El autor debería morirse después de haber escrito su obra. Para allanarle el camino al texto.

Umberto Eco

 

Giovanna Silva
Fotografía de Giovanna Silva. The New York Times

 

Me desayuno con la noticia de la muerte de Umberto Eco, que es triste para su familia y amigos pero no para las letras en general, puesto que ha fallecido muy mayor, perfectamente lúcido, y tras una vida muy rica que para sí querría cualquier persona culta. Heródoto, hace un montón de siglos, narraba la célebre conversación sostenida entre el sabio legislador ateniense Solón y el rey de los lidios Creso (sí, el rico Creso), cuando el primero le decía al segundo que no se puede juzgar de la felicidad o infelicidad de una vida hasta que ésta ha terminado. Efectivamente, Creso, que se sentía un triunfador absoluto en el momento de la plática, hubo de recordar más tarde la máxima de Solón en trance de muerte, ardiendo en una pira a manos de los persas. Entonces fue cuando dijo, a punto de ser devorado por las llamas, a un intrigado Ciro, aquello de que Solón “es aquel que yo deseara tratasen todos los soberanos de la Tierra, más bien que poseer inmensos tesoros”. Pues bien: una vez acabado Umberto Eco y su obra, podemos decir, con Solón, que su vida parece en perspectiva bastante feliz, y por tanto, creo, poco hay que lamentar. Eso que cantaban en los ´80 nuestros nacionales Mecano a propósito de Salvador Dalí de que los “genios no deben morir” y que es una pena “que esta lavadora (e.d., la muerte), no distinga tejidos” era una necedad con un punto de clasismo espiritual que estropeaba una canción que, por otra parte, tenía cierto mérito. Primero porque Dalí era un payaso mezquino, no un genio, y luego porque la gente que no se dedica a la cultura puede esconder otras cualidades no menos valiosas -incluso más valiosas- que los que muestran pericia manejando símbolos, como bien sabía, por ejemplo, Aristóteles. ¿Quién dice que, yo qué sé, un anónimo secretario judicial enterrado entre sus papeles y procesos no sea el hombre o mujer más valiente y noble, o el más sensible y considerado, de España? Que sea poco probable que vayamos a estar informados de eso, y, en cambio, sí del deceso de Eco delata una determinada organización social del signo que el propio Eco habría estudiado. De manera que pienso que la muerte por vejez de una poderosa inteligencia como la suya es motivo de luto, naturalmente, pero también de festejo en el sentido de que vivimos en un mundo en el que, entre todas las injusticias y estupidez que andas sueltas (o bien instrumentalizadas) por el globo, todavía son posibles existencias dignas, plenas e insobornables en las que reflejarnos.

Jacopo Raule Getty Images
Imagen de Jacopo Raule. Getty Images

 

Dotado de una gran inteligencia para asuntos intelectuales no particularmente sencillos, y, sin embargo, poseedor de un estilo de exposición agradable y claro, Umberto Eco cumplió además su sueño de ser novelista, y no únicamente investigador literario, entre sus muchas facetas. Entrada la cincuentena debió pensar que sería magnífico ser emisor y no sólo transmisor, por mucho que su filosofía semiótica equiparase ambas prácticas. El que emite, claro está, emite desde un sistema de signos histórico en el que reina la intertextualidad, y, por tanto, no cabe fantasía alguna de originalidad absoluta, pero no por ello deja de ser un placer convertirse en uno más de entre el selecto canon de los interpretados además de formar parte destacada de la legión de los interpretes. Yo le seguí desde El nombre de la rosa hasta La misteriosa llama de la reina Loana, que ya no me gustó, o, por mejor decir, que no me pareció que mereciese el esfuerzo empleado. Tanto aparato cultural -por otra parte nada rebuscado- consagrado a una historia de amnesia de un librero y a una anécdota de coraje juvenil lo encontré desmesurado y en cierta forma narcisista, pero no dudo de que las siguientes novelas serán tan interesantes como las primeras. Entre los tratados, en cambio, hay más uniformidad, aunque es cierto que algunos resultan más triviales que otros por razón de su contenido, ya que el propio nombre de Umberto Eco es un significante cultural de nuestro tiempo que atrae prestigio y dinero, cosa sorprendente habida cuenta de que la calidad y refinamiento de sus reflexiones jamás desciende de nivel. Nunca leí La estructura ausente, pero personas que considero muy autorizadas lo recomiendan como un ejemplo insigne de teoría (casi de ontología) de la expresión, y entre los demás, Las poéticas de Joyce me volvió loco, porque en relativa poca extensión y con las palabras más llanas conseguía dar cuenta de las obras más selváticas de Joyce -sobre todo Ulysses y Finnegan´s wake– con verdadero entusiasmo y sin despeinarse. Es improbable que un lector, por buen lector que sea, aborde esos dos monstruos de la lengua inglesa, pero, lo vaya a hacer o no, yo le recomiendo que consulte, antes, después, o sorteándolos, este ensayo crítico de Eco: encontrará, creo, una justificación plausible y jubilosa del por qué fueron escritos.

