No me importa morir. Ahora me refiero. Ahora mismo. No me importa que este tipo me venza ahora con este golpe y muera. Que muera ya. En este mismo ring. En este mismo y sucio ring. Delante de toda esta gente. Estoy seguro de que les alegraría la noche. Para ellos significaría disfrutar de una velada memorable. Justificaría, en parte, el precio que han pagado por la entrada. Por la cerveza. Los perritos calientes. Los cacahuetes. Lo justifica todo. La muerte es así. Pero no creo que eso vaya a suceder esta noche. Este tipo golpea como una niña malcriada. Dan ganas de tumbarlo en mis rodillas y azotarle el trasero hasta tener la palma en carne viva. Podría derribarlo ahora. De un golpe, creo. Dos, a lo sumo. Tal vez tres. Lo noquearía con un gancho. O con un uppercut. Luego la cuenta. Me levantan el brazo. Gritos. Silbidos. Insultos. Sobre todo insultos. Algún aplauso. El árbitro se avergüenza de sí mismo. En la otra esquina alguien le echa agua en la cara a este pobre diablo. Le cortan las tiras de cinta adhesiva y le arrancan los guantes de las manos. Son unos guantes ajados llenos de cicatrices. Iguales que los míos. Me acerco. Le digo lo siento. No lo siento, pero se lo digo. No sé si sabe que estoy justo delante de él. No sé si sabe que hay un mundo entero fuera de ese zumbido que taladra su cabeza. Que ese mundo está podrido. Que le digo lo siento, otra vez. Que buen combate. Le miento. Sé que le miento. Y le miento. Le estrecho la mano. Sus ojos me ven a través de dos pellejos hinchados y brillantes. Sonríe. Todavía lleva el protector bucal puesto. Es grotesco. Todo lo es. Luego bajo y esquivo las monedas. Las latas. Alguien arroja un pintalabios. Es de color escarlata. La sangre que tiñe mis puños es escarlata. La que mana de mi nariz. De mi boca. Del corte de la ceja. Camino hacia la ducha. El agua se llena de hilos de un rojo desvaído que se enredan en mis pies. Me daría igual si se tratase de mis sesos o mis tripas. Me daría igual de igual que se tratase de mis sesos y mis tripas. El promotor de la velada entra sin llamar. Es su negocio. Su negocio no tiene puertas. Para él no las tiene. Viste con un traje gris. Es caro. Pero no tan caro. No lo caro que él quisiera. Deja lo de ese patoso sobre una de las dos camillas que adornan esta especie de vestuario. En realidad es un cuarto trastero. El cuarto de las escobas. En la puerta hay un cartel que pone VESTUARIO. En letras mayúsculas. Grandes y negras.

 

 

VESTUARIO. La realidad es lo que tú quieras que sea. Igual que una puta. Mientras me seco con la toalla el tipo del traje gris va dejando caer los billetes. El montón crece como un arbusto. Como un arbusto raquítico. Uno a uno. Cuatro billetes perfectamente nuevos. Sin arrugas. Recién salidos del Monopoly de la Reserva Federal. Buena pelea, muchacho, dice. Tú también, le dice al mantecoso sin mirarlo. La semana próxima organizo algo en el Bronx. Quizá os llame. Quizá nos llame dice. Las gotas de agua corren por mi espalda. Son puro hielo. Mi cuerpo arde. Podría freírse un huevo en mi pecho. También beicon. Salchichas. Miro los billetes. Desmadejados. Intactos. Verdes. Doscientos dólares por partirme el alma. Doscientos dólares por todo este dolor. Por un litro de sangre. Por machacarle la cara a este diablo. Lo he mandado a la lona con una combinación infantil. Cualquier novato podría haberla bloqueado. Pero no este paleto. Dos golpes seguidos en el hígado. El tipo se dobló como el fuelle de un acordeón. Casi tiró su barbilla sobre mi directo. Ha caído desmayado como un saco de mierda. Sobre la lona, con la boca entreabierta y la mejilla escupiendo sangre, es lo que parecía. Casi le pido perdón. Termino de vestirme. Cojo mi bolsa y los doscientos. Me los meto en el bolsillo. Me despido de Gerald. O de Chester. Quizá de Zachary o de William o de Jackson. Darrel es un nombre cojonudo para un boxeador cojonudo. Debería haberme matado ese Darrel. Debería haber aporreado mi cabeza hasta hacer que el cerebro me saliese por las orejas. Debería haberme golpeado hasta reventarme el hígado. No lo censuraría. No habría devuelto ni uno de sus golpes. Me abandonaría en sus puños hasta que el cordel que sostiene mi vida se rompiese, de una vez por todas. Sin maldiciones. Sin lágrimas. Quizá fuese lo mejor. Sí, lo mejor, masculló Lou Morgan, zarandeado por vaharadas de viento y lluvia. El aliento petrificado por el frío al deslizarse por su garganta. Pensó que pensó eso mismo la noche anterior, asomado entre los hierbajos que cubren la herrumbrosa baranda del High Line. El suelo de la calle Washington estaba allí abajo. Él lo estaba todavía más. Y el suelo lo sabía. Sabía que él estaba más abajo. El suelo se rió de él mientras su moneda giraba en el aire. Cruz. Siempre cruz. Todavía cruz. Después bajó las escaleras alumbrado por las letras luminosas que escribían el nombre de un bar en su espalda y empujó la puerta. Bebió toda la noche. En ese bar. En otros bares. Durmió entre los cartones que quedaban secos bajo una cornisa. La noche vino y le limpió los bolsillos y se llevó también la calderilla y los zapatos. El ruido de las explosiones del tubo de escape de una camioneta lo despertó abrazado a la bolsa de deporte. Los guantes. Los calzones cortos, enjugados en sangre. Un frasco con gel de ducha. Dos toallas mojadas y sucias. Los restos de su vida.

 

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