Son las ocho y media de la mañana y el sol cae ya a plomo incluso en Castilla la Vieja. Las mujeres salen de las casas para barrer la puerta mientras algunos hombres empiezan el día con un carajillo en la terraza del bar. Yo, que hago jogging, paso por delante de unas y de otros suscitando exclamaciones de sorpresa (“¿Pero ande vas tan deprisa?”) y ánimo (“¡Pedalea, hermosa, pedalea!”). No me paro, sólo sonrío con un mohín de agradecimiento; sigo mi ruta fuera del pueblo, por los caminos que bordean campos de girasoles, donde señores y señoras en pantalón corto rinden su tributo al colesterol. Y yo, que me debo al vientre plano y muslo firme, les adelanto ante sus miradas de admiración. Al principio mis jadeos perturbaban el caminar seguro de los jubilados, pero ahora que formo parte del paisaje mi juvenil carrera les es tan tranquila como sus paseos.

Un vistazo a la música que llevo en el iPod bastaría para desmentir el carácter plácido del deporte. Durante media hora, mis auriculares atruenan con la pasión de unos Ojos verdes, los aullidos cósmicos de la Joplin o el perreo fino de un son cubano, por citar algunas de las arengas musicales que me estimulan en el ejercicio del cuerpo. Entre todas ellas hay una canción que sin duda destaca, que me hace marchar erguida y acelera mis zancadas como si se tratara de la última carrera de mi vida, hasta tener que parar y, exhausta, recogerme sobre mis rodillas. Sé que no debería enorgullecerme: la canción es Tomorrow Belongs to Me, de la película Cabaret (Bob Fosse, 1972).

 

 

Evidentemente (sólo hay que mirar esta secuencia) es un himno fascista. Está compuesto para enardecer el espíritu y acallar las conciencias, para levantar la vista al cielo azul entre los tilos y alzar el brazo por todo el oro que el Rin lleva en su seno, para glorificar la rectitud de la nariz aria y la fuerza guerrera de un ejército polimorfo olvidando… ¿Olvidando qué? ¿Qué es lo que oculta una frase tan ortodoxa, desde un punto de vista terapéutico, como que “el mañana me pertenece”?

El estribillo en cuestión incurre en dos errores de bulto. Y es que ni el futuro es un sencillo “mañana” ni es susceptible de sujetarse al derecho de propiedad. Resumir en mañana todo el porvenir implica simplificarlo a cielo o a infierno, reducirlo a tierra de salvación o de condena, o, por decirlo en términos políticos, apostar por el mesianismo. También: abolir el tiempo histórico y entrar en otro eterno; tal es la promesa clásica del monoteísmo y tal era la intención del Reich que iba a durar mil años. Parece de sentido común pensar que esto es improbable. Por si fuera poco, ese mañana es mío, nada menos que mío. Estas palabras, precisamente por falsas, pueden ser consoladoras; si algún ingenuo se lo cree, o se da de bruces contra la realidad o trata de modificarla a su deseo. La mejor manera de hacer efectiva y demostrar la posesión del futuro es, por supuesto, eliminar todo obstáculo presente que se interponga entre yo, nosotros, y el poder.

 

 

Por eso se comienza con cosas pequeñas, símbolos del triunfo de la voluntad. La velocidad de los atletas, la potencia del salto de longitud, la gracia del salto de altura, la belleza del nadador como signo de vigor, producto de una disciplina impuesta a todo desfallecimiento humano. Podemos hacerlo y lo hacemos, afirma la cineasta Leni Riefenstahl. Vemos Olympia (Riefenstahl, 1938) y sólo nos quedamos boquiabiertos, fascinados. Ah, es hermoso contemplar cómo el ser humano se sobrepone a sus debilidades naturales: cómo un cuerpo proporcionado se mueve con precisión matemática. Es hermoso contemplar el sometimiento de la naturaleza, igual que son hermosas, ay, las multitudes que hacen el paso de la oca en El triunfo de la voluntad (Riefenstahl, 1935). Absortos, miramos la pantalla: no hay estandarte que se balancee, no hay soldado que se descompase en la concentración nacionalsocialista de Núremberg. Notamos un escalofrío. No puede ser, no es posible, y me refiero tanto a la existencia de esos complicados desfiles coreografiados como a la manera impecable de ejecutarlos. No es posible.

