El Abominable Hombre de la Nieves

 

 

 

 

 

Por puro deber profesional y también un poco por curiosidad, he acudido esta mañana a la charla programada en mi instituto de un poeta español de bastante renombre. De no ser porque es enteramente trivial, diría que ha sido una experiencia penosa. Resulta que la poesía está en peligro de extinción, como siempre lo ha estado, y en consecuencia a lo que se dedica ahora es a lamerse las heridas y clamar por su lugar en la cosa pública al lado de la prosaica televisión o del lodazal de las redes sociales. Como aval para dicha reivindicación, el poeta nos recuerda que tenemos sentimientos, que no somos sólo números, etc., ese tipo de latiguillos tan bobos y manidos, y sin apenas mayores adornos o conceptos lo escribe tal cual en sus versos. Llamadme borde o sabihondo, pero lo encuentro tópico, anticuado, cursi y sin elaborar, con todo el respeto por la persona del poeta al margen de su creación y de su peculiar manera de cautivar al auditorio adolescente. Y me recuerda al calificativo, casi una categoría, de mi amigo Pelayo Martín, cuando se refiere a los “meapilas”. Un meapilas es, para él, esa clase de sujeto que piensa que todo se puede solucionar con algo de buena voluntad y bonitas palabras, que la paz y la concordia están realmente al alcance de la mano, pero que anónimas fuerzas siniestras que carecen de corazón lo impiden una y otra vez, obstinada e inexplicablemente, haciendo posible al mismo tiempo que el meapilas de turno se gane la vida tratando tímidamente de abochornarlas. Morirán, pues, de puro sonrojo: toda la sangre les afluirá a la cara y sucumbirán con toda seguridad. Hegel, en la Fenomenología del Espíritu, acuño su propia noción del meapilas, llamándola -compréndase: eran tiempos más solemnes- el “alma bella”. El alma bella es aquella, para Hegel, que se pierde “en su hacerse objeto carente de esencia” y, de manera autocomplaciente, “arde consumiéndose en sí misma”. El alma bella cultiva el “templo de su interioridad”, añade Hegel, no se mancha las manos con la suciedad de lo real, y se manifiesta solamente mediante palabras, extraviándose en inconsistencias…

 

Gorila

 

Pero no quería hablar aquí de Hegel, que está muerto y más le vale estarlo, sino de mi amigo Pelayo, ya nombrado, que en realidad no existe, pero que, caso de existir, habría que desinventarlo. Tiene algo de alma bella, también, como tú y como yo, aunque lo lleva con mayor empaque que nuestro colega el poeta de éxito. De hecho, comparado con el poeta podría tenérsele por una abominación, y como su mujer se llama Nieves, a lo que nos enfrentamos es nada menos que al Abominable Hombre de la Nieves que, como todo el mundo sabe, no existe. De tamaño descomunal, inhumano (su foto en las redes es la estampa de un gorila con cara seriedad o de malas pulgas…), contempla lo meramente humano con tierna compasión alternada con la ira tonante. Cuando hay que cabrearse, se cabrea jupiterinamente, y entonces suelta los rayos de su ironía de dos en dos y no queda títere con cabeza -si es que se puede seguir mencionando en España a los títeres… Cree en la justicia social, como nuestro poeta, pero no cree que ésta se produzca sola, como a invitación de la bondadosa palabra de la sabiduría, sino que hay que exigirla a voces, desde el sentido común convertido en trueno. Yo soy más partidario de la moderación, de las maneras suaves, por pura civilidad y por puro miedo, pero Pelayo pretende instaurar un Ministerio de la Venganza para él solito, no para realmente guillotinar a los tiranos -bueno, creo que no…-, pero sí para que quede claro que la condena que merecen es absoluta. El Absoluto jamás se alcanza, como sabía Hegel, y quién pretende anclarse en él es como un buque de guerra que intentará anclarse a una nube: de esa quimera, de esa demencia, únicamente devienen individuos fanáticos o infelices… Hegel tipificaba, si no lo interpreté mal, con la figura ideal de la “conciencia desgraciada” a aquellos que nunca estarán contentos con la inevitable finitud y provisionalidad de los tiempos que viven, porque piensan que la totalidad de la Verdad, de la Justicia y hasta de la Belleza deberían realizarse ya, ahora mismo, y como eso no sucede, e incluso puede que sea mejor que no suceda, se sienten profundamente desdichados y como estafados por la vida y por la Historia.

