El bumerán de la tragedia del Torino

Turín vuelve a ser estos días la capital del fútbol italiano. Los pulmones de la Vecchia Signora han conseguido apartar de un soplido las cenizas de la sospecha, y refundado en sus principios tras purgar sus penas por amaño de partidos, la Juventus prepara el hilo de oro para coser a su solapa su tercera estrella dorada, más cerca después de la consecución de su vigésimo octavo Scudetto (se le han retirado dos de ellos por sanción). Media Turín festeja estos días un triunfo que no vivían desde hace nueve años, y celebran que la Juve vuelve a ser un referente en el fútbol europeo, también mundial. No muy lejos de allí, en el corazón de Turín, una afición con la mirada teñida de grana cruza los dedos para que el tramo final del curso aúpe a los suyos, el Torino, de nuevo a la elite del país, después de una costosa travesía por la Serie B.

Urtain, derrota en el combate de la vida

España miraba al cielo aquel mes de julio de 1992. Concretamente, al cielo de Barcelona, por el que volaba la flecha lanzada por Antonio Rebollo desde el centro del estadio olímpico, camino del pebetero que anunciaba el inicio de los que fueron llamados los mejores Juegos Olímpicos de la historia moderna. Aquello sucedió en la noche del 25 de julio. Cuatro días antes, el protagonista fue el azul de Madrid. El 21 de julio de 1992, un cuerpo volaba cielo abajo el madrileño verano en el barrio del Pilar.

Manolo Preciado, demasiado corazón

Incluso en ese paraíso artificial que es el mundo del fútbol, nada te golpea tan fuerte como la vida. Lo sabía muy bien Manolo Preciado, que escondía bajo una mirada abierta de par en par la tristeza de tres pérdidas consecutivas, las tres prácticamente irreparables. El destino fue deshojando a Manolo Preciado con una crueldad que abruma, arrancándole, primero, el pétalo de su mujer con la garra siempre zafia del cáncer. Después, estiró de la flor el nombre de su hijo Raúl, al que se llevó un accidente de moto. Preciado siguió en pie. “La vida me ha golpeado fuerte. Cuando murieron mi mujer y mi hijo podría haberme pegado un tiro, o mirar al cielo y crecer. Decidí lo segundo”, decía.

El sueño de carbono de Oscar Pistorius

El pequeño Oscar tenía once meses cuando los médicos fruncieron el ceño. Algo no iba bien. Sin haber vuelto todavía por completo las doce hojas de un calendario de pared, aquel mico que braceaba y lloraba a partes iguales, pataleando también, tenía que pasar por el quirófano para corregir una malformación ósea que con el tiempo hubiera degenerado de mala manera. Y la única forma de corregir era amputar. Así, sin haber bajado apenas de la cuna, el pequeño pretoriano se enfrentó, sin saberlo, a un momento que iba a cambiar su vida al principio del otoño de 1987. El pequeño Pistorius entró al quirófano con una malformación ósea y salió sin ella, pero pagó un precio elevado: le amputaron, de la rodilla hacia abajo, sus dos piernas.