Muriendo bajo la lluvia

Fotografía Herman Leonard

“La lluvia empapaba las medias arañadas de “carreras” que surcaban de un lado a otro sus piernas. Las gotas rebotaban sobre sus zapatos rojos de tacón al caer como paracaidistas suicidas desde la cornisa del edificio que alojaba el Red Harvest en sus entrañas. Era incapaz de precisar el tiempo que había pasado colocada tras inyectarse la dosis de heroína que necesitaba.

Fotografía Herman Leonard


En ese momento, Peta Divine tenía la sensación de caminar por un abismo de nubes. Su cuerpo se contrajo en un violento espasmo, pero no tuvo fuerzas suficientes para voltearse, y un fogonazo de vómito se escanció sobre su pecho. Aun así, no se movió. Se sentía agotada, abandonada a su suerte en la soledad de aquel callejón. La señorita Divine se reconoció en el
despojo humano en que se había convertido, reflejado en los charcos de la lluvia que moteaban el suelo. Sintió asco de sí misma, un asco más repugnante que el vómito que manchaba su blusa, y se maldijo en silencio por estar de vuelta otra vez en el infierno. Unas escaleras de incendios
se erguían sobre su cabeza a tres metros sobre el suelo, y la lluvia y la herrumbre de la vieja estructura se desangraban en un charco oxidado por debajo de ésta.

Fotografía Herman Leonard

Los párpados de Peta Divine comenzaban a despegarse cuando, de repente, algo cayó provocando un sordo estruendo sobre el aguazal que la enfrentaba, salpicándola en el vestido y en la mancha de vómito que estarcía su pecho. Peta Divine contempló el cuerpo de aquel hombre sin emoción, mientras escuchaba las gotas de la lluvia repicando en sus zapatos y sobre los restos mortales del señor Muriel Martle tendidos en el suelo, calientes, defenestrados. Luego consultó su reloj de pulsera y, muy
lentamente, consiguió ponerse en pie. Peta Divine pasó por delante del cadáver de Muriel Martle y de su charco de sangre sin mirarlos, como si en realidad uno y otro nunca hubiesen estado allí. Resopló al pensar en lo que todavía le esperaba esa noche. Peta abrió de nuevo la puerta trasera del bar y entró. Fue como morir un poco más. La música del interior le golpeó en la cara con el mástil de una guitarra. Muddy Waters. No puedes perder lo que nunca has tenido.

Fotografía Herman Leonard


Una grabación de 1966 en el auditorio de Fillmore. La gente bebía en la barra. Risoteaban. Gritaban. Nada más verla, Jack Hardy le hizo una seña con la cabeza. Ella suspiró largamente, casi sin amargura. Se abrió paso entre los borrachos que orbitaban en la barra y, unos segundos más tarde, cerró tras de sí la puerta de los retretes y contempló a Jack Hardy, su barriga oblonga corcoveando bajo los faldones de la camisa, y una erección resplandeciente y púrpura, apuntándola.

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