“Chernóbyl”: la épica de la catástrofe

(…) No vivimos sólo para nosotros.

     William Blake, The book of Thel

Tuvieron lugar infinidad de catástrofes antes de que naciéramos; ha habido unas cuantas después también, de menor monta, tal vez, pero el futuro parece preñadito ahora de ellas: hemos vivido una buena racha, pero esta se está acabando. La diferencia es que las catástrofes del mañana están siendo sobradamente anunciadas, mientras que las del pasado solían suceder por sorpresa, excepto cuando las vaticinaba la voz maldita de Cassandra. Chernóbyl, la serie del año, que ha triunfado en todo el mundo y que terminó en junio, trata de una catástrofe relativamente reciente pero también aprovecha para impartir la lección política consabida. Es evidente que una serie (puesto que a diferencia de otras series, más caóticas, Chernóbyl es como una película muy bien armada en cinco capítulos o episodios) que han coproducido británicos y norteamericanos no podía ser más que una crítica poco velada del sistema soviético, pero esto, que ya está muy visto, pienso que es lo de menos. El último capítulo, de hecho, es el peor, el más estereotipado, porque es donde la demonización de las economías planificadas es más clara y menos matizada, pese a que sus ataques sean enteramente justos.

Llega el terrible jefe de la KGB y ya sabemos todos que detrás de él, como su sombra inmensa y tenebrosa, se moviliza toda la fuerza del totalitarismo comunista, que entiende a los hombres como funciones del estado y al que le resulta fácil sustituir unos por otros. La filosofía marxista-leninista es lo que tiene de malo, fundamentalmente: que fue concebida como una metafísica de la verdad, pero de la verdad práctica, es decir, de un tipo de verdad que no conoce excepciones o dudas y que sólo existe en su plasmación política. Ojalá muchos marxistas concibieran que la doctrina del viejo Marx no es más que un modelo de análisis, una proyección teórica especialmente convincente o fructífera, un instrumento… Pero no, siempre tienden a verla como el programa antropológico definitivo, como la restauración irresistible de una Edad Dorada que jamás existió. Chernóbyl vuelve a incidir en ese punto, es decir, en el error que supuso poner tanta fe en una verdad tan peligrosamente humana como creer que un escritor político muy vehemente del siglo XIX había descubierto él solo y como por arte de magia -dialéctica- la fórmula de la felicidad eterna, la piedra filosofal que convertiría el plomo de la existencia fatigosa en el oro de la fraternidad universal. Resultó una gran cagada, ya lo sabemos, las cosas jamás serán tan fáciles, debemos desconfiar de las soluciones universales como desconfiamos de los diagnósticos precipitados: no existen, y nunca existirán, aspirinas filosóficas, la vida requiere ingeniárselas a cada momento. La serie repite eso en la misma forma en que se ha hecho en mil películas desde el inicio de la Guerra Fría, pero me parece a mí que con mucho más respeto, y sólo por eso, y por la dimensión histórica y moral del desastre, creo que merece la pena verla.

Porque la URSS queda mal, como sistema político, pero sus ciudadanos no. Hay una auténtica épica, en Chernóbyl, del hombre común que se sacrifica por el colectivo. Es realmente emocionante la escena en la que el ministro del carbón recluta a un grupo de mineros, aunque la historia nos cuenta que lo que hicieron estos hombres bragados no sirvió para nada. Podríamos hasta llegar a pensar, ¡Hayek nos asista!, que la pedagogía comunista sirvió al menos para eso, para educar a varias generaciones rusas en el sentido del esfuerzo colectivo, cosa que mediante el feroz individualismo del capitalismo occidental resulta bastante más difícil de encontrar. No sólo el pueblo llano, la gente sufrida y normal, también los políticos, y los científicos, salen bien parados en Chernóbyl (incluso Gorbachov, dado que, además, el problema era anterior a él y lo desconocía). Según su propia tesis, lo que la serie querría es haber dejado testimonio de algo así como de que la ciencia ha de estar siempre por encima de los tejemanejes políticos, y es verdad que la memoria de la Unión Soviética padecerá eterno bochorno por casos como el de Lysenko y otros.