 

Pelayo

 

Pelayo es en eso como aquel Savonarola que en la Florencia del Renacimiento denunciaba que la Iglesia católica predicaba cruces de madera pero se engolfaba entre cálices de oro, o al revés, cálices de madera y cruces de oro, no recuerdo bien. La diferencia está en que Savonarola se subía a un estrado en la plaza mayor de la ciudad, y Pelayo se deshila en facebook y en un blog (“La Idea”); Savonarola era severo y rígido, y Pelayo es ingenioso y sutil; Savonarola terminó mal porque se hizo grandes enemigos entre los viciosos, y Pelayo pasará desapercibido porque ya no somos amigos de los virtuosos. Y la virtud se ve en la necesidad a menudo de hablar mal, incluso de ser a veces grosera, cuando el vicio usurpa el lenguaje de la virtud y se hace pasar constantemente por el Bien. Ese es el modo como la virtud se camufla en reacción casi instintiva al camuflaje mediático del vicio, y a mí me parece correcto, o al menos me parece que no queda otra. Por eso el ingenuo decir del poeta no va a ninguna parte, por bienintencionado y comprometido que se quiera a sí mismo, porque se diluye en un mar de discursos melifluos que difuminan la realidad y nos la entregan falsamente dulcificada. Los decires de Pelayo, fragmentarios y oportunistas ellos, tampoco van a ninguna parte, para qué nos vamos a engañar, pero por lo menos se destacan como ruido de disparos verbales de entre la confusión reinante y van a la yugular del problema o de la mentira que nos cuelan, que es donde corresponde dirigirse si se va a opinar algo. Es una suerte, después de todo, que mi amigo Pelayo no exista, porque, de existir, habría que aceptar que los demás nos andamos con paños calientes y medias tintas, mientras que él, que afortunadamente es una abominación, una especie de yeti o de bigfoot solitario en la selva inhóspita de las redes que podemos fácilmente rodear por los caminos sabidos, nos encara con lo que hay independientemente de los pactos, subterfugios y componendas a los que nos hemos acostumbrado.

 

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Es verdad que muchas veces es un pelmazo integral, y que en pocas ocasiones da su brazo a torcer, pero lo hace con gracia. A mi Pelayo me hace gracia no sólo por sus chistes-bomba, o por su complejo de insomne centinela de Occidente con las siestas que luego se pega a media tarde, o por sus aires de amo de los puntos suspensivos, sino porque es autodidacta, y a menudo mete unas patas de órdago. Lo de ser autodidacta tiene sus ventajas: no sientes la necesidad de estar a la altura de unos maestros que terminan por aplastarte. Pero a cambio sientes la propensión a creerte cosas de poco fiar basado únicamente en tu intuición. Por ejemplo, Pelayo vive en una inmensa fe en las imágenes. Dale una foto elocuente y no preguntará demasiado de dónde ha salido: la usará sin contemplaciones. Luego tiene una actitud ambivalente hacia su prójimo. Por un lado entiende que detrás de cada calamidad hay nombres y apellidos de canallas a los que hay que desenmascarar en su verdadero aspecto de pobres diablos con ansias de poder (“nuestros sociopatas electos”, que los apoda él), pero por otro lado defiende con su vida si fuera necesario -Pelayo es físicamente valiente, y no sólo moralmente, me parece- a la gente corriente damnificada que también son pobres diablos a su modo. A éstos les pide que se defiendan a sí mismos, y les tacha de indiferentes en caso contrario. O sea: les quiere como son y a la vez les echa la reprimenda por dejarse avasallar. Sueña, además, un mundo virginal en que los seres humanos sean rudos y honestos, y en el cual los actuales poderosos les sirvan de bufones. Sin embargo, sabe de sobra que los bufones se salen con la suya, ganan siempre la partida porque definen el tablero, y que la causa que abandera no triunfará jamás, aunque empeñarse en ello en vano es el motivo moral, incluso deportivo, de su existencia. Son las contradicciones, muy españolas por cierto, de mezclar el pensamiento con el sentimiento y viceversa sin una ideología bien clara y estructurada, pero… ¿es que acaso alguno de nosotros lo hacemos mejor?; servidor no, y por eso me dedico a rumiar otras cosas más banales….

Este Pelayo de marras (de A-marras, que es su personaje de ficción favorito al margen de él mismo…) tiene escritas cuatro novelas de las cuales creo que se han publicado dos, y yo particularmente he leído otras dos de las que sólo una coincide con las publicadas. La relación de estos desahogos narrativos con la poesía actual de la que hablaba antes es tenue en el sentido de que siempre están construidas sobre situaciones extremas, como si Pelayo pensase que ha vuelto a los tiempos de André Malraux y hay por alguna razón que retomar la cuestión de la “condición humana” y demás milongas bélicas. Yo las recomiendo, pese a que aquella literatura me parecía menos filosófica de lo que ella creía. Y las recomiendo también porque, si no, es capaz de abandonar su producción inédita en el cajón, por aquello -que comparto un poco a la fuerza, a falta de otras ambiciones…- que se presiente en él de que parece preferir los espacios pequeños, pero abiertos, a los grandes pero manifiestamente cerrados. No importa, realmente. Escritor o no escritor, es un tipo perfectamente hiperbólico al que todos debiéramos conocer aunque sólo sea para soportarle mejor en compañía, y por todo lo dicho, y muchas cosas más que me dejo olvidadas por malsana pereza, os encomiendo a su abominable trato en las redes sin perder ni un minuto más. No obstante, os advierto también contra su uso y disfrute: menos mal que finalmente no existe, pero incluso no existiendo, su frecuentación puede alejar irremediablemente de la cursilería poética hacia terrenos por explorar más crudos, más, ¿cómo diría?, arduos…

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6 Comentarios

  1. says: Jato Sanchez

    Óscar, después de leerte me han entrado ganas de llamar a Pelayo, darle un abrazo e invitarle a una cerveza, o lo que se preste.

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