En la palma de la mano

Tus dedos saben encontrar siempre el mismo punto exacto de mi cintura. Dibujan el centro del cuerpo con caricias leves, casi aleteos, durante unos segundos, hasta encontrar su posición, igual que el violinista alcanza el hueco perfecto en el hombro para su instrumento. Y bailamos. Así ha sido cada jueves, salvo los de agosto. Cada noche de jueves de los últimos cuarenta años.

No recuerdo cuándo comenzamos a escribirnos cartas. O, más bien, cuándo empezamos a hacer todo lo posible para que cada carta llegase al otro, procurando que nadie se enterase, un ritual secreto que ponía palabras en papel, pese a que nunca las habíamos tenido en la boca. Porque ha sido siempre así, ni una frase de viva voz, ni una sola mirada al centro de los ojos, pero nos las hemos escrito todas, en una conversación incesante, sin pausa.

Hasta donde puedo retroceder con la memoria, la timidez ha estado siempre conmigo. Hablar con un hombre – los seres mas peligrosos de la tierra, como decía mi madre- era algo imposible. Es imposible. Una tarea titánica. Pero contigo fue sencillo desde el principio. El silencio de  El Capitán, tu silencio, acompañaba el mío: al final, compartíamos el mismo lenguaje. Te acercabas donde estuviera y me tendías la mano. Yo asentía y ya solo tenía que deslizarme por el círculo central del Casino, canción tras canción. A veces cambiábamos de pareja, pero siempre volvíamos a encontrarnos, justo antes de las doce. Hasta el día que dejaste en mi mano un papel con cuatro dobleces menudos. Lo sostuvimos durante todo el baile, una pequeña montaña de picos en el centro de nuestras palmas. Al terminar, cerré mi puño sobre el pequeño cuadrado, bien fuerte, hasta que llegué a casa. En aquel mensaje me hablabas de la ligereza de mis pasos, del leve trampolín que mi nariz arrancaba para terminar en mis labios, de lo que te gustaba que llegasen los jueves…Pero, pese a mis nervios y a la inminencia de lo que imaginaba iba a ocurrir, en el siguiente baile nada había cambiado: el mismo camino hacia mi cintura, aquella liviandad deliciosa, todos esos círculos felices alrededor del gran círculo…y ninguna palabra.

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Con gran osadía, te dirigí yo el siguiente mensaje. Mi alma estaba inflamada por aquel entonces con ‘Madame Bovary’ y no me fue nada difícil describir sobre el papel cada ángulo de tu rostro, la fuerza de la mano con la que marcabas los pasos, hasta me atreví a hablarte de mis lecturas. ¡Era tan sencillo contarte cosas así! Y ahí comenzó todo. Ese intercambio incesante en el que nuestros libros se cruzan con nuestras vidas, los personajes saltan a través de las líneas y nos damos cuenta de que lo que tenemos es mucho más grande que lo de aquellos que comparten almohada. De la mano de las palabras hemos atravesado la piel.

Tenemos los mismos amigos de cabecera. Flaubert, Stendhal o Voltaire nos acompañan cada día y nos sabemos de memoria párrafos completos de ‘Rojo y negro’. ¡Cuántas caricias caben en mensajes tan pequeños de letra apretada y mínima!

Son las ocho y el sol ya ha caído tras el reloj del casino. Termino de escribirte mi carta de hoy. Ésta que he llenado sin querer de manchas de tinta. Me tiembla el pulso y agacharme para abrochar mis zapatos de pulsera supone un suplicio cada día mayor, aunque siga siendo La Niña Eloísa. Pero no pienso faltar a mi cita. Ya es jueves, por fin.

*Relato inspirado en ‘El pequeño Heideberg’, uno de los ‘Cuentos de Eva Luna’, de Isabel Allende.

 
 
 
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