Miró hacia fuera. Repasó con los ojos aquella línea curvada por el tiempo, la cuerda verde que habían colocado juntos, en cuanto se quedaron con aquella casa. Con aquella terraza, en realidad, que tenía maravillosas vistas hacia una casa. Su hogar.

Recordó las risas mientras apretaban las poleas, uno en cada extremo de aquel espacio cargado de sol, y su incapacidad para hacer un nudo que garantizase que la ropa no caería al suelo. Aquella ropa tan pesada, empapada en ese agua que aún no quitaban los centrifugados.

Acercó la nariz al cristal helado del ventanal y trató de contar todos los inviernos que había dentro de cada pequeño hilo de algodón, en la trama de aquella cuerda que miraba ahora, teñida ya de un verde lejano. Apenas una sombra sucia.

Al final decidió salir fuera y agarró la cuerda fuerte. Tiró. En un primer instante quiso quitarla de su vista, pero después aflojó el abrazo de los dedos. Justo mientras le venían imágenes de todas las veces que se habían secado allí sus mantas. Los escondites perfectos para el amor y el calor. O aquellos calcetines para subir a los picos más altos e, incluso, aquel primer babero o ese jersey que encontraron el día que vieron juntos el concierto de Bruce. No había manera de quitarle aquel olor a hierba. Y no pudo evitar la risa mientras se metía dentro de aquel recuerdo.  Lo había lavado tantas veces para que oliera a limpio que su color fue pasando lentamente de la tela a su memoria. Una suerte de ósmosis dulce.

36841381

 Aquella cuerda había recogido su mirada tantas veces. Algunas, mientras veía cómo las mariposas jugaban a rodearla, con el límite de sus alas a punto de rozar la fibra o, en tardes de lluvia, tratando de adivinar qué gota caería primero.  Bueno, aquello era cuando la cuerda estaba tensa. El tiempo la había convertido en una línea panzuda: ya hacía meses que todas las gotas se deslizaban hacia el centro, en una carrera brillante hacia aquel planeta transparente que acababa chocando contra el suelo. Una y otra vez.

Laundry in New York City (13)
Imagen anónima de una azotea de Nueva York en los años 30

El ruido de sus propios tacones, concretos y secos, le hizo darse cuenta de que no pasearía más por aquella terraza.

Que no pasearían más.

Bajó la persiana y entregó las llaves a los nuevos inquilinos, que ya la esperaban en la entrada. Les sugirió que cambiasen la cuerda nada más llegar, al menos, si querían que la ropa se secara de forma segura en el exterior.

– Tenemos secadora, no se preocupe.

– Claro. Quítenla entonces. Les permitirá recorrer la terraza de lado a lado, sin obstáculos. Y llenarla de árboles, si quieren.

Tiró de la puerta, detrás de ella, y se dio cuenta de la manera en la que un peso que no había notado hasta entonces dejaba sus hombros libres. Liviana, corrió escaleras abajo.

Etiquetado en
,
Escrito por
Para seguir disfrutando de Conchi Sánchez
Volar, el deseo eterno
El hombre siempre ha querido volar. Levantar los pies del suelo por...
Leer más
Participa en la conversación

2 Comentarios

  1. says: Luisa Pomar Bercial

    Acabo de leer tu reseña sobre Lucía Berlín y me ha encantado. Es el libro que tengo entre manos. Enhorabuena, Luisa.

    1. says: admin

      Muchas gracias, Luisa! Probablemente es la lectura que mejor recuerdo del pasado año. Todo un descubrimiento 🙂

Leave a comment
Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *