Acababa de ver dos películas seguidas, de esas de las que presumo de ver, de esas de las que más de la mitad de la gente que conozco dirían que son una basura y la otra mitad (entre la que me encuentro) se pondría a hablar de pedanterías e intentaría parecer más culto e inteligente de lo que realmente es.  El caso es que ambas películas tenían, fuera de toda pose pseudointelectual, una atmósfera onírica, hipnótica, una forma diferente de narrar y observar a la del cine convencional. Y fueron más de tres horas delante de la pantalla, más que suficientes para que una sensibilidad como la mía quedara tocada, un poco trasfigurada.

Salí a estirar las piernas. El día estaba nublado, de un pesado gris plomizo. Una fina llovizna envolvía las calles, como si fuera un manto semitransparente. Las luces de las farolas y de los automóviles tintineaban fantasmagóricamente. Sentí una confortable soledad. Paseaba en cualquier dirección, daba igual, no tenía ninguna prisa por llegar a ningún lado ni ningún lugar a donde ir. Podría pasear durante horas o volver inmediatamente a casa. Ninguna preocupación perturbaba mi mente. Supongo que eso es a lo que los griegos llamaban ataraxia. Con todos los planetas alineados de semejante forma, con todo el cosmos confabulando de esta manera, el resultado no podría ser diferente: misticismo. Wittgenstein hablaba de varios tipos de experiencia místicas. Una de las célebres sentencias de su Tractatus afirma que lo místico no es cómo sea el mundo, sino que sea. Es parcialmente cierto: la gran pregunta filosófica por excelencia es ¿por qué el ser y no más bien la nada? Pero es solo parcialmente cierto. Es una sensación sublime sentir que todo existe. Los edificios, los coches, la gente, la misma lluvia, existen, están por todos lados. Pero, al contrario que para Wittgenstein, a mí me parecía mucho más profundo el hecho de cómo es el mundo. No me parecía tan increíble el hecho de que la luz existiera, sino que ondulara y se debilitara a través de las finas gotas de agua. Wittgenstein se refería a que la ciencia puede hablarnos, puede explicarnos cómo es el mundo, pero calla estrepitosamente ante el fenómeno de la existencia. Por eso, para él, las características del mundo no eran lo místico. Quizá es porque mi época es muy antimetafísica, quizá es porque mis ojos, irremediablemente hijos de mi tiempo, son diferentes a los del austríaco, pero a mí me daba igual que las cosas existieran. La auténtica experiencia mística era que el mundo es como es.

 

 

Y entonces llegaba el segundo momento: la extrañeza. Llegaba el momento en que uno se encuentra a 10.000 kilómetros de todo hombre y de todo lugar, lo más lejos que uno puede sentirse de todo. La realidad se hace espectral, se hace extraña, irreal. Todo parece un confuso sueño. Durante mucho tiempo no había podido comprender por qué los griegos dudaron de la existencia del mundo de los sentidos. No podía entender como Platón o Parménides pensaron de veras que todo lo que observamos constituía un velo que no dejaba ver la auténtica verdad. Me parecía una soberana estupidez tener que inventarse otro mundo, diferente al que tenemos delante, para encontrar allí el auténtico conocimiento. Pero Platón y Parménides serían de todo menos estúpidos y, seguramente, que basaron sus teorías en experiencias como la que yo tenía esa tarde gris. Su palabra griega para hablar de la verdad era aletheia, para mí, una de las palabras más hermosas que hay. Significa literalmente, desvelar, sacar a la luz lo que está oculto. El mundo es un engaño, un sueño, o una pesadilla, puesta allí por el genio maligno de Descartes. Hay que poner en tela de juicio el mundo, suspenderlo, quitar el schopenhauariano velo de Maya, para llegar a la aletheia, la contemplación de la verdad desnuda.

 

Pero no, yo seguía en mis trece: no hay otro mundo más allá de éste. No me hace falta otra realidad, con ésta es más que suficiente. Si es fantasmagórica no me importa vivir entre fantasmas. Y tampoco me importaba el por qué de la existencia de la realidad. En esos momentos la realidad me fascinaba tal y como era. Lo místico es cómo es el mundo.  Entre las luces, los automóviles y la lluvia… ¡había gente! Personas caminaban y se cruzaban conmigo. Yo, un ser invisible, un astro errante que los atravesaba desde nueve dimensiones más allá, observaba que esas personas vivían, andaban de un lado para otro preocupados en sus quehaceres. Iban a comprar, a una cita, volvían a sus casas… con sus mentes llenas de creencias, deseos, preocupaciones… ¡Y eran muchísimos! ¡El mundo está lleno de gente! Y esa gente hablaba. En algún lugar de su cerebro se disparaban potenciales de acción eléctricos que conseguían mover músculos. Y esos cuerpos estriados se movían ágilmente de tal modo que hacían vibrar el aire. Y esas vibraciones viajaban mecánicamente por el sistema de transmisión de sonido que es nuestro oído. En ese instante de la vida del Universo, millones de yunques, martillos y estribos vibraban y vibraban. Y de nuevo, las vibraciones se codificaban en nuevas señales eléctricas. Milagro de los milagros: dos trozos de materia eran capaces de comunicarse, dos consciencias salían de su solipsismo y eran capaces de intercambiar información. ¡Eso es lo místico!

Volví a casa. Salí de mi trastorno y retorné a la cotidianeidad. Volví a ser un humano más. Como siempre, la moraleja fue el deseo de aprender más, de entender mejor cómo es el mundo. Abrí un libro de neuropsicología. Vuelta a empezar.

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