La odiosa tarantinada

 

“Los odiosos 8” no es, pese a su bonita coincidencia numérica, la octava película de Quentin Tarantino, desde mi punto de vista. Yo sumo en la cuenta, también, Four rooms y Abierto hasta al amanecer, que no son enteramente suyas, pero que sin duda poseen su característico toque cachondo y antisocial, casi grotesco y casi inhumano. Sin embargo, tanto mucha parte del metraje de Kill Bill, como Malditos bastardos o Django desencadenado las dejaría fuera tranquilamente, por ponerse tan serias y elegantes a costa de carecer de dicho toque (en Django…, sorprendentemente, incluso se nos hurtan los efectos de un disparo a bocajarro), de no ser por determinadas escenas que nos revelan de súbito el sello satírico -Tarantino, físicamente, se me antoja un sátiro saltarín de las espesuras griegas arcaicas- inconfundible de su autor. Ese momento, por ejemplo, en que los temibles Ku-Kux-Klan a caballo no consiguen ver bien a través del verdugo picudo que les han confeccionado… o los parlamentos delirantes del personaje bastardo del mando nazi… así como el detalle impagable de la “coñoneta” que roba Uma Thurman, entre otros puntuales incidentes, nos recuerdan con quién nos las estamos habiendo incluso en mitad de tanto homenaje friki a películas de serie B que casi nadie hemos visto en España.

 

 

Los fans, en general, somos un poco egipcianistas, como decía Nietzsche de los casi todos los filósofos que le precedieron, y, una vez que nos ha impactado algo, exigimos más de lo mismo en su máxima potencia sin permitir a nuestro ídolo, del cual hemos erigido una estatua de mármol, evolucionar ni un milímetro, como bien saben los “sufridos” miembros de la banda de rock AC/DC. Tarantino era mucho Tarantino como para que le dejásemos ser menos Tarantino u otro Tarantino, y nos solía poner a tono incluso con todos los prejuicios, violencia, insanía y sobresaltos a que nos sometía en cada nueva cinta. Él y sus actores-fetiche parecían constituir, realmente, “una banda aparte”, y siempre era un placer, singularmente acompañado de un cierto estremecimiento, meterse en la sala con ellos para, como quería Lou Reed en los setenta, dar un paseo por el lado salvaje.

 

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Pues bien, sentadas estas premisas -es decir: que disfruto bastante con las tarantinadas de toda la vida, y no por prurito artístico en especial alguno-, debo decir que con en esta última, y si no me equivoco, ha pasado de esas gamberradas verdaderamente maestras con las que inició su carrera al baño de sangre más pretencioso y soporífero que haya podido presenciar yo en pantalla grande. Mis colegas, esos con los que uno piensa que hay que ver estas cosas como vio aquellas otras a los veinte años (tenía uno entonces que iba todas las semanas a ver la misma), sin embargo, la encontraron interesante, en nombre de borrosos valores de crítica al racismo, de la ética del cazarrecompensas, del balance de la Guerra de Secesión norteamericana, de mezclar un western con algo de policíaco, de jugar con la verdad y la falsedad de las versiones, etc., pero pasarlo bien, lo que se dice pasarlo bien (o sea, también un poco mal), creo que tampoco lo consiguieron realmente. Los discursos de los personajes ya no contienen sorpresa verbal alguna, y la mitad de ellos -de los personajes, quiero decir- encuentro que no pintan nada. Hay un flashback totalmente innecesario y una anécdota cruel y libidinosa que prescinde de ironía alguna, muchos sesos volando por los aires y un final macabro que pretende producir la sensación de justicia pero que deja al espectador únicamente horrorizado.

 

 

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En conjunto, es como si Tarantino, en efecto, hubiese querido ser menos Tarantino u otro Tarantino montando un espectáculo teatral bergmaniano pero con revólveres al cinto, y para eso, en mi opinión, ya tenemos otros directores más avezados. Lejos quedan, creo, la diversión y el humor escalofriantes que todavía hacían de las suyas en Death proof, sin los cuales una tarantinada como es debido se queda en taranti… nada. Recuerdo bien que las noches que salí de ver Reservoir Dogs y Pulp Fiction, respectivamente, tuve que darme un paseo solitario para asimilarlas, para digerirlas, como si acabase de atravesar un velo mágico para presenciar la cara trepidante y cruda de la vida; en esta ocasión, en cambio, tan sólo deseaba escapar del cine para tomarme una copa con los amigos y olvidar esas truculencias que ya no me emocionaban.

Como decía el personaje de Samuel L. Jackson en un diálogo de Pulp Fiction, ya “no es la misma jodida cosa”. Pero también puede ser que me esté haciendo viejo y melindroso…

 

 

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2 Comentarios

  1. Jodidas referencias, expectativas, prejuicios, y cosas precocinadas que nos llenan la boca de sabores viejos-rancios para no dejarnos disfrutar de un simple trago de agua fresca… ¿Todavía no han fusilado (aún muerto) al desalmado que inventó los trailers?

    Veamos la nueva tarantinada con los ojos de un niño, o como mucho con los de alguien que no ha visto “Río Bravo”… nuestras almas nos lo agradecerán… y se zampará ese cubo de palomitas grande sin apenas parpadear.

  2. says: Óscar S.

    Y es que hasta la elección del “género de géneros”, del western, es una salida fácil y un prejuicio precocinado con el que Tarantino ha jugado a su favor… La línea callejera, bajofondista, de los primeros tiempos, que se continuaba espléndidamente en “Jackie Brown” sí que suponía innovar por encima de los “Chinatown” y demás. En cuanto a paisaje nevado, también lo teníamos en “Fargo” y era mucho mejor historia. Las palomitas se atragantaban…

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