Música orquestal (II). Poemas sinfónicos y aledaños

Al inicio de nuestro recorrido por el mundo de la orquesta comentaba que, por su gigantesca amplitud, lo dividiríamos en dos partes. La primera la dedicamos íntegramente a la sinfonía, que en los 3 últimos siglos (va camino del cuarto) se ha mantenido como buque insignia de toda la música clásica, como la mayor valedora de su profundidad y alcance. Aunque la sinfonía es estilística y temáticamente flexible, no deja de poseer una estructura más o menos fija, y la exigencia que supone componer cada una de ellas condiciona en cierto sentido a sus creadores (no solo porque sea difícil completarlas, sino porque el público les pide más). Por eso, es en los géneros libres donde cada compositor puede dar rienda suelta a su personalidad y también donde se hace valer su verdadera capacidad para orquestar. Además, estos géneros, al no estar tan sujetos a los cánones marcados por la tradición europea, se han diversificado por todo el mundo, especialmente a partir del S. XX. A ellos va dedicada esta segunda parte.

El mundo romántico acuñó la etiqueta del poema sinfónicoque resulta suficientemente elegante y generalista como para que a ella se acojan la mayor parte de obras de un solo movimiento que no caben en ningún otro saco. Tal y como lo concebía Liszt (su principal impulsor), el poema sinfónico era una adaptación a la música de una obra de otro medio, preferentemente literario. Tomando como patrón el primer movimiento de una sinfonía, se trataba de hacerlo maleable y expandirlo, hasta convertirse en un todo autónomo y cerrado en sí mismo. Su aparición abrió un gran horizonte creativo, ya que rompió una larga tradición que agrupaba las piezas para orquesta únicamente en oberturas, sinfonías y suites. Desde entonces sería posible escribir partituras independientes que no tuvieran que pertenecer a un todo mayor y que no necesariamente tuvieran que ceñirse a unos patrones formales. Además, el poema sinfónico pronto rompió su atadura con el mundo literario y se dejó inspirar por cualquier cosa, desde un país entero hasta un sueño.

 

 

Todas estas obras son muy expresivas y desatan casi siempre el lado más emocional de sus autores. A veces esto da lugar a excesos de estilo o a conjuntos más irregulares que los de las sinfonías, pero cuando todo está equilibrado se acercan de forma muy íntima y abierta al oyente, explotando recursos tonales y tímbricos que en otro contexto resultarían artificiales o forzados, y brindando además la posibilidad de ser interpretadas de múltiples formas. Su épica es más lírica que heroica, incluso cuando responden a una intención claramente programática.

Al lado de los poemas sinfónicos, que aglutinan todo lo que no es catalogable de otra manera, están todas las otras obras que sí se ajustan a unos esquemas definidos con una finalidad concreta: presentar las líneas maestras de un todo mayor por medio de una obertura, exaltar gestas militares con marchas, dirigir el baile y resaltar elementos del folclore popular con una danza. De entrada, todas estas piezas están relegadas por su propia naturaleza a revestir un carácter menor, por mucho que gracias a su sencillez formal (y muchas veces también melódica) sean a menudo las favoritas del público (basta comprobar lo mucho que gusta el Concierto de Año Nuevo vienés o la de veces que la Danza Húngara n°5 de Brahms se ha utilizado como fondo musical o se toca en las calles). Pero la pericia de cada compositor y el encaje que pueda tener cada uno de estos géneros menores en su propio estilo y obsesiones artísticas hacen que en ocasiones trasciendan ampliamente su condición y adquieran una importante relevancia y entidad por sí mismas. Hay oberturas que valen mucho más que la obra que preludian, movimientos que justifican una suite entera, miniaturas que pasan por encima de sinfonías completas.

 

 

Hay también otro mundo orquestal que ha sido cultivado ampliamente por muchos compositores: la música para ballet. Si en las suites barrocas se juntaban varias piezas de distinto carácter en bloques de no más de 7-8 piezas, la música de ballet expande este concepto dejando muy abierto el número total de piezas a reunir y tomando prestados elementos de los poemas sinfónicos. Pensadas como mero soporte para su puesta en escena, algunas suites de ballet se quedan ciertamente cojas si no se ven coreografiadas en un teatro, pero las grandes partituras de este género se valen por sí solas. Incluso más que eso.

Una vez más, acompañamos este repaso de bolsillo con una lista donde se citan algunas de las obras que dan cuenta de todo lo que hemos descrito. El objetivo, como siempre, no es sólo volver a disfrutar lo ya conocido, sino invitar al lector/oyente a seguir descubriendo el grandísimo tesoro de la música.

 

 

 


 

 

Musica orquestal (1): la sinfonía

 

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