Alan Moore en los 90´: From Hell y Supreme

La pelota que arrojé cuando jugaba en el parque aún no ha tocado el suelo.

                             Dylan Thomas

¿Qué se puede hacer, a qué te puedes dedicar, cuando se abre una nueva década y la anterior te ha hecho mundialmente famoso por haber escrito dos de los guiones de cómic más aplaudidos de la historia del medio, si no los que más? En la noche del fin de año de 1989, Alan Moore ya lleva un tiempo metido hasta los ijares en una historia distinta, sólo que esta vez la matriz de dicha historia no salía de su imaginación sino de la realidad, o eso es lo que parecía. Se trata de los crímenes de Jack el Destripador, que se produjeron justo un siglo antes, en 1888, de que Moore se pusiera a investigarlos. Al guionista le encantan estas coincidencias, puesto que, como tantos aficionados al ocultismo hermético o a la filosofía trascendente, no cree en las coincidencias. Y Alan Moore, poco antes, al menos delante de su estupefacta familia, se había declarado mago, es decir, oficiante de la Magia del caos, una variante (post-moderna, dice Wikipedia) de las teorías sobrenaturaloides del charlatán más influyente del s. XX, el británico Aliester Crowley, cuya obra Moore conocía bien. De verdad pienso que si cualquiera de nosotros fuese catapultado al éxito de modo tan fulminante y tan irreversible como Alan Moore al final de los ochenta, nos volveríamos igual de excéntricos, quizá de cosas peores o más dañinas (hay, por ejemplo, quien, dentro de este mismo terreno espiritual, se interesa por la Cienciología…) El caso es que a Moore no le da por los bólidos, o por las drogas, o por la especulación financiera, sino que siente que ahora debe escribir algo grande que esté a la altura de Wachtmen o de V de vendetta. Eso es lo que su público va a esperar de él. Y quien dice “grande” dice denso, oscuro, muy simbólico y algo laberíntico, que de qué pensar. La única condición que parece imponerse a sí mismo es que no trate de superhéroes, ni genuinos ni supuestos. A Moore, con cierta razón, le producen vergüenza propia y ajena los superhéroes, aunque sabe de sobra que es lo que realmente vende en el mundo del cómic.

De modo que se encuentra con la leyenda de Jack el Destripador. No es siquiera una leyenda: por un lado, las muertes horrendas tuvieron lugar, pero por otro lado, no existe un relato unificado de lo que ocurrió, sino cien interpretaciones distintas. Todo un siglo de especulaciones en torno al asesinato de unas prostitutas en un barrio bajo de Londres, Whitechapel. La pregunta es por qué. Por qué tanto interés. Si, de nuevo buscando en Wikipedia, pincháis la entrada de “Jack el Destripador” o de “Sospechosos de ser Jack el Destripador”, lo que halláis es una sabana larguísima de texto plagado de referencias, referencias de investigaciones reales y referencias de ficción, música, videojuegos, películas, etc. Supongo que lo que Moore descubre inicialmente es precisamente eso: que las referencias que hemos llamado “reales” acerca de Jack el Destripador son prácticamente indistinguibles de las referencias “culturales”, y que Jack es ya un mito en toda regla, el mito del primer psicópata de la Era Contemporánea. Moore lo flipa, como se decía ya en los noventa. Terminar su versión de los sucesos de Whitechapel que conmocionaron al mundo le va a llevar diez largos años, y cuando la novela gráfica se publica, Moore le agrega otras cien páginas de explicación erudita de lo que hemos visto en las viñetas, como si quisiera tres cosas: una, consolidar su posición en la cadena de los estudiosos de Jack; dos, justificar punto por punto las elecciones de guión que ha realizado con base en datos externos más o menos fieles; y tres, argumentar su opción por la tesis más melodramática del mito, la expuesta por Stephen Knight en su monográfico sobre el asesino. De esta manera, Moore consigue acotar muy claramente qué es suyo y qué es ajeno en su relato, o qué es leyenda propia y qué es leyenda ajena. El resultado fue From Hell, que, ciertamente, como título suena muy a cómic, pero en realidad consiste en la primera frase de una carta atribuida al Destripador que apareció en prensa…