 

 

No lo es. Ese derroche de armonía y belleza no es pensable sin una trastienda de horrores y sufrimiento: ya no. Cualquiera sabe que la realidad es impredecible y desordenada y que hay cosas que no se pueden cambiar, y que querer cambiar lo que no se puede cambiar comporta un coste tanto más alto cuanto más completo y rápido sea el cambio. Pero la gran victoria psicológica del fascismo es hacernos creer lo increíble: que un cabo austriaco bajito y moreno es el líder militar de la superior raza alemana, que la muchedumbre se organiza espontáneamente según patrones geométricos, que el compatriota Oppenheimer (por ejemplo) ha conspirado contra la patria, su patria, o que mi vida exige el exterminio de millones de personas porque, señores, el mañana me pertenece. Forzar el pensamiento es un mecanismo básico de la ideología fascista. No trata de resolver las contradicciones entre lo que debería ser y lo que en realidad es, ni siquiera de asumirlas – solución cotidiana – sino de suprimirlas por decreto-ley. Para ello necesitamos silenciar el sentido común y acallar nuestra conciencia; a la coacción física se le suma el asombro ante la belleza. Cada uno de nuestros miembros, hasta ahora en suspenso, vibra con la voz del joven rubio. En el embeleso musical, el grupo sería (seríamos) capaces de admitir cualquier cosa y de hacer cualquier cosa. El fascismo invade el éxtasis privado y se apropia de él para que sea medio y fin público: este acto violento – ética, políticamente hablando – es lo que no hay que olvidar. Porque, ¿quién no ha sentido aquel éxtasis alguna vez? ¿Quién renuncia a él? Cerramos los ojos y nos convertimos en una fuerza natural. La voluntad se reintegra con honores en el orden del mundo: teoría y práctica se reconcilian apasionadamente y nosotros, yo, sólo vemos y sentimos música y oímos la perfección del universo. El mañana nos pertenece.

 

 

Algo de ese poderío siento yo en los últimos minutos de sprint. Un paso más, una bocanada más de aire. Me alienta, ya lo he dicho, el anhelo de un cuerpo ágil y delicado, y la moral para superar mi debilidad por los dulces. Sí, yo también creo entonces que mi cuerpo vencerá sus propias apetencias, que el esfuerzo de treinta minutos corriendo satisfará mis instintos, que ese dolor en el costado se transformará en placer cuando, entregada, bata mi propia marca (un segundo más, una baldosa más) y tenga que parar. Durante unos segundos, es así; luego me costará respirar y tendré agujetas en los gemelos, pero habré conquistado unos segundos de inmortalidad. ¿Acaso voy a rechazar el éxtasis de los sentidos?

 


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3 Comentarios

  1. Precioso artículo. Enhorabuena.

    No es posible. Cuando visualizo los discursos de Hitler y toda su parafernalia me parecen siempre irreales. Eso no pudo suceder. Y me hipnotizan y me fascinan… ¿Cómo pudieron hacer algo así? Y los entiendo (entiéndanse) y quizá habría sido, sin dudarlo un segundo, uno de ellos si hubiera nacido en el bando y la época equivocada. Habría caído con toda seguridad en su hechizo, en ese “triunfo de la voluntad”… ¿Hay alguien más guapo, más seguro de sí mismo, más “sobrehumano”, que un oficial de las SS?

  2. says: Manuel

    Me temo que su encendido alegato contra Tomorrow Belongs To Me, dispara flechas certeras pero apunta en la dirección errónea. No es, por evidente que le parezca, un himno fascista. Bob Fosse consigue que el espectador o espectadora desinformado crea exactamente eso. La pieza, compuesta por Kander y Ebb para el musical en el que se basa la película, está posiblemente inspirada en la tonada “Die lorelei” http://www.youtube.com/watch?v=ZdOUWbYnsFA , cuya letra es un poema de H. Heine, autor judío censurado por el régimen nazi, como sin duda vd. sabrá. No “está compuesto para enardecer el espíritu y acallar las conciencias”; está compuesto para provocar en el espectador la contradicción entre lo que oye, lo que siente, -el “éxtasis”, en sus propias palabras- y lo que implica en el contexto de la escena.
    En la entrada de la película en IMDB aclara también el frecuente equívoco: It has often been mistaken for a genuine “Nazi anthem” and has led to the songwriters being accused of anti-Semitism. This would be most surprising, as they are, in fact, Jewish .

    Un saludo.

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