de hierros que aprisionaban el asiento trasero del coche. La hija tenía seis meses. Otra parte del andamio alcanzó a un indigente que buscaba refugio bajo la cornisa del mismo edificio en reparaciones. Se desconocía su identidad. La noticia lo refería como el indigente, sin nombre y sin inicial mayúscula, también sin edad, y eso era todo. Lo conducirían al Anatómico-Forense. No podían dejarlo allí con los escombros del edificio y los restos del esqueleto del andamio. El edificio se ha vendido hace apenas un mes, dice la reportera que cubre la noticia. Una cadena de ropa le hará competencia a otra cadena en la esquina contraria. No sabía que había tormenta. Ahora que lo pienso, creo que Antonio ha muerto. Ése fue el primer pensamiento articulado que puedo evocar.

La última vez fue, la última noche, y recuerdo que me volví y le dije, eres gilipollas, y a continuación cerré de un tirón la puerta del taxi. Pronuncié la dirección de mi casa en voz alta y el taxi arrancó y subió traqueteando por la cuesta. Durante un segundo, estuve tentado a ordenar al taxista que detuviese el coche. Lo estuve. Habría bajado la cuesta de nuevo, como tantas otras veces, como tantas noches, y le habría gritado a sus barbas que era un gilipollas, que era, un verdadero gilipollas. Él habría dicho que no y yo que sí; el diría que nunca y yo que siempre, me diría, pero Rafaelito, hombre… y yo hubiese dicho pero hombre Rafaelito mis cojones, diría, si es que eres gilipollas, nos habríamos reído, me daría un beso por mejilla y cerraría la puerta del portal de su casa. Malena canta el tango, canturrearía Toñito, y entonces nos tomaríamos del brazo y nos alcanzaríamos hasta la barra o la mesa de un bar. El camarero-@ inquiriría por nuestras intenciones y Toñito habría dicho con las gafas vivaqueándole sobre el tabique, pónganos lo mejor que tenga, y se volvería hacia mí y me diría, tócame las manos, Rafaelito, mira qué piel tan suave, y beberíamos y Toñito ahogaría en su pecho una calada de su puro eterno. Charlaríamos. El caudal de su voz, aún borracho, sobre todo, borracho, era inagotable, y su voz, aquella voz, no era la voz que esa mañana había contestado a su teléfono. Eres un gilipollas, le dije. En mi memoria, no sé cuántas veces le habré dicho esa frase. Se la digo y permanece allí de pie, con las llaves de su casa en la mano, en un portal sucio y feo, a punto de irse, por última vez. Trato de retener su voz, de no dejar escapar la imagen, las palabras, los olores. Pero marchan. Terminan dejándote, porque así son los recuerdos. Cenizas. Rescoldos que envejecen en el antojo de la memoria, y ésta también se pierde. La última vez puede ser para siempre la última vez. Quizá no lo supe. Quizá no lo sé. Paradójicamente, toda la combinatoria avanzada, los cálculos infinitesimales, la geometría diferencial, su complejidad logarítmica, no podía aplicarse ya. Podría llamar todas las veces que quisiera. Descolgar el teléfono y marcar el número de su casa. Distintos horarios. Distintos días. Distintas esperas tonales. Incluso, de así permitirlo la compañía telefónica, podría dejar sonar el teléfono continuamente, en una llamada interminable. Creo que el agujero de mi pecho era tristeza. La pena de saber que la voz de su teléfono, la voz del teléfono de Toñito que había contestado siempre, no contestaría jamás. Y jamás es mucho tiempo. El mismo que solemos asignar a nunca, el que damos a la eternidad. Supongo que, a pesar de todo, a pesar de la literatura y de las matemáticas, de los escritores y de los matemáticos, al igual que Julio Cortázar, como siempre, Toñito tenía una parte de razón. Recuerdo perfectamente cómo lo decía. El acento. La expresión. El titilar aguardentoso de su mirada. Lo escribo y puedo verlo, puedo verlo ahora, mientras la magia se hace en mi pluma en forma de hilo, mientras alguien, tal vez tú, en algún lugar, está leyendo esto. En la vida, Rafaelito, decía Toñito, todo son matemáticas. Ahora lo comprendo. En la muerte, sin embargo, no.

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