Krahe, a cuatro manos

1. Por Óscar Sánchez Vadillo

El secreto parecía estar en no cambiar, como una estatua humilde picada por los pájaros. Jamás por nada del mundo afeitarse la barba, dejar de hacer siempre la misma canción tragicómica y ni hablar de tener hijos, hipoteca, mascota o coche, quita, quita.  Pero no por arrogancia o por imagen, al contrario: por saber desde muy pronto que nada se sabe, por estar ya tan perforado de incertidumbres triviales que para qué fingir. Krahe, el Sócrates cantor, cuya voz salía en directo como el chorro intermitente y pobretón del caño de una fuente de pueblo. Y, después, imposible perdonar la copa, el cigarrillo y algún amago chusco de ligue con el hembraje del público, una y otra vez, hasta el fin, que tampoco es para tanto.

Aunque le vi también en alguna ocasión en en el Café Central, recuerdo sobre todo un recital en el Paraninfo de Filosofía de la Universidad Complutense de Madrid. Allí Javier encajaba como un guante y estuvimos todo el estudiantado casi núbil con la boca abierta durante toda la sucesión de grandes anécdotas y pequeñas verdades musicadas. El tema que más me impresionó entonces fue el siguiente, epítome de humildad anarcoburguesa:

2. Por Conchi Sánchez

Si tuviera que rescatar todos mis recuerdos de Javier Krahe y meterlos en una bolsa, su tamaño, tal vez, no superaría el de un pequeño saquito de tela. No se escuchaba en mi casa, ni en mi entorno -era una niña cuando se publicó ‘La Mandrágora’, en el 81-, pero sus letras acabaron por encontrar un hueco entre mis guitarreos adolescentes. Por esta razón, en esa bolsa pequeña sólo guardo un estribillo, una actitud, su barba, y una voz partida en pequeños trozos que parecía querer reunir cada vez que cantaba.

El estribillo, por supuesto, es el del “gilipollas”. Para mí, que no verbalicé ningún taco hasta los 18 -una frontera casi física que salté con mucho desparpajo, llenando mi discurso de todas las palabras malsonantes que había atesorado hasta entonces- poder repasar mentalmente su ‘Marieta’ desde años antes de la mayoría de edad suponía una auténtica liberación. Y también me traía una certeza. No entendía por qué aquella mujer tarambana y sin juicio huía de alguien que trataba de regalarle canciones, flores y bicicletas. Y también risas.  Al menos, me las regalaba a mí, irremediablemente, cada vez que escuchaba – y escucho- la canción. No se me ha ocurrido nunca huir de quien quiere empujarme la sonrisa con ingenio.

Y la actitud que guardo de Krahe tiene que ver con su rebeldía permanente, hasta contra sí mismo a veces, revisándose por si se había quedado demasiado tiempo quieto en un lugar. Al fin y al cabo, su rebeldía era una buena manera de estar, de agitar y agitarse, de tratar de cambiar el mundo desde su círculo de influencia, la distancia precisa que alcanzan sus canciones.

Cierro mi pequeña bolsa ahora y no dejo de pensar que,  de ser Marieta, tal vez yo nunca hubiera cambiado su bici por un Rolls.

3. Por Jaime González

Yo, de joven, quería ser de mayor como Krahe, qué crack. Siempre que oía su apellido me saltaba como un muelle la asociación de ideas:

¡Krausismo!

¿Krausista, Krahe? No creo. No se tomaba a sí mismo tan en serio.

Yo quería ser como Krahe porque tenía un aire de Sócrates delirante y vivía tumbado, no en un barril — que para eso no era suficientemente cínico — sino en un sofá, dedicado a la vida contemplativa, en áurea mediocritas. Trabajaba lo imprescindible, apenas un mes al año, para componer una docena de canciones sin levantarse del sofá.

Y así le salían pequeñas joyas al modo de Antípodas. El mundo, visto del revés, es idéntico y simétrico al que vemos. Tiene su lógica: ¿No es esférico nuestro planeta? Pues entonces, es mucho más cómodo explicarlo desde el sofá anatómico de nuestro punto geodésico. No es por ser esdrújulo, pero resulta mucho más explícito y económico.

Krahe era un krausista vuelto del revés, un Diógenes que se masturbaba en público con tres acordes y eyaculaba canciones como Mi mano en pena, cosechando amplias carcajadas femeninas en lugar de severas reprimendas atenienses.

Aunque debió tenerlo a tiro, nunca quiso ser un sex-symbol y así lo expresó claramente en “No todo va a ser follar”. Hace falta estar muy cabeza abajo para afirmar ciertas verdades que nadie quiere admitir negando lo contrario de lo que se dice, — eso que se llama ironía, ustedes ya me entienden, guiño, guiño – y que el público lo celebre mayoritariamente. Lo que decíamos antes, las cosas vistas del revés son más fácilmente comprensibles.

Pues sí, no todo va a ser follar. También habrá que cumplir con las obligaciones laborales; habrá que leer los suplementos culturales, y habrá que soltar una lagrimita por los óbitos de los artistas cuando lo manda el santo telediario. Qué pereza. No, maestro Krahe, usted ya no tendrá que hacerlo. Para usted la follanga y las demás insignificancias ya son un problema menos. Reciba mi sincera felicitación. De mayor yo también haré como usted. Ahora, si me disculpa, creo que me vuelvo para mi sofá.

