Garbear

Fotografía de Jacques Henri Lartigue

Darse un garbeo, se dice. O mejor, date un garbeo, así en imperativo; o, aun mejor, démonos un garbeo juntos, compartiéndolo se disfruta más.

Ahora que lo pienso…; garbeo, qué sustantivo tan curioso y descuidado. Por no decir el verbo que lo inspira, garbear, este sí que está arrumbado en un rincón del diccionario, aunque su acción y efecto sean siempre benéficos. Cuánto se nota su eficacia en el cuerpo y en la mente; puro Juvenal, pero en plan moderno; pilates neto, pero con menos tensión que sales a garbear y vuelves ligero y renovado; no fatigado ni sudoroso, como esos que corren tanto sin ir a ningún sitio. 

Garbear es un verbo antidepresivo. 

Hablando de depresiones; me preocupa la llegada del otoño, sobre todo en el entorno septentrional en el que vivo, con sus aires vengativos, sus cielos plomizos y su oscuridad ladina. Son sinrazones que amparan la apatía y la desgana, más aún si son potenciadas por el cambio de hora políticamente incorrecto y energéticamente inútil. 

Todo eso contribuye a que cada año, por estas fechas, muchas personas se quejen de melancolías y se recojan acobijadas, con el pecho, los hombros y el entrecejo encogidos, encamadas a resguardo de la friolera se encaracolan bajo gruesa colcha de cama o leve manta de sofá, y si salen -a por el pan, pongamos-, lo hacen desgarbadamente, sin ni siquiera componerse por fuera, cómo lo van a hacer por dentro. Padecen depresión estacional, según los psiquiatras o hibernación defensiva, según los evolucionistas. Padecen, ¡desánimo otoñizo!

Fotografía de Jacques Henri Lartigue

En esos términos andaba cavilando cuando vino esa palabra a ayudarme: ¡Garbear! Rápido tiré de diccionarios; que viene de garbo, de origen italiano, dicen unánimes. Garbo, este sí que es un palabro olvidado. Tener, lucir, mostrar garbo; garboso es el donaire; garbosa la gentileza; pisar con garbo es una distinción natural que orla a quien la posee. 

Hay, no obstante, quien se pavonea y gallardea de ello con española hidalguía sin señorío; aún peores son los fanfarrones que alardean con pomposa ostentación a la italiana, pero se les nota presto. 

Del garbo germina, como un brote, el garbear, que a lo sencillo es darse un giro -un voltio decíamos de niños-, pero en realidad es mucho más; es pasear con ligereza y sin rumbo fijo, según se vaya viendo, y si hace al caso con bastón, sombrero y pañuelo, que añaden elegancia al garboso y eficacia garbeo. Si eres mujer aún más, pues la elegancia consiste en elegir lo acorde al propio estilo y en eso ellas siempre nos ganan en el lucimiento. 

Pero la verdadera explicación de lo que es el garbo viene de más antiguo y más lejos. En su origen árabe y helénico está la razón que lo hace ser tan eficaz para la vida. Me explico. 

El garbo, que antes de llegar a nosotros lo pulió la elegancia árabe y andalusí en forma de horma o modelo (qalib, calibre), podría estar emparentado -sin que exista una línea sucesoria demostrada- con un concepto ampliamente difundido en la Atenas clásica, acaso en los jardines de la Academia donde Platón se lucía bajo la sombra amable de un naranjo, o amparado por los peristilos dóricos donde Aristóteles resplandecía ante sus discípulos peripatéticos. Entonces se decía kalon (καλόν) que venía a ser el ideal de belleza física y bondad -kalon agathon (καλὸς κἀγαθός)- que adorna a los héroes tanto en los aspectos estéticos como éticos de la conducta. 

Fotografía de Jacques Henri Lartigue

Ese concepto evolucionó y con los siglos se lo asoció con elegancia, empaque, donosura, y también con un cierto estilo de vida, acaso no ajeno a personajes famosos, como la inigualable Greta Garbo, que eligió ese apellido artístico para alejarse de la sosería sueca en la que nació. 

Y es que la elegancia y la belleza también se aprenden, aunque no son fáciles de enseñar, sobre todo en estos tiempos que suelen confundirlas con la moda y la ostentación, y estas suelen conllevar más desmesura –hybris- que comedimiento –sofrosine-, por seguir con el modelo griego que hemos adoptado.

Con todos esos argumentos a mi favor, cómo no recetar contra el desánimo otoñizo darse un garbeo; así se afronta con más brío la estación ventosa que, como diría Trapiello, pone los cielos “gristes”; así se combate, sin demasiado esfuerzo, la indolencia que aflige a nuestras mentes mustias. Esto es especialmente necesario si vives en Septentrión, ese continente deshabitado y hosco que en el tiempo otoñal se vacía, incluso, de garbeantes por los paseos de las ciudades, pese a que en otoño muestran esplendorosos.

Acabemos púes. Garbear es una virtud campestre pero también urbanita, particular y a la vez cívica, provechosa para la mente y conveniente para la convivencia. Luego, si te sientes otoñal, apaga la pantalla en la que estás leyendo esto y date un elegante garbeo ahora mismo, ya verás qué bien te sienta para la mente y para el cuerpo. 

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