Confieso que he viajado

Ya pasó la Semana Santa, y San Jordi, y el puente de Mayo, y se aproxima el verano, y las carreteras, los aeropuertos, los trenes, los cruceros seguirán llenándose con mostrenca redundancia, y a Santa Ruta Viajera no le faltará trabajo, ni plegarias. En esas fechas y fastos varias decenas o centenas de personas han muerto o morirán, y varios cientos o miles han sufrido o sufrirán lesiones graves, y pérdidas de familia, salud, economía, trabajo… como consecuencia de esta mala manía de viajar, de desplazarnos que tenemos los inquietos seres humanos. La razón esencial que subyace a todos los motivos y causas de ese desasosiego, el “arche” que dirían los presocráticos, no es más que la asociación que hacemos los seres humanos modernos, posmodernos e hipermodernos entre viaje y felicidad. Viajar es uno de los criterios esenciales de la definición de felicidad en la actualidad. Parafraseando un viejo dicho, “familia que viaja, familia feliz”. Antes primaban otros criterios, como “salud dinero y amor”, pero ahora son viajar, comprar, hacer deporte, reírte mucho, el relax, el riesgo, la moda… etc. Pero sin duda viajar, o quizá junto con comprar, hacer deporte y reír, son los atributos esenciales de la buena vida y la felicidad.

 

Fotografía de Steve McCurry

 

Sin embargo, el sabio Pascal aseguraba que “todos los infortunios de los hombres derivan de no saber quedarse tranquilos en sus casas”, y eso que en su época pocos viajaban. Ahora viajar es un lugar común. Se asocia a placer, descanso, lujo y diferenciación. Viajar es un modo de vivir, de convivir, de ser y de existir. Una moda, una obligación, una costumbre, una obsesión. Si no viajas no estás al loro, ni eres guay. Hay viajes y destinos para todos los gustos, hay viajeros de toda condición, las distancias merman a tenor de la inquietud movediza, las fronteras desaparecen y el mundo ya no es suficiente para tanta impaciencia.

Pero cuando viajas no solo te alegras o felicitas, también te incomodas, ansías, arriesgas, mezclas, pierdes, a veces incluso te encuentras. Nunca sabes dónde va a acabar la maleta que llenaste con tu ropa y tus sueños.

 

Fotografía de Steve McCurry

Pero ¿por qué viajamos tanto? Las respuestas podríamos condensarlas en tres conceptos: “viajas luego existes”, “dime como viajas y te diré como eres”, y “viajar por viajar”, que usted mismo puede desarrollar, pues son obvias. De ellos se derivan a su vez varios corolarios menores, y también comunes, que condicionan, no tanto porqués, como los cómos y los paraqués de la conducta viajera: viaje y compras, viaje y gastronomía, viaje y deporte, viaje y lujo, viaje y familia, viaje y aventura, viaje y sexo…

Pero a donde quería llegar, valga el requiebro, es a que si viajamos tanto, con tanta desmesura e insensatez, es fácil que además de las maletas acabemos perdiendo la cordura. Por eso es comprensible que alguien acabe describiendo las patologías del viajar, como el síndrome de Ulises, el síndrome de Stendhal, el síndrome de Jerusalén, el síndrome del Camino de Santiago, etc. Todas esas no son más que descripciones de comportamientos humanos prototípicos que se producen como consecuencia de desajustes entre la persona estable y el medio cambiante, entra las capacidades de adaptación al cambio y las exigencias de adaptación que todo viaje implica. Son trastornos, dependencias, o, en algunos casos “vicios” hipermodernos.

 

Fotografía de Steve McCurry

Pero sin duda es mucho más interesante -y divertido- comprender la demasía del viajar como un pecado, no en vano linda con la lujuria, la pereza, la gula, la envidia, el orgullo, la avaricia y hasta la ira, para ello basta con pasar por un aeropuerto o por una carretera. Y es que, como diría Sabater, hoy día los pecados capitales son los símbolos del capital y viajar es uno de sus máximos exponentes. Por lo tanto, ante el confesionario de la sociedad laica, deberíamos decir “confieso que he viajado”, que he caído en la tentación de la desmesura turistera, contra la que ya nos advertían los griegos clásicos. El exceso típico de la modernidad frente a la sobriedad predicada por los filósofos clásicos, el desasosiego histérico hipermoderno frente a la sofrosine equilibrada de la vida retirada.

Claro que si pecas, y confiesas tus pecados, y te arrepientes, y cumples tu penitencia puedes retornar a la inocencia y la serenidad. Eso es lo bueno que tiene pecar, que siempre tiene perdón, frente a la pérdida de control que suponen las adicciones y las patologías de las desmesuras, que, como mucho, tienen tratamiento.

Por eso el inquieto Agustín de Hipona, tras una larga experiencia pecadora y alcanzar la santidad contenida, nos recetó un sabio consejo: “Peca, no tengas vicios”.

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