4. Por Ramón González Correales

Hay un momento en la vida en que todos nos damos cuenta de que lo peor puede suceder en cualquier momento, de que todo puede perderse, de que hay que esforzarse mucho sólo para poder mantenerse simplemente de pie, de que nada es del todo confiable y que la realidad está llena de espejismos y es sumamente frágil, pero el dolor nunca es una fantasía cuando nos muerde de verdad como la boca de un tigre, casi siempre por sorpresa.

Cuando descubrimos que siempre caminaremos por un campo de minas solemos optar por muchas maneras diferentes de engañarnos un poco para poder seguir viviendo. A veces decidimos ignorar el peligro y caminar por el campo con alegría, al menos hasta que suceda la primera explosión y nos haga plantearnos el problema de nuevo. Otras decidimos caminar tan alerta, que el miedo termina inundandonos y al final no podemos dar ni un paso y acabamos muertos en vida poniendo velas a cualquier mecanismo supersticioso.

Unos pocos optan por no moverse del punto de salida y sacar partido a esa forma de lucidez viviendo como si todo estuviera perdido, como si ya hubieran llegado al final y se fueran a morir al día siguiente (confiando, eso si, en que probablemente no ocurra), como si nada importara nada (aunque desde esa atalaya siempre se cree distinguir lo verdaderamente importante con mucha intensidad), como si sobraran los abalorios y su reino no fuera nunca de este mundo en el que, por otro lado, puede ocurrir que no vivan mal del todo y encuentren una rara intensidad o incluso terminen escribiendo canciones que le gusten a la gente.

Javier Krahe era un juglar de buena familia que iba de aguafiestas y que nunca se apartó de una postura que tengo la sensación que a veces debía resultarle incomoda o aburrida, como ocurre cuando uno no se levanta de vez en cuando a estirar las piernas después de haber estado sentado en el mismo sitio mucho tiempo. Siempre recuerdo haberlo visto con las mismas camisas, con las mismas barbas un poco amarillas, con parecidas opiniones muy rotundas y bastante previsibles, sin parar de fumar o de beber, con esa obligación de llevar la contraria a casi todo lo que se supone que un tipo así tiene que llevar la contraria en un país como éste y de ser coherente hasta en cosas como no ir nunca al dentista porque se supone que eso debe ser una debilidad burguesa, como triunfar y ganar dinero.

Tuvo su momento feliz en los últimos años setenta, con La Mandragora, cuando se precisaban argumentos contra la dictadura y sus buenas costumbres y luego permaneció como una sombra lejana y triste de Sabina, del que podía apetecer escuchar de tarde en tarde alguna canción o verlo en un concierto para recordar los viejos tiempos, pero sin pasarse demasiado de la dosis, porque era fácil  cansarse del sonsonete y acordarse de aquella canción de Aute sobre los cantautores de su generación.

krahe

Tenía su público fiel que lo consideraba un artista legendario, bohemio y auténtico, que no se había vendido a la fama ni al sistema (como su amigo Sabina) y él parecía gozar a medias de esa coherencia que por otro lado cada día parecía costarle más trabajo ejercitar y , desde luego, le empeoraba cada vez más el aspecto. Decía en las entrevistas cosas como que no le gustaba trabajar, que escribía siempre en papel y que la civilización lo había jodido todo y nos había impedido vivir como buenos salvajes de las islas de los mares del sur.

Dicen los que le conocían que con una copa, por las noches, era un interlocutor admirable y culto y es muy probable que fuera verdad. En los conciertos a veces se comportaba como un predicador que impartía moralina a un público fiel que lo utilizaba como un ungüento para sus heridas o quizá para sonreír un poco con algunas letras demoledoras o tiernas que trasparentaban a un tipo sentimental, con sentido del humor, quizá atormentado de siempre por vivir en un mundo tan malo como son todos los mundos cuando toca vivirlos y sobrevivir en ellos. Aunque es muy probable que no haya vivido en el peor de los posibles para un tipo como él.  Es verdad que lo procesaron por hacer un corto en el que se asaba a un crucifijo en un horno, pero también es cierto que la justicia lo absolvió y pudo seguir cantando como si nada.

Los dioses, en los que no creía, le han regalado la muerte de los elegidos justo al lado del mar.  Otro privilegio que quizá se merecía después de haber estado siempre en la misma postura, con un gesto y unas canciones que siempre apetecerá y vendrá bien escuchar de vez en cuando.

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3 Comentarios

  1. says: Óscar S.

    En los dioses no hace falta creer, eso es un tecnicismo propio del monoteísmo que padecemos. Basta con propiciarles haciendo otras cosas que impliquen culto a este mundo y a este cuerpo mediante alguna que otra embriaguez, y sin tenerse nunca por uno de ellos, que es lo que más les molesta. En ese “memento mori” vivió Krahe, preocupado y despreocupado a la vez, y por eso le fueron más o menos benéficos…

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