Cada una de las flores oscuras de la orquídea estaba orientada en una dirección. Parecían discutidas, arrimadas a su propio sol, espalda con espalda, tan cerca, en la misma maceta, pero ciudadanas de planetas distintos, como si su rojo subido fuese el resultado de la incomunicación y no de ese hilo de savia que las recorría por dentro. 

Con los pensamientos perdidos en su maceta, Antonia no se había dado cuenta de que el sol casi había claudicado entre los edificios. Decidió levantarse y echar agua a sus flores. 

Y que feas… ¿Cómo puede haber dicho eso Maruja de mis flores? Sí, es verdad, el balcón de esa arpía está siempre repleto de pimpollos que invaden el mío, así como están, reja con reja. Sí, también es cierto: hasta en diciembre su buganvilla mantiene un fucsia brillante, y todo el que pasa por la acera vuelve la cara hacia arriba. Sí, hasta chocarse casi con la farola. Pero es que las plantas de interior son lo mío y no puedo enseñárselas a todo el mundo, como la presuntuosa de mi vecina. 

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La tarde pasaba lenta, como si alguien le hubiese echado el freno. Dio un rodeo para no pasar por el salón, demasiado caluroso aún a esa hora y buscó en la cocina su regadera de hierro. La había comprado en el mercadillo hacía muchos años y seguía aún con ella, brillante y sin una pizca de óxido. 

No como la que tiene la vecina, desconchada, con restos de pintura azul. Una muestra más de que es sucia. Y descuidada. ¿Y cómo me ha podido decir que mis flores están casi secas? Si las riego cada dos días a esta hora, al anochecer, cuando reciben mejor mis cuidados, cuando les hablo de lo que he hecho durante el día. Siempre les cuento que me gustan mucho más que esas otras que se empiezan a enredar en mis pies cuando salgo al balcón, con esos tallos invasores que salen de los límites del territorio de esa bruja.

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Sonrió.

La regadera definitivamente no estaba allí. Con lo grande y pesada que es ¿Dónde la habré dejado? Al volver al pasillo, un reflejo rojo metálico llamó a sus ojos desde el salón. Allí estaba. Justo. En el suelo, junto a la cabeza de aquella maleducada, de la que aún caía alguna gota que se confundía con el color de su compañera inseparable de riegos.

Y que mis flores son feas…

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Para seguir disfrutando de Conchi Sánchez
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