No voy a contar nada de From Hell (seguro que trae mala suerte destripar al Destripador…) Sólo señalar que el propio Alan Moore se percata de que la interpretación de Knight, que involucra a los máximos poderes de la Inglaterra victoriana, es sin duda la más atractiva desde el punto de vista de su potencia narrativa. Es decir, que hasta podríamos decir que Moore comete deliberadamente una falsificación de un hecho histórico, si no fuese porque carecemos por completo de certeza alguna acerca de tal hecho histórico. Y de eso trata From Hell, por encima de sus incidentes concretos, que aquí vamos a obviar. Trata de Moore en los años noventa haciendo el ejercicio de inventar más sobre lo ya inventado sobre la historia de Jack el Destripador, por la simple razón de que no existe una historia original, verdadera del asunto. Es como si el propio Jack, con sus hechos, insignificantes a priori, hubiese logrado revolverlo todo e impedir que nadie pueda ver claro a través de ellos, o sea, como si el propio Jack fuese el artífice voluntario de su mito. En aquello intervino el gobierno, la prensa, la policía, la opinión pública, algún artista y muchos auténticos falsificadores, por decirlo así, ya en la época. De modo que Moore se limita a aportar otro espejo deformante en una larga serie de espejos deformantes para los cuales no hay modelo primordial, no hay evidencia originaria. Hay signos, hay signos de signos, pero no hay referente del cual supuestamente serían eso, signos: suena como la Deconstrucción derridadiana, de la cual, me consta que Moore no sabe nada (él está con sus rituales, sus músicas, sus películas, incluso, pero la Filosofía particularmente nunca le ha interesado…)

Por eso, finalmente -no insisto más- From Hell es una obra tan perturbadora. Moore hace, en un momento de genial intuición, que los acontecimientos de Whitechapel pongan la base de los horrores sin medida del s. XX, precisamente porque en ellos ya operan a toda marcha la falsificación sin límite, el papel de las masas, la frialdad calculadora de los gobiernos y el terror sociológico y humano en general. Jack el Destripador sólo mató, metódicamente, y con sus propias manos, a unas cuantas chicas, seguramente no más de cinco, y, sin embargo, en su sinrazón, en su venalidad, escribió la obertura de las matanzas descontroladas e ingentes del siglo XX. O esto es, al menos, lo que fundamentalmente aporta Moore sobre la literatura tradicional acerca de Jack el Destripador. Es un gran peso para llevar encima durante diez años, y al término Alan Moore (el mismo dice que no tenía intención, e incluso le parecía peligroso, tratar de meterse en la cabeza de un criminal…) se sentiría cansado, incluso harto de representar para el cómic el rol del escritor de las tinieblas patológicas del hombre contemporáneo, y decidió cambiar de tercio, de una vez y para siempre. Para colmo, muchos guionistas mediocres, siguiendo la estela de Watchmen y de Frank Miller, se han pasado esos mismos años infectando el mundillo de los superhéroes de personajes locos, violentos y psicopáticos, de manera que Moore se siente responsable. Él ha engendrado esta prole degenerada de macarras con superpoderes y él debe ahora devolverles su sentido más prístino; líder de la oscuridad, y sumamente vanidoso, mira el resultado de sus actos, se arrepiente, y decide convertirse en el nuevo líder de la luz para el entorno del cómic. Por eso, tras abandonar el infierno, colabora con unos cuantos autores de esos que desprecia, y que han llenado los cómics de sangre sin inteligencia (colaboraciones muy notables, por cierto, pero que no voy a comentar ahora), y se encuentra con la oportunidad de comenzar de cero con un plagio de Supermán totalmente desprovisto de interés, pero al que él va a inyectar una vida prodigiosa –y, sobre todo, respetuosa: respetuosa con todo el periodo anterior a Wachtmen, que jamás se propuso destruir; Supermán es el paradigma de esos cómics que le fascinaron de niño, y esa pelota que arrojó aun no ha tocado el suelo…

