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El hombre del espeso bigote metió la Beretta en la guantera y dio por terminada la limpieza de los asientos color crema de su flamante Dodge negro. Consultó el reloj que se ataba a su muñeca, y labios y ceño se coreografiaron en un mismo fruncimiento. Su expresión se ensombreció y los ojos se le entornaron. Miró hacia la puerta de la casa. Todavía nada. El hombre del espeso bigote sintió afluir la sangre a la creciente llamada de la rabia. Detestaba la impuntualidad. La tardanza, más que una desconsideración, resultaba toda una afrenta para él, que difícilmente conseguía soportar sin estallar en terribles accesos de cólera. Se mesó el bigote y dirigió la mirada de nuevo hacia la casa, en tanto se atusaba las puntas a base de pequeños tirones. Sus manos se arrollaban al volante del Dodge estrujándolo. Definitivamente, su esposa era estúpida. Tremendamente estúpida, pensó. Mordido por la impaciencia, a punto se encontraba de bajarse del auto, cuando su mujer asomó por la puerta de la casa. Hizo sonar el claxon. Una vez. Dos. Tres. Su esposa entró en el auto y se sentó con el rostro cariacontecido. El cuero chirrió bajo el peso de su cuerpo al decir que sentía la tardanza. No encontraba nada que ponerme, se disculpó con el gesto crispado. Te dije que te pusieras el vestido que te regaló mi vieja por tu aniversario, dijo él sin mirarla y accionando la llave del contacto. El rugido del motor del Dodge engulló una respuesta que Graciela Marchioli nunca llegó a argüir, mientras el coche desembarcaba en el asfalto y aceleraba por la calle. Miraba hacia adelante, sin decir nada, con las manos entrecruzadas en el regazo de su vestido azul marino, junto al bolso, observando el discurrir de la ciudad adentrándose en el pasado. Graciela no reconoció el trayecto por el que transitaban. He de ver a alguien, contestó el hombre del bigote. Serán sólo unos minutos. Sus ojos apenas parpadeaban bajo los cristales verdes de sus Ray-Ban y los músculos de la mandíbula se le cristalizaron bajo las hirsutas patillas que bajaban por su cara. El motor del Dodge sonaba con alegría y se movía con agilidad entre la escasez de tráfico que circulaba en las afueras de San Telmo. No sé por qué tienes que trabajar hoy. Todavía llegaremos tarde a la misa. El hombre del espeso bigote le dijo que a dios no le importaría y que la esperaría igual en la iglesia. Luego dejó que disminuyera la velocidad del auto hasta detenerlo en una avenida vallada de casas a ambos lados, detrás de un Ford Falcon verde estacionado. El motor del Ford Falcon verde se encendió, y la mirada del conductor relampagueó en el espejo retrovisor un instante antes de arrancar y virar en redondo unos metros más adelante. Tres hombres. Bigotes. Largas patillas. Chaquetas de cuero. Gafas. Los cabellos rastrillados hacia atrás. Los tres dirigieron una mirada hacia el Dodge al pasar. El hombre del espeso bigote apagó el motor del coche y antes de abrir la puerta y salir, dijo a su mujer que sería sólo un momento y luego bordeó el coche y abrió el portón trasero del maletero.

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A continuación, Horacio Ramírez Espósito y su espeso bigote volvieron a pasar por el costado del auto y cruzaron la calle. Su caminar era el mismo que cuando salía a comprar el periódico o cuando iba a jugar su partida de dominó los viernes por la tarde en el club. Como si se tratase de una criatura, el hombre del espeso bigote llevaba lo que su mujer no supo identificar como un fusil o una ametralladora sujeta entre los brazos al cruzar el pequeño jardín que anunciaba la casa del otro lado de la calle. Con la boca abierta, ella se adelantó hasta situar su cara muy cerca del parabrisas y su marido llamó al timbre de la puerta de la casa o llamó golpeando con los nudillos y esperó a que le abrieran. La puerta se entreabrió apenas un momento después, y su marido la empujó volcando todo su peso sobre el hombro y entró. La calle estaba desierta en ese momento. El trinar de los pájaros sonaba límpido amparado por la venialidad otoñal de aquella mañana de domingo. Las manos de Graciela Marchioli se aferraban con fuerza al salpicadero y un sudor crispado corría bajo las yemas de sus dedos. La portezuela de la guantera se abrió y allí la recibió dormida la Beretta, junto con un casete recopilatorio de Carlos Gardel. Los disparos la sobresaltaron. Primero dos seguidos. Luego una pausa y un tercero y un cuarto que precedieron a una pausa un poco más larga. Después le llegó el sonido de dos disparos más con un pequeño intervalo rellenado por el eco del primero de ellos entre ambos. El silencio se hizo en la calle. Su marido salió de la casa y comenzó a caminar hacia el coche. Una mujer salió de la casa pidiendo auxilio. Horacio Ramírez Espósito se giró sobre sus talones y Graciela Marchioli observó cómo su marido la encañonaba con el fusil o con la metralleta, y cómo avanzando un par de pasos y situándose delante de ella, le descerrajaba un disparo que hizo que parte de su cabeza se desintegrase en el aire al instante. La mujer cayó fulminada al suelo, sobre un charco de sangre y coágulos y sesos esparcidos delante de la casa que había compartido con su marido y sus hijos. Tras un momento contemplando el resultado de su obra, Horario Ramírez Espósito viró de nuevo y se encaminó sin prisa hacia donde aguardaban el Dodge, su Beretta y su mujer, sujetando el arma con impunidad animal en una de sus manos. Su figura bordeó el auto por un costado y guardó el fusil o la ametralladora en el maletero. El cuerpo petrificado de Graciela Marchioli temblaba en su asiento. Contuvo la respiración, y por un instante, el instante que, años más tarde, en la declaración adjunta de una sentencia indultada por la Punto y final, Graciela Marchioli recordaría como el instante más largo de su vida, el tiempo pareció detenerse en el interior del Dodge negro de su marido. La portezuela del auto se abrió, y Graciela Marchioli sintió como si la mismísima puerta del infierno se hubiese abierto para ella. Horacio Ramírez Espósito se sentó y de un tirón seco cerró la portezuela. Ya podemos irnos, anunció. Graciela Marchioli no dijo nada. Le pareció que tuviese una barra de hierro atravesándole de un lado a otro la garganta. Se limitó a temblar y a castañetear los dientes, muerta de miedo. Los ojos como dos grandes platos. Encarnecidos como dos soles moribundos. Vitrificados. Espósito la observó y se quitó las gafas para ver cómo la orina de su mujer le empapaba el vestido y corría en incontables regueros tibios sobre el reluciente cuero del asiento. Rebuscó entre los bolsillos de la chaqueta y sacó un paquete de cigarrillos. Encendió uno y la gruesa fumarola que sucedió al crepitar incandescente de la ceniza, se fue deshaciendo hasta disolverse en una neblina que copó la atmósfera viciada del auto. Se colocó de nuevo las gafas e hizo arrancar el motor del Dodge con un bramido que se hendió en el silencio amargo de la calle. Da gracias a dios de que tengas limpio el vestido que te regaló mamá.

 

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