Francisco García Pavón: dos miradas

García Pavón y el ensayismo literario.

Por José Rivero Serrano

La recuperación sesenta y ocho años después de su aparición en 1951, del trabajo de García Pavón Estudios manchegos. Tres ensayos y una carta, puede tener varias interpretaciones. Máxime si se observa la omisión que la edición de las Obras completas de 1996, realizaba sobre ese texto plural y agrupado, aparecido de forma sorprendente en Jerez de la Frontera en el año de 1951. Y que ahora con motivo del centenario del nacimiento en Tomelloso de García Pavón, Almud ediciones ofrece de nuevo.

Una de las causas del desplazamiento del citado trabajo, y finalmente de su apartamiento y omisión, puede responder a la preferencia sostenida por los lectores de Pavón y por la historiografía de la Literatura española sobre su obra narrativa, antes que en sus esfuerzos ensayísticos diversos.

Así el resumen literario de García Pavón que realizan Jordi Gracia y Domingo Rodenas en su trabajo de 2011 Historia de la literatura española: Derrota y restitución del la modernidad, 1939-2010, se aviene al reflejo de Plinio y de su mundo detectivesco cerrado y rural, más algún apunte sobre los cuentos autobiográficos que van desde los Cuentos de mamá (1952) y Las campanas de Tirteafuera (1955) o la novela premiada por el Nadal, El reino de Witiza (1968). Y es ello, claramente, lo que permanece de la escritura de García Pavón.

Por el contrario, la obra de García Pavón que podríamos agrupar de forma abierta y especulativa en el apartado del Ensayismo literario, se presenta con otras características formales y conceptuales bien diferentes. No se trata tanto de ejercicios de análisis literario específico, cuanto del desarrollo de herramientas analíticas sobre el hombre y sobre su medio desplegadas con instrumentalidad tanto literaria como pictórica, que tendrán una posterior traslación en sus ejercicios literarios más reconocidos. Sin olvidar los claros precedentes desde las anotaciones de Ortega y Gasset de Notas de andar y ver. Viajes, gentes, paisajes (1921), hasta el más desconocido trabajo de Antonio Cano Idealismo de la llanura (1936). Y entre ambos textos se estructura el esquema desplegado en  Estudios manchegos que se adivina como Pueblo /Paisaje/Carácter/Estampa, cercano al orteguiano de Viajes, gentes, paisajes. No hay que olvidar que durante estos años de elaboración de estos Estudios y Ensayos, Pavón rumia con el proyectos del  volumen esbozado en 1951, Viajes por La Mancha, derivado de las Notas de un viaje apresurado que trazó sobre Ciudad Real en ese mismo año.

Por ello, he definido esta posibilidad exploratoria en los ensayos de los años cincuenta, que no vuelven a tener continuidad en años posteriores, como las teoría de los dos cauces pavonianos: “Un cauce preliminar y primerizo de naturaleza ensayística, formado por trabajos diversos de exploración, tanteo y de conquista de los temas que le vienen interesando, que no son sólo apuntes sociológicos, anotaciones históricas o esbozos antropológicos, sino que todas esas observaciones y capturas ya se resuelven con técnicas literarias y con pinceles narrativos. Como ocurre, por ejemplo, en el cuento La matanza, aparecido en 1952 dentro de la colección “Cuentos de mamá”; donde cabalgan juntos la recreación memorialística con las trazas de la captura de cuadros etnográficos o de estampas antropológicas. Y un segundo cauce temático, de aguas más pausadas y serenas frente a la turbulencia juvenil, que desarrolla, fundamentalmente, asuntos de ficción en forma de cuentos y novelas. Nuevos desarrollos de sus preocupaciones que se retroalimentarán de las aguas hondas del cauce anterior, al que sólo le faltaba para fundamentar un relato novelesco, la trama y los personajes, como se evidencia en muchos de sus cuentos primeros; que más que asuntos narrativos componen cuadros y estampas de diverso calado”…

“Pienso, por otra parte, que ambos cauces configuran el universo preciso de la obra escrita del autor de Tomelloso y que, más allá del paralelismo con que circulan sus caudales sordos y acuosos, suponen dos momentos significativos en su quehacer literario y que, por ello, merece la pena explorar. En la medida en que el primer cauce, y no sólo cronológicamente hablando, recoge y destila las aguas de una observación minuciosa y atenta, presidida por algunas tempranas obsesiones: su pueblo, Tomelloso, su morfología y su biología, su vida y costumbres; el paisaje Manchego y su pasión por las llanuras y los llanazos; las visiones  de lo que fuera La Mancha, que se llevó tanto Cervantes como Quijano o Azorín; y finalmente, ese intento de caracterizar a la estirpe  del manchego y su propia personalidad vital, en un esfuerzo por idear un personaje blanco en el paisaje de colores concertados o en la ‘escena abigarrada’. Aunque esos cauces que no cuentan con trasvase aparente y visible, bien pudiera sospecharse que están interconectados a través de los veneros subterráneos, como ocurre en buena parte del tramo fluvial del Alto Guadiana, con aguas que se ocultan para luego, río abajo, surgir por encharcamiento”.

