“Dios es amor”: sobre “El Club” de Pablo Larraín

 

Existe en la tradición europea una explicación muy exitosa de la relación entre la corrupción de un grupo o institución y la corrupción de uno de sus miembros, y esta no es otra que la imagen de la manzana podrida que corrompe el cesto entero. No queda muy claro si este proceso de putrefacción es estético – las manzanas se estropean por aparecer junto a la manzana culpable – o incide en la responsabilidad del cesto de no haber impedido la proliferación de la podredumbre, que es convertida así en podredumbre institucional. La cultura de finales del s. XX y principios del XXI ha optado claramente por la segunda interpretación, ofreciendo una gran variedad de narraciones que examinan la compleja relación entre un individuo corrompido y la estructura de poder que lo resguarda. Como es natural, las estructuras sometidas a este análisis han sido aquellas manifiestamente criminales – la Mafia, el narcotráfico – y las grandes depositarias de poder económico y administrativo, esto es, las empresas y el Estado. La película El Club, del chileno Pablo Larraín, pone a la Iglesia Católica en el objetivo.

 

 

Y ya iba siendo hora. Francamente, sorprende que una institución que lleva un par de milenios en centros de poder no sea materia de asignatura troncal en la facultad de Ciencias Políticas, o, por qué no, en la de Publicidad. A falta de un conocimiento más profundo, diría que uno de los elementos más efectivos, y fascinantes, es la naturaleza equívoca de este organismo, que quiere erigirse en puente entre la Ciudad de Dios y el mundo de los hombres, y que por tanto libra la batalla en los dos frentes. Pero, en lugar de esquilmarse mutuamente los recursos, estos dos frentes se alimentan el uno al otro. La Iglesia ha sabido aprovechar el terreno de lo ideológico, de lo mítico, de lo imaginario, de lo afectivo, para ocupar y fecundar espacios de poder: no ha tenido que elegir entre ser temida y ser amada, sino que ha simultaneado las dos estrategias como caras de la misma moneda. La película de Larraín supera la ya clásica confrontación entre ley secular y ley eclesiástica para mostrar cómo la resistencia institucional necesita que la primera asimile la segunda y, a su vez, la segunda se inserte en la primera; cómo, para que este proceso se lleve a cabo, hay que triunfar en el campo de los afectos.

 

 

Larraín no rehúye tratar el papel del amor en la construcción de la fe, en la sumisión al poder de la Iglesia y en la extensión de la práctica pedófila dentro de esta estructura corporativa. En uno de los momentos más escalofriantes del film, el padre Vidal (Alfredo Castro) defiende la pederastia como una forma de amor cristiano, más profundamente vinculada – según él – a la piedra de toque de la teología cristiana que el rigor del padre García (Marcelo Alonso), el encargado de liderar la regeneración eclesiástica en esa comunidad de malditos. El monólogo del padre Vidal, desgarrado entre la ascesis requerida para el sacerdocio y la exigencia de amor universal, o entre el voto de pobreza y la necesidad de protección eclesial frente al derecho civil. En el terreno del derecho el padre Vidal tiene poca defensa: por eso argumenta metafóricamente, simbólicamente, teológicamente. El padre García aparece como enlace con la sociedad civil y punta de lanza del cristianismo puro, inocente y primigenio, pero el padre Vidal, mejor conocedor de esas contradicciones, le enreda en las disquisiciones sobre la caridad y el sexo que tantas victorias morales le han dado a la Santa Madre. El amor: ah, el amor.

 

 

El amor traspasado por el poder y la responsabilidad. El amor como forma de pago gratuita, creador de deudas eternas e impagables. El amor como canal de culpa. Son constructos metafóricos que sólo se pueden poner en práctica cuando existe una diferencia jerárquica entre el emisor de los mensajes y el receptor, a favor por supuesto del primero. Y digo que son metafóricos porque toman un concepto por el otro, imbricándolo e implicándolo. Sí, es un chantaje emocional, pero de tan amplio alcance social y político que merecería la pena llamarlo de otra forma. Amar a un niño es un sentimiento tan puro que el acto sexual no necesita remotamente algo semejante al consentimiento o la consciencia. Los actos realizados en nombre del amor piden un perdón inmediato, eliminando la acción moral o política en favor de la emoción de manera sistemática. En el caso además de un hombre de Dios, tal emoción desatada, emergencia de ese campo de cultivo luciferino que es el cuerpo, la responsabilidad del amor se descarga sobre el objeto del sentimiento y, recordemos, víctima del abuso: tú tienes la culpa de que yo te quiera tanto, tú me provocas, te quiero tanto que me debes mi caída en el pecado. Que el amor es causa y, por tanto, excusa para esta relación de dolor es el relato que aprenden niños y mujeres. Quien bien te quiere te hará sufrir. De modo que la víctima desarrolla una dependencia hacia aquel amante que tan inmensamente le amaba, culpable y necesitada de un afecto absoluto que destruye y apuntala simultáneamente la estima que el amado tiene de sí mismo.

 

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Seríamos muy ingenuos si pensáramos que este discurso es exclusivo del terreno de la intimidad afectivo-sexual. Ya decía Margaret Thatcher que el capitalismo, como una religión, tenía que apoderarse de los corazones. Cuando el feminismo comenzó a defender que lo personal es político la Iglesia llevaba casi dos milenios capitalizando las ideas de bondad, caridad y amor, un proceso imprescindible para sellar contradicción entre las prédicas de pobreza y los negocios vaticanos. Esa contradicción ha sido el flanco más débil en el frente imaginario-simbólico de la Iglesia hasta que el avance de la preocupación por las diversas opresiones ha ido arrinconando la discriminación en razón de raza, sexo o edad, y el abuso infantil ha sido tratado, yo diría que por primera vez en la historia occidental, como un problema social.