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Tengo un amigo italiano (o conocido, lo que él prefiera) que hace como un año o dos me decía que Umberto Eco es considerado en Italia como el intelectual de izquierdas, pero que hay otros personajes históricos más emblemáticos, como el infortunado Pier Paolo Pasolini, que merecerían con mayor razón ese título público. Yo estoy muy de parte de las admirables vida y obras de Pasolini, pero entiendo que una cosa no quita a la otra, y que lo mejor no es enemigo de lo bueno. Pasolini, era, sin duda, más radical, y su momento histórico más difícil. Eco, en cambio, era más amigo de los libros (poseía una inmensa antibiblioteca, como él la llamaba: http://www.feriachilenadellibro.com/pasen-y-vean-la-antibiblioteca/), incomparablemente más erudito y mucho más, también, animal netamente académico que Pasolini, pero eso no restaba un átomo de su compromiso político. Cuando había que denunciar, alzaba su voz, ya fuese de asuntos de actualidad social o mediática o ya fuese de cuestiones más generales relacionadas con el respeto a la forma códice del libro o con el cambio de paradigma que implican las nuevas tecnologías de la comunicación:

 

Al fin y al cabo, Eco era un medievalista vocacional, y entendía la Postmodernidad un poco del modo en que, por desgracia, la entendemos todavía en España: como una degeneración caprichosa y estetizante de la Modernidad producida por las clases acomodadas. Seguramente, conforme se hacía mayor se veía menos capaz de la comprensión hacia las nuevas formas populares de la cultura que había mostrado en sus inicios y más inclinado a aplicarles la categoría del “kitsch” que él mismo había analizado tan espléndidamente en Apocalípticos e integrados. No importa: venga a nosotros su clara Edad Media por motivos, a su vez, estrictamente posmodernos. Umberto Eco, en fin, ha sido un sabio universal y un profundo humanista, en el sentido bajomedieval y renacentista del término, y le echaremos de menos en la medida en que ciertos problemas contemporáneos relacionados con el saber precisen de su aportación crítica. Para lo demás, todavía tenemos su obra, y ahora que él ha muerto, puede empezar a generar profusamente textos.

(Y esa vez sí que prometo leer La estructura ausente, si es que me da la cabeza…).

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2 Comentarios

  1. says: simón

    Quizá debas rectificar el platonismo que nos incitaría a decir que “Dalí era un payaso mezquino, no un genio”, porque, lamentablemente, hay quien puede tener talento e incluso genialidad y ser un payaso mezquino. El adagio platónico virtud = conocimiento, tonto e ignorante = malo, bueno y puro = sabio, no es sino puritanismo dualista. Luego te sugiero que pongas: “Dalí era un payaso mezquino y un genio”, aunque sepamos que lo verdaderamente loable, excelente y ejemplar es llegar a ser un genio sin convertirse en un payaso mezquino. Como quizá logró Umberto Eco.

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