Todo podría concentrarse en la comparativa de las técnicas descriptivas de las escrituras literarias, como en los cauces citados antes, con el granulado propio de la técnica fotográfica. Frente al Grano fino de la imagen definida, enfocada y absorta que permite el trabajo del Ensayo; el Grano grueso que elude cierta silueta remarcada para proporcionar un tono difuso, una temperatura apropiada y un clima envolvente por impreciso. Donde la indefinición del objeto retratado y capturado no resta un ápice a la verosimilitud del Relato o del Cuento. Aunque haya veces que sea al revés: El Grano grueso del Ensayo desdibujado que proporciona más argumentos que imágenes; y el Grano fino de la Ficción visible que dibuja con escasos argumentos.

Francisco García Pavón, después de tantos años

por Ramón Gonzalez Correales

Acababa de irme a Madrid y en mi ciudad de procedencia nació un periódico que pretendía ser algo diferente al que existía, uno de esos diarios del Movimiento de entonces donde, por otro lado, escribían todos los que escribían, incluso algunos articulistas discretos, al lado de todas esas noticias inevitables de juegos florales y fiestas de guardar. Me ofrecieron hacer alguna entrevista en Madrid o donde fuera o escribir cualquier cosa que se me fuera ocurriendo. Publiqué solo una entrevista a un delegado de educación que me contó que él era un “funcionario, funcionario”, cosa que yo interpreté como mediocridad cuando probablemente era toda una declaración de principios de alguien que ya se sentía demócrata.  No publiqué, y mira que ahora me arrepiento, una entrevista que le hice en el Café Gijón a Francisco García Pavón, una tarde de primavera creo, en una mesa de esas que había al fondo a la izquierda, repanchingados los dos en un asiento de esos corridos que había adosados a la pared, creo que tapizados de piel verde (no se si verdadera ni seguro de ese color), con la grabadora en la mesa de mármol. Una cinta que luego no transcribí en el momento  y le fui dando largas y al final debió esconderse o desaparecer en uno de esos recovecos del tiempo y los cambios de casas. Quizá la tenga por algún sitio, cerca de mí, o quizá haya desaparecido para siempre.

Pintura de Antonio López García

Creo que lo contacté en esa “Casa de la Mancha” que había cerca de Sol, un primer piso que efectivamente olía a bragueta de casino de pueblo pero que a la vez era cálido, sólido y sombrío, y tenía un bar con tapas de pisto y asadillo y todos los periódicos provinciales y también acogía, a veces, reuniones de manchegos ilustres que iban por allí a hacer patria chica después de haber triunfado de alguna manera en la gran ciudad. Gente como Antonio López García o como Felix Grande, Eladio Cabañero o Garcia Pavón. Ya había leído muchos de sus libros de “Plinio” en el verano de COU y me habían producido una suerte de serenidad, como si hubiera encontrado un interlocutor que me hubiera contado que había otra vida posible en aquella tierra de veranos tórridos donde me sentía tan solo.  Sobre todo me gustaron “Los liberales”, que no he vuelto a leer desde entonces,  pero que me dejó la fragancia de otro país posible si no hubiera sido por la locura de los estúpidos que lo asfixiaron desde los dos extremos y arrasaron todos los sueños de libertad que incluso anidaron entre las viñas, en los casinos de pueblo donde había personas amables que gustaban de conversar y camareros como Perona (el que luego inventó Pavón para sus libros), que eran serviciales y lúcidos, independientes, observadores  y profesionales. Recuerdo haberlo leído en el frescor del portal de la casa de la abuela, en una de sus mecedoras, con las aspidistras que todavía me acompañan al lado ( la duración de esas plantas es algo extraordinario), en aquellas siestas interminables donde yo no me dormía y el tiempo cundía tanto.

Pavón debía de tener entonces cerca de sesenta años y estaba muy resentido porque lo habían apartado de la editorial Taurus, según él de mala manera, para poner a Jesús Aguirre, futuro duque de Alba. Era sin embargo un escritor conocido a nivel popular por la serie de televisión de su personaje de Plinio y un habitual del Café Gijón  donde según cuenta Umbral frecuentaba la tertulia de los poetas, con escritores como Gerardo Diego, José García Nieto, Jesús Juan Garcés, Juan Perez Creus, Luis Lopez Anglada, su paisano Eladio Cabañero (al que recuerdo moverse por allí, desaliñado y con zapatillas de cuadros, de mesa camilla) y a veces, Ignacio Aldecoa o Buero Vallejo.