Pero es también cierto que la radiactividad a la escala en que el hombre la produce es algo que no existe en la naturaleza, sino que hemos provocado en ella, como diría Heidegger, al tiempo que ella, la naturaleza, nos provoca en cierto modo a darle manifestación o salida organizada. Chernóbyl nos quiere convencer, como es habitual en estas ficciones, de que la técnica es neutra, de que es como el pharmakón platónico, algo que adquiriría su naturaleza específica dependiendo del uso o abuso que le demos. Yo no lo creo, yo creo, contra Trump, que si tienes una pistola se va terminar disparando contra alguien, que si, contra Escohotado esta vez, adquieres heroína vas a terminar muy delgadito, que si te compras un móvil vas a terminar consultándolo desde que te levantas y que si instalas una central nuclear terminarás poniendo al cargo a algún Homer Simpson. El objeto hace el uso, es una fantasía eso del consumidor omnipotente que goza de liber arbitrio total para hacer o no hacer. Otro asunto es que por ello un estado tenga derecho a prohibir lo que considere, y yo, desde luego, prefiero un mundo donde se vendan destilados de alcohol que te pueden joder la vida a uno donde impere una muy contraproducente Ley Seca… (En Chernóbyl, por cierto, se bebe mucho vodka, el riego sanguíneo incoloro del gigante ruso).

La radioactividad es con toda seguridad la cosa más duradera que el hombre haya hecho sobre la Tierra. Cuando la especie esté extinguida, cuando hasta la estatura de la libertad de El planeta de los simios sea polvo, todavía habrá atolones radioactivos en el Pacífico, sino en el planeta entero. Isaac Asimov fantaseo sobre eso: hizo que en un remotísimo futuro la memoria de la Tierra se perdiese en la Vía Láctea y que de ella no quedase más que una bola inhabitable de radioactividad. Haces una prueba nuclear en Muroroa -los franceses, me parece recordar- y dejas una pestilencia allí que durará 25mil años de vida media, que se dice pronto. Esa va a ser, me temo, la única huella duradera de vida inteligente sobre el tercer planeta del sistema solar que se encontrarían los ETs. Chernóbyl versa sobre eso, y versa, por supuesto, sobre la inevitable corrupción del siniestro sistema policial y burocrático soviético (la frase de Perón: “el ser humano es bueno, pero vigilado es aún mejor”), pero versa también sobre la solidaridad entre los hombres en situaciones extremas, y en eso me recuerda a La peste de Albert Camus sólo que con menos relleno filosófico.

Parece que lo de dirigirse a los demás como “camarada” en aquellos tiempos ya extintos tuvo alguna verdad y algún sentido. Por supuesto, y como señaló Orwell, algunos eran más camaradas entre sí que otros, pero ya se sabe. En general, los adultos somos bastante gilipollas y no hacemos más que el idiota -sobre todo en la televisión, “basura revelada” como decía muy bien el gañán de Gustavo Bueno, que tenía sus cosas aparte de dar el pecho a Santiago Abascal-, pero quiero creer que a la hora de la verdad reaccionamos como debemos, o como no nos queda más otra que hacer. Así, los momentos más duros, pero también más sensibles de la serie son aquellos en los que la catástrofe afecta a los bebés humanos, pero no sólo a ellos, sino también a los cachorrillos de perro. Hay una profunda verdad en ello, a mi modo de ver. Y si no la hay, y todo se queda en una idealización incluso del adversario ideológico, estaremos jodidos, como especie: nos tragaremos la servidumbre digital, sufriremos el cambio climático, votaremos a Salvini, comeremos algas estofadas y cambiaremos de canal en nuestras retinas. Chernóbyl, como Years and Years, dura tan sólo una temporada: se dice lo que se tiene que decir y más vale que el espectador no lo olvide. Ambas son series que parecen deprimentes, pero enseguida se encuentra uno con que rezuman esperanza. La técnica no nos va a salvar de nosotros mismos, la técnica es una pistola cargada que hay que coger con miedo y con guantes, pero sólo si antes aprendemos que el individualismo tanto como el colectivismo extremos son estúpidos e irreales, y que otros Chernóbyl amenazan si no hacemos las cosas unidos. Una vieja paradoja: “Si no soy para mi, ¿quién iba a ser por mí en mi lugar?, pero si soy sólo única y exclusivamente para mi, ¿para qué demonios iba a ser yo nada en absoluto?”…

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