Le Corbusier, la Ville Savoye y su sombra blanca

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Frente a la creencia sostenida sobre el hallazgo casual de una obra y de su plasmación física, hay que contraponer de hecho la posición contraria. Las obras y sus imágenes, son consecuencia de un proceso de rastreo encadenado. O, si se quiere, son consecuencia de un proceso de búsqueda y captura.

Hay críticos que han querido ver la Ville Savoye de Le Corbusier (1929-1931), justamente como un hallazgo sobrevenido, fruto de una lógica formal que nace del Purismo y de ciertas intuiciones maquinistas más figurativas que mecánicas ya surgidas en el texto de 1923 ‘Vers une architecture’. Han querido ver a la Ville Savoye, por tanto, como un hallazgo plástico que se avenía bien con las nuevas figuraciones de la entreguerra europea y que se muestran con el carácter de un ‘Bodegón‘, en algunas de sus foto interiores con panes y peces sobre la mesa de la cocina. Figuraciones que parten del desencanto del mundo heredado en 1918 y que trazarían un arco que recorrería el estrépito de las segundas vanguardias, el momento ‘Art Deco de 1925 y el consecuente ‘Rappel a l’ ordre’ de 1927. Arco que, probablemente, se cerraría en 1929 con el crack bursátil de Wall street y el comienzo de la ‘Gran Depresión‘. Para dar comienzo, como cita Franco Borsi, a otra década espectral: la que transcurre entre la Gran Crisis del 29 y concluye con la invasión de Polonia por el Tercer Reich hitleriano en 1939.

 

 

Cuando bien cierto es que la resolución de esa obra en Poissy responde a unas tentativas prolongadas en el tiempo y son fruto de diferentes interrogantes. Fundamentalmente referidos esos interrogantes al empleo del hormigón como nuevo material constructivo, que vendría a sustituir al viejo ladrillo; y también de la preocupación sostenida por la aplicación de métodos industriales en la construcción de viviendas.

 

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De ello da cuenta de forma temprana la propuesta de Le Corbusier de 1914, conocido como ‘Casa Dom-Ino’, planteada desde la lógica del hormigón armado y desde la urgencia de la reconstrucción de un Flandes desarbolado por el Primer conflicto bélico europeo. Unas losas de hormigón, sostenidas en pilares de hormigón y cosidas por la escalera, dejaban ver la huella de lo que sería más adelante conocido como ‘Planta libre’ y asumía la ambivalencia de la ficha del juego de dominó. Una Planta libre’, que liberada de la servidumbre de la compartimentación de las estructuras de muros lineales sustentantes, propiciaría una abierta distribución de paredes y tabiques. En 1919, Le Corbusier realiza su propuesta de ‘Casa Monol’ con más intensidad técnica que formal. Situación que se invertiría una años más tarde en 1922 con la Maison Citrohan, que llegaría a contar hasta con cinco versiones o variaciones que serían de aplicación tanto en Pessac en 1925, como en la Weisenhoffesiedlung de Sttutgart de 1927. Propuestas y variaciones tipológicas que no dejan de evidenciar lo que ya en 1926 se había proclamado como los ‘Cinco puntos para una nueva arquitectura’, al tiempo que diseñaba la Maison Minimun para Amberes. Por ello puede afirmarse que ya en Stuttgart aparecen plenamente maduros los cinco puntos normativos de Le Corbusier. Al empleo de los pilotis, el techo jardín y la ventana alargada , ya conocidos, se agregan ahora la planta libre y la fachada libre.

 

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En paralelo a las indagaciones temporales sobre la vivienda del maquinismo, que se resumirían en la afirmación de Le Corbuser de “la casa como máquina de habitar“, se producirían dos manifestaciones complementarias, como compendio de las instancias y preocupaciones plásticas en el universo de Le Corbusier. Así el Pabellón de ‘L’ Esprit Nouveau’ en la exposición de Paris de Artes Decorativas de 1925, y la Ville Savoye en Poissy.

 

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Si el pabellón parisino suponía la visualización programática de los ideales plásticos y visuales del llamado Purismo, que acogía la revista homónima, fundada por él y por el pintor Ozenfat en 1918; la Ville Savoye permitiría una aplicación pormenorizada de esos citados ‘Cinco puntos para una nueva arquitectura‘. Por ello lo afirmado por Jean Louis Cohen. “Cuando dirige una mitrada retrospectiva a las casas construidas en los últimos diez años. Le Corbusier distingue en 1930 ‘cuatro composiciones’. La síntesis [entre La Roche, Citrohan y Dom-Ino] se encuentra en la Casa Savoye, un tipo de casa muy generoso, donde se afirma una  voluntad arquitectónica en el exterior y se atiende todas las necesidades funcionales en el interior“.

 

 

De tal suerte que con alguna salvedad, como la Casa Schroeder en Utrech de Gerry Rietveld, pocas veces una casa ha soportado sobre sí el peso de todo un programa o manifiesto arquitectónico. Y ese carácter fundacional es el que se advierte en un texto temprano de Rafael Moneo, publicado en 1965 en la revista Arquitectura. Texto que realiza dos anotaciones tremendamente sugerentes. La primera relaciona la Ville Savoye con Wright y con Palladio: “La casa será, pues, el marco desde el que el hombre gozará del paisaje. La actitud es, por tanto, opuesta a la de Wright, que trataba de hacer vivir al hombre en el paisaje. Sin querer nos vienen a la memoria las villas de Palladio. Palladio concebía la casa como el corazón de un pequeño cosmos y desde lo alto de una colina, y a través del delicado filtro de los pórticos palladianos el señor tomaba conciencia de su misión económica y social. Los dueños de Villa Saboya goza­rán del paisaje ‘desde’ la ventana horizontal que corriendo a lo largo de todo el volumen pro­pone una idea de hueco que nos habla de un hecho tecnológico, el hormigón armado, y que da preferencia a la contemplación, olvidando otros aspectos funcionales que tradicionalmente han pe­sado al definir los huecos; la ventana es, en Villa Saboya, un elemento indiferenciado que conec­ta la casa con el paisaje, sin un significado expresivo concreto, subrayando así el hecho de en­contrarse ‘en’ la casa, que se ha convertido en un barco que navega en el paisaje”.

 

 

Mientras que la segunda reflexión se ubica en la ‘Fugacidad de lo Moderno‘. “Peter Blake recuerda, al hablar del lamentable estado en que se encuentra Villa Saboya, el título de aquel maravilloso libro de Le Corbusier que se llama ‘Cuando las catedrales eran blan­cas’; pues bien diríase que Le Corbusier había adivinado al escribirlo el triste final de Villa Saboya cuando nos decía, apasionadamente, que las catedrales eran más hermosas cuando conservaban frescas todavía las huellas de los canteros: en verdad que las intuiciones del gran arquitecto son más válidas si cabe cuando se piensa en Villa Saboya. Al ver el estado en que se encuentran al­gunas obras de Le Corbusier nos vemos obligados a pensar que se trata de una arquitectura que no aguanta el paso del tiempo, que quiere ser eternamente joven; no olvidemos que la arquitec­tura racionalista trató de asimilar la técnica (al menos así se lo propuso formalmente), y como ocurre con todos los productos que nos proporciona la técnica, el envejecimiento no cabe, inuti­liza el producto

Y pese a ello, pese a ese envejecimiento material y conceptual del programa del Movimiento Moderno, hay imágenes de sus realizaciones más conocidas, que permanecen ancladas en nuestra memoria, mitad como tormento, mitad como bálsamo. Explicitando la ambigüedad de todo progreso. Justamente como decía Walter Benjamin.

 

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