Pintura antonio Lopez García

Se que estuvimos hablando más de dos horas pero mentiría si dijera que recuerdo concretamente de lo que conversamos. Me queda una sensación muy agradable de cordialidad, de que aguantó con estoicismo casi paternal, las preguntas tontas que seguro que le hice en aquel tiempo en que yo comenzaba a ideologizarme y trataba de ir de raro en gustos literarios, de alejarme lo más posible de lo que consideraba convencional y que me recordara al sitio del que venía. Recuerdo que quedamos vagamente en volver a vernos, pero no volvimos a vernos nunca más y yo lo fui olvidando, como uno de esos recuerdos del pasado de los que uno se termina avergonzando un poco, cuando luego se entera de que no pertenece a los mejores de ninguna generación y no es Benet, ni Ferlosio, ni Juan Goytisolo ni ninguno de esos escritores que luego descubre y que parece que dan prestigio, aunque pasado el tiempo te apetezca tan poco volver a ellos y se hayan desinflado tanto.

Y ahora, sin embargo, sí me apetece volver a García Pavón, explorar esa ambición que lo terminó llevando a Madrid desde un sitio como Tomelloso, Volver a sus relatos, a ese mundo de los pueblos grandes donde también había una vida compleja y grata, incluso en pleno franquismo, frente a lo algunos jóvenes creen ahora. Donde mucha gente escribía a medias para seguir escribiendo, para darse a conocer y poder salir de su pueblo y llevar otra vida.  Pavón que supo describir un mundo que casi ha desaparecido pero que yo aún conocí después de algunos años, cuando comencé a trabajar en él.  Un mundo áspero e inhóspito pero también de gente dura y muy sacrificada, austera, resignada, lista y entrañable. Gente en el fondo siempre abandonada, perdedores en la España vacía pero con un gran entusiasmo en prevalecer a pesar de todo. Siempre en un escenario de parajes solitarios y vida amenazada, donde tan a menudo se difumina el tiempo y los tiempos, como en el interior de esas casas y en esos aparadores que pinta Antonio López, donde la muerte se mezcla con la vida y dan ganas de huir y quizá de retornar alguna vez, porque esos perfiles tan detenidos y tan netos también subrayan la alegría que se anhela, la sustentan y la impulsan de una forma extrañamente sólida. Los ecos de una infancia con la que conviene reconciliarse para poder disfrutar del sol del final de la tarde.

Pintura Antonio López García


(…)“Francisco García Pavón, también de Tomelloso, era rubio y señorito, de ojos claros y cara melancólica, un poco sosa, aunque fácilmente se le animaba de mueca y aspaviento, en un conversar también un poco cervantino, plástico y arcaizante. Francisco García Pavón insistía con el ademán y la vida en su condición de señorito de pueblo, haciendo de ello una personalidad literaria, y escribía unos cuentos manchegos, costumbristas, muy bien contados, precisos de imagen, ricos de lenguaje, modernos de factura, que iba publicando en libros minoritarios y bellos, ya que aún no le había llegado la mayor fama de más tarde, en la que él trabajaba, sin duda, pacientemente, día a día, mas sin perder nunca el humor, la curiosidad o el gusto por el tema femenino. Había sido, un poco o un mucho, el que se había traído a Eladio a Madrid, y había entre ellos una relación paisana en la que persistía el trato de usted por parte de Eladio, como última prenda del recuerdo y la estructura social de Tomelloso”

(…)“Eladio Cabañero, albañil y manchego, había venido de Tomelloso, descomunal de cara y manos, figura un poco destrozada de afectividad, calvo a destiempo, pero calvo peinado, muy mandibulado, cegato de los que se perfilan, reidor, culto del Quijote, todo él con una humanidad abrumante, de una hombría ancha, desajustada, inteligente, cordialísima, pesado de pies y un poco caído de espalda, enamorado de las colegialas más líricas de Madrid y autor de libros como «Recordatorio», que eran una salmodia castellana, manchega, entrañable, viva, de la biografía y la tierra, con ternuras de Vallejo y memorias de Machado. Eladio andaba por pensiones confusas de Argüelles, trabajaba en editoriales y bibliotecas, hacía paquetes o corregía pruebas, y tenía la parla literaria, ocurrente, zumbona, culta y cazurra del gañán lírico que habrá siempre en él.

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