Bajo el volcán

Así se titula la famosa novela de Malcolm Lowry, según dicen los cánones anglosajones es una de las mejores del siglo XX, cuya acción sucede en Cuernavaca, México, durante el día 1 de noviembre de 1938, fiesta de difuntos que acabamos de celebrar, y que en México es la fiesta grande del Día de los Muertos.

Dominando esa ciudad hay dos grandes volcanes, uno de ellos enorme, el Popocatépetl, que desde hace siglos se le conoce activo. A los millones de habitantes que lo contemplan a diario, desde Cuernavaca o desde México DF, ya no les sorprende que de vez en cuando expulse fumarolas de vapor, nubes de cenizas o explosiones de material incandescente.

La novela relata la destrucción moral y vital del protagonista, Geoffrey Firmin, por la pérdida de su bellísima amada y el abuso compulsivo de alcohol. El texto está plagado de tipismos hispanos, como el Anís del Mono que beben los personajes, o la frase “Salud y pesetas, y tiempo para gastarlas”, que todos ansían.

El protagonista es un personaje trágico, arrasado por la pérdida de su amada y la desesperanza, aunque en realidad tiene mucho de autobiográfica, y el trasfondo humano viene a ser el reflejo de sociedad decadente, destruida por la pobreza y la miseria, por la desesperanza en el futuro, cerrada a cualquier posibilidad de ir hacia un mundo mejor. En un momento el autor dice: ¿Por qué había erupciones volcánicas? Porque… bajo las rocas, por debajo de la superficie de la tierra…” Etc., etc. Pero todas esas explicaciones de expertos no sirven para nada, son solo presunciones empíricas de escaso valor científico y ningún valor humano. Por eso sigue diciendo: “Desmoronábanse las paredes, desplomábanse las iglesias, familias enteras huían presa del pánico con todas sus pertenencias pero siempre había aquellos que saltaban entre los charcos de lava derretida, fumando sus cigarrillos…”. Etc.


Parece que describiera lo de aquí y ahora, en La Palma, bajo el volcán innominado, donde antes vivían afortunadas y ahora sobreviven desafortunadas miles de personas sorprendidas por lo inesperado de lo esperable. Que sea fenómeno cisne negro o rinoceronte gris apenas importa ahora, lo cierto es que padecen una lenta pero inexorable destrucción que no es solo de sus casas y haciendas, que es arrasamiento de sus modos de vida y de subsistencia. Pierden esas cosas comunes en las que los humanos solemos depositar nuestras esperanzas, seguridades y querencias, nuestros ahorros monetarios e inversiones emocionales. Por eso cuando se les ve irse mirando atrás, se llevan apenas unas cuantas cosas esenciales, y primero que nada los retratos, los adornos, los enseres menores y más queridos. Porque en ellos está el pasado que sostiene la memoria, el amor encontrado y construido, la esperanza hereditaria, y la alegría de la vida. Porque, como dice el novelista en otro lugar, se puede vivir sin casi todo, pero “no se puede vivir sin amar”.

Ahora nuestras pantallas grandes y pequeñas han pasado de agotarnos con el Covid -que por muy de cerca que nos haya tocado es, de puro grande, ajeno- a este desastre menor en gravedad aunque no en dramatismo, que nos concierne a todos mas personalmente, pues bajo ese volcán que los turistas contemplan extasiados, tras esa terrible belleza que todos admiramos atónitos, enterradas por el manto fúnebre de cenizas, están la vida y la muerte cotidianas, el amor y sus amarguras, la alegría y sus fragilidades, y ese flujo de lava candente reaviva las heridas que tanto nos llevan doliendo tanto tiempo… ¡y ya estamos tan cansados!

Acaba el día, los noticiarios de la tele retransmiten la escena de unos perros abandonados en un estanque en medio de la nada lavarienta, inocentes e indefensos pululan inquietos, la escena concita la emoción mediática más incluso que otras con protagonistas humanos, así es la tele-empatía mediática, y así también acaba la novela, con “un perro muerto en la barranca”.

https://www.youtube.com/watch?v=wHDCBPQmvAQ
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