Lo que ocurre es que, al igual que sucedía con Jack el Destripador, no hay “sentido prístino” que buscar. Algo tan elemental y esquemático como Supermán ya ha acumulado tal cantidad de signos, y de signos de signos, que la única manera que Moore tiene de destilar una esencia superheróica tan icónica como la del simple Supermán es referirse a todos ellos a la vez. En Supreme, la genial manera como Moore se resuelva a dignificar lo que él mismo había ridiculizado involuntariamente, a esos signos, o planos culturales superpuestos, Moore los denomina “revisiones”, y, sencillamente, como digo, las pulsa todas a un tiempo. Si no hay manera humana de quedarse con una, Moore las acoge todas. Filosóficamente, Moore se convierte así al pluralismo ontológico: todas las versiones de Supreme (lo que es decir: del Supermán de la Edad de Oro y de Plata del cómic norteamericano) son igualmente Supreme, como en los mitos grecorromanos. “Supreme” es invención, es cultura, y más allá de la cultura sólo hay más cultura, una infinidad de capas de cultura: manejar esta idea tremenda en las meras páginas de un tebeo a fines de los noventa hacen de Moore mucho más post-moderno que la tontuna esa suya de la Magia del Caos. De hecho, Moore aprovecha para cascar en Supreme su filosofía (ya digo que no sabe Filosofía académica ninguna) de la región del Espacio-Idea, según la cual, de una manera muy hermética, neoplatónica o jungiana, todo lo que somos procede de la Imaginación, la cual a su vez no es más que el reflejo filtrado históricamente de arquetipos intemporales. Eso importa poco, por lo menos a mí: lo que importa es que para ello, y mediante una ironía realmente “suprema” (la ironía, primeramente, de utilizar un personaje plagiado por un descerebrado que lo ignora todo de dibujar o escribir, un tal Rob Liefeld), acaba con toda ironía y reinventa la ingenuidad de los primeros tebeos de superhéroes. J.J. Vargas, en su libro Alan Moore: la autopsia del héroe (Pretextos Dolmen, 2010, pág. 252) dice que “volver al héroe arquetípico no significa pecar de ingenuidad”; creo que es justamente al revés: se vuelve al héroe con capa, con la vergüenza que eso da, para pecar alevosamente de ingenuidad.

Pero, claro, no una ingenuidad previa a Watchmen o a From Hell, sino a una ingenuidad nueva, post-moderna, si se acepta esa denominación tan desacreditada por ahí. La ingenuidad nueva de que hay aventuras y prodigios, como en el Supermán de antes, incluso mejores y más sorprendentes que en el Supermán de antes, pero sin que se pierda la conciencia de su carácter no-natural, ficticio. Como en la película Origen, de Christopher Nolan, los niveles del sueño ahondan unos sobre otros, y, así, el Alter Ego de Supreme trabaja dibujando cómics de otro plagio de Supermán, el replagio que los parió, y muchas veces llega más lejos y a punto está de darse cuenta de que él mismo es un cómic. Moore aprovecha también para castigar a los nuevos guionistas hiperviolentos, y para insertar la propia parodia de los superhéroes. Las portadas y la rotulación son las del viejo Supermán, también los personajes auxiliares y los escenarios, pero se introducen guiños al mundo actual o pasado como la presencia -deformada, culturalizada también ella misma- de Bill y Hilary Clinton, Bon Jovi, Wilhelm Reich, la serie Friends o el dibujante Jack Kirby. Todo es un juego meta-textual (un capítulo, por ejemplo, se titula, coltreanamente, A Love Supreme: no se podía evitar…) que no es jugado únicamente por sí mismo, como para demostrar que se está a la última en estética rabiosamente actual, sino porque el viejo encanto de la aventura lo precisa y lo merece para reverdecerse. Quiero decir que si algo no hay en Supreme es pedantería. Lo que hay es homenaje, a veces llevado hasta la reducción al absurdo, como en una página impagable en que Supreme, como en los años cincuenta Supermán, se dirige a los niños para encarecerles a cambiar todas sus pilas (“¡es el día nacional del cambio de pilas!”, se mofa Moore), y al final terminan todos riendo y dando algo de asquito al lector. Alan Moore vuelve a los superhéroes para magnificar el cómic mismo como lugar privilegiado de la imaginación, sin necesidad de que todo sea tan espeluznante y moroso como en From Hell. Pero, entre uno y otro, entre el From Hell y el Supreme de los noventa, Moore ha dado un salto: del caos de las muchas interpretaciones de un hecho, que incoan un cierto nihilismo abismático, demoledor, ha pasado a aceptarlas todas a la vez, lo que supone el regreso de un nihilismo ligero, afirmativo. Ahora, quien quiera, que se aparte de la oscuridad y le siga…

En cuanto a lo que hizo después, franqueado el cambio de milenio, quede para otra ocasión.

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