Año 1919. Cuando la marquesa de Urquijo visita por primera vez la tienda de Sonia Delaunay en Madrid, queda sorprendida por la sobriedad de las paredes, unas paredes desnudas desprovistas de adornos, muy alejadas del despliegue de color que recuerda en sus cuadros. Nada de alfombras, nada de cortinas barrocas. No parece el atelier de una artista, se dice. Antes de sentarse en el sofá de terciopelo, que junto a una escultura de Barbara Hepworth preside la estancia, mira los diseños que cuelgan de las perchas. Sin saber porqué, le recuerdan pájaros tropicales enjaulados. Le han dicho que en Casa Sonia, se pueden encontrar vestidos y complementos novedosos, alejados del gusto encorsetado de la época y lo que ella está buscando es algo atrevido para sus hijas. El verano se avecina y a sus hijas les gusta llamar la atención, también a ella aunque no lo diga.

Siente curiosidad, ha oído tanto hablar de los Delaunay, de sus extravagancias, que cuando la ve llegar con su vestido purpura y sus zapatos tornasolados se siente como si también ella formara parte de un cuadro abstracto. Delgadísima, nunca ha visto una mujer tan elegante. Se la imaginaba más alta, bien es verdad que la suya no es una belleza al uso, sin embargo esos rasgos poco convencionales y ese extraño recogido, le dotan de un atractivo que unidos con su fuerte personalidad, y ese atuendo estrafalario, no la dejan indiferente.

Sonia Delaunay y dos amigas en el estudio de Robert

La recibe con un apretón de manos, y se acomoda junto a ella en ese sofá enorme mientras se sirven un café. Intercambian algunas trivialidades, es una mujer observadora, su mirada tiene la impronta de una artista, atenta a cuanto sucede a su alrededor. No se esfuerza en disimular su acento cantarín, extraña mezcla de francés y ruso. Pronto entran en confidencias, y antes de mostrarle sus vestidos, esos que se empeña en llamar “vestidos simultáneos”, Sonia le habla de sus orígenes en San Petesburgo, de sus tíos con los que vivió de pequeña. No le resulta difícil, se siente cómoda, la marquesa la escucha atentamente y ella se recrea en pequeños detalles. Se le iluminan los ojos al hablar de su tía, una mujer muy audaz a la hora de vestirse que le gustaba lucir joyas que llamaran la atención. Disfrutaba tanto jugando con sus anillos… algunos de piedras, otros de cristal que dejaban atravesar la luz en destellos de colores. Todavía recuerda como aprovechaba cualquier descuido para ponerse sus túnicas estrafalarias y sus zapatos de tacón. Otras veces buscaba el refugio de los pinceles y pintaba a su manera los paisajes que veía desde la ventana. Fue una niña feliz, aunque esos años… que lejanos quedan ahora…

Sonia 1

Ahora estamos en la calle Columela y al otro lado del portón, la vida madrileña se asoma con desdén, nada que ver con su Rusia infantil ni con el boato de Fauborg-Saint Honoré en Paris donde pasó sus primeros años de casada. La primera guerra mundial les ha traído aquí, a este Madrid de postal en blanco y negro. Un Madrid de vida lenta, perezosa y que sin embargo y a pesar de no estar abierta al arte de vanguardia, acoge al matrimonio Delaunay con curiosidad, sobre todo poetas y escritores como Gómez de la Serna o Guillermo de Torre que los introducen en los círculos intelectuales más atrevidos de la ciudad. Sus coqueteos con el dadaísmo, sus reuniones… echa tanto de menos su casa de Paris, que intenta que su apartamento de Madrid sea una continuación de aquel, y lo convierte en un reducto artístico de paredes multicolores cubiertas por poemas y notas que sus amigos los artistas les regalan como muestra de su relación creativa y amistosa. Organizan cenas improvisadas en las que su marido, perfecto anfitrión, enseña a sus invitados cuando no sus cuadros, las creaciones de su mujer: los cojines, lámparas, sus paraguas salpicados de colores, sus sombrillas llenas de sol. Pero sobre todo, enseña sin pudor las cortinas, de las que tan orgulloso se siente, esas en las que Sonia hábilmente y con pequeñas puntadas, ha bordado en arabescos, con una paciencia y armonía inexplicable, la poesía de Soupault en un cielo de estrellas.

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Suspira, no puede evitar pensar en todo ello mientras se sirve otro café. Sonia es una mujer nerviosa e inquieta, no para de moverse y la cabeza le va más deprisa que su pausado hablar. Ella misma reconoce estar en perpetuo movimiento. No echa de menos los pinceles, al contrario. Abandonar temporalmente la pintura por el diseño y por la moda le divierte. Levantarse temprano y buscar en el Rastro, objetos imposibles que transformar, así es ahora su vida, una vida en la que se recrea sin lamentos. Aún conserva escondido en el armario, el moisés que le hizo a su hijo al nacer, una suerte de manta con trozos de tela de vivos colores cosidos a su manera. Y su primer vestido, el primero de su aventura “simultanea”, aquel con el que brillaría sin igual entre cortesanas y la bohemia más decadente del Ball Bullier, ese del que su marido ataviado a juego presumía mientras compartían el frenesí de la noche parisina.

Ya de vuelta a la realidad, le cuesta entender que la gente piense que ha supeditado su carrera por la de su marido. “Desde el día que empezamos a vivir juntos, interpreté el segundo violín y no me puse como el primero, hasta muchos años después. Robert tenía brillo, el instinto del genio y no me importó seguirle. En él encontré un poeta, un poeta que escribía no con palabras sino con colores, en él encontré un compañero, la luz que necesitaba para vivir” –explica- y mientras lo hace y las palabras se desvanecen, una Sonia teatral, la Sonia de siempre, la Sonia artista vuelve de nuevo a escena.

El tiempo pasa rápido y más cuando la conversación por un momento le ha llevado casi de puntillas a ese Paris que tanto añora. Todavía en el sofá, ruega a la marquesa que la acompañe. Sus últimas creaciones, esas que parecen pájaros tropicales enjaulados esperan, pero antes al salir por la puerta, señala la pintura levantada a la altura de la cerradura. “Washington, lo destroza todo” dice, “nuestro perro labrador” y sin más se adentran en el atelier, a punto de descubrir ese universo luminoso que entre perchas y telas se oculta tras el portón de su tienda en Madrid.

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