 

 

Porque el afán purificador que mueve al padre García tiene un impulso religioso, pero un contenido influido por el cambio social que se ha operado – gracias también a la pérdida de poder terrenal de la Iglesia – en la sociedad secular. Que los niños no se tocan o que guardar los secretos de una dictadura militar va en contra de los designios de Nuestro Señor son restricciones novedosas, introducidas en la jerarquía eclesiástica por la cultura civil. El padre García y su eficacia se dan cuenta de que la misma matriz acoge y nutre a misioneros, pederastas y cómplices de robos o asesinatos, llegando a un nudo gordiano que, desde el punto de vista teórico o moral, no tiene solución. Sin embargo, sí puede ser resuelto políticamente: así, el padre García no entrega a sus hermanos al derecho civil y al poder corrosivo del mundo, sino que utiliza la lógica de la penitencia y el perdón para restaurar la justicia de Dios… Preservando la estructura eclesiástica de las leyes de los hombres.

 

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Extra Ecclesiam nulla salus, reza el dogma católico, y esto funciona ante todo como proyecto político. La Iglesia va transformándose con la sociedad, o más bien va adaptándose al mundo en el que ha de integrarse; el relato, sin embargo, no cambia. La Iglesia es amor, caridad, bondad. Cuando esta imagen se erosiona pueden cambiarse prácticas, rostros y algún discurso siempre y cuando se mantenga subsidiario de la sinonimia madre “Iglesia-amor”. El papa Francisco es un buen ejemplo de cómo el concepto de amor es un gran y oscuro paraguas con el que cubrir todo o no decir nada, llegándonos a admirar cuando reconoce no poder juzgar a los homosexuales al tiempo que algún obispo nuestro se permite el lujo de llamar “enferma” a la sociedad española por votar a más de un partido, o por votar a más de dos, o por votar simplemente. El achicamiento de la Iglesia no es fruto de la renuncia, ni mucho menos. Los delitos que han cometido los sacerdotes de El Club se corresponden con distintos canales de afianzamiento del poder: la sexualidad, la relación con el poder militar, la planificación familiar. Juzgar y castigar esas prácticas en el seno de la Iglesia, al igual que la elección del frontman de la compañía, es cambiarlo todo para que nada cambie: para que la religión del amor siga salvando almas a cambio de dinero y obediencia.

 

 

Se me dirá, y con razón, que nada de lo que yo denuncio está en los evangelios; poco importa, ya que estoy hablando de una organización política. Y el problema no está en su lejanía del mensaje original, sino en el uso de ese mensaje. Se ha dicho también en España que “no hay corrupción, hay corruptos”, y se entenderá ya bien que cuando la cantidad de corruptos es de una determinada magnitud la corrupción puede calificarse como estructural. Aunque la comparación tampoco es del todo acertada, porque puede que los partidos políticos crezcan merced a una estructura de prevaricación y el desfalco, corrompiendo el estado de Derecho; sin embargo, ¿qué ha corrompido la Iglesia? La redefinición del amor como sentimiento que debe ser retribuido por imperativo moral responde, sin duda, a un esquema perverso. Pero todos los grandes sistemas ideológicos operan en ese nivel afectivo, y otro día podríamos hablar del capitalismo y valía personal. Así las cosas, resulta difícil acusar a la Iglesia de otra cosa más que de hacerlo muy bien. Pocos se atreverán a decir si hay que hacer política con, contra o a pesar de esta estrategia amorosa.

 

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1 Comment

  1. says: Óscar S.

    ¡Qué bárbaro! ¿De verdad todo eso cabe en esta película? Con admiración lo pregunto. Tal como yo lo veo, fue el propio cristianismo el que introdujo el amor como un sentimiento irracional que sirve de cohesión a la comunidad creyente objeto de las persecuciones de los romanos -el “ágape” y la “charitas” paulina. Los romanos, en cambio, al igual que los griegos, no rechazaban en absoluto la creación de lazos afectivos como cemento del marco político y ocasión de promoción social, pero constituía, creo, un pegamento racional. Se “amaba” (e.d., se sentía propio y cercano) lo que era digno de admiración y emulación. Ya sabes que por esta vía también cundía la pedofilia, en la forma de la institución de la efebía. Pero eran conscientes de que el amado adolescente sólo podía corresponder con gratitud, no con deseo sexual, a la vez que el amante mayor no sentía admiración alguna por el efebo, excepto precisamente la sexual. Como el cristianismo naciente rompió con estos juegos sociales, dio en inventar un amor trascendente que es al tiempo para todos y para nadie, siempre que esos todos y esos nadie suframos juntos y unidos y nos sintamos cercados. Queda mucho de eso en la mentalidad de muchos movimientos modernos y contemporáneos. Un ejemplo inmediato: me cuentan, de muy buena tinta, que en los meses previos a las elecciones generales casi todas las parejas de años se deshacieron en el seno de Podemos. Sin embargo, la recombinación sexual subsiguiente parece que fue grande, y, por decirlo vulgarmente, todos follaron con todos. Como tú dices, también aquí “pocos se atreverán a decir si hay que hacer política con, contra o a pesar de esta estrategia amorosa”…

    Todo esto al margen de la perversión eclesiástica que ya comentas concretamente tú muy bien (recuerdo, por cierto, una polémica que se desató en el s. XVII a propósito del “amor puro” propuesto por el quietismo de español Miguel de Molinos, y que también incluía escándalo con respecto al sexo…)

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