En mi cata azarosa y diaria de la sabiduría Pavese me topo hoy con una especie de sinsentido que tiene miga en el caso del suicida Cesare.
Dice el maestro en su entrada del día 24 de abril de 1936:
“El autodestructor es sobre todo un comediante y un dueño de sí mismo. No pierde ninguna oportunidad de sentirse y de ponerse a prueba. Es un optimista. Lo espera todo de la vida y se va afinando para dar bajo las manos del acaso futuro los sonidos más agudos y significativos. El autodestructor no puede soportar la soledad. Pero vive en un peligro continuo: que le sorprenda un frenesí de construcción, de arreglo, un imperativo moral. Entonces sufre sin remisión, y hasta podría matarse. Hay que observar bien esto: en nuestros tiempos, el suicidio es un modo de desaparecer, se comete tímidamente, silenciosamente, anonadadamente. No es un hacer, es un padecer. ¿Quién sabe si todavía volverá al mundo el suicidio optimista? Expresar en forma de arte, con propósito catártico, una tragedia interior, puede hacerlo sólo el artista que a través de la tragedia vivida ya andaba tendiendo sutilmente sus hilos constructivos, ya desarrollaba una incubación creadora. No existe la tempestad sufrida locamente y luego la liberación a través de la obra, so pena de suicidio. Tan verdad es, que los artistas que verdaderamente se han matado por sus casos trágicos son de ordinario cantores ligeros, diletantes de sensaciones, que a nada aludieron en sus cancioneros del profundo cáncer que los devoraba. De lo que se aprende que el único modo de salvarse del abismo es mirarlo y medirlo y sondarlo y bajar a él.”
Bestiales estos párrafos si se parte del conocimiento de que Cesare decidió quitarse la vida y lo hizo; delirantes si se analiza la obra de este tipo [no la encuentro yo de ‘cantor ligero’ ni de ‘diletante de sensaciones’]. ¿Se equivocaba Cesare, entonces?… Le salva la expresión ‘de ordinario’, pues hace que no sea excluyente esa decisión de muerte para los que ‘miraron el abismo, lo midieron, lo sondaron y bajaron a él’.
Sí que me encaja en esos párrafos la figura de Reynaldo Arenas, al que leí hace pocos días y del que no obtuve más que una poesía mediocre que solo obtuvo cierta calidad de mítica con su autoinmolación y con esa cosa mediática de llevar su historia decorada a todas las pantallas del mundo mundial.
A mí me sirven de mucho estas palabras de Pavese, me dan luz sobre esa circunstancia de vida, que es la muerte decidida, que tanto me apasiona y su relación con el asunto creativo, aunque, insisto, no es el caso de Kostas Karyotakis, María Poliduri, Antonia Pozzi, Sibilla Aleramo, John Berryman, Sylvia Plath, Anne Sexton, Gabriel Ferrater, Alfonso Costafreda, Pedro Casariego Córdoba, Alejandra Pizarnik, Luis Hernández, Antonin Artaud, Danielle Sarréra, Paul Celán, Walter Benjamín y tantos otros escritores suicidas, incluido, claro, el propio Cesare.

Sí. Ya estoy convencido.
Yo descubrí el mar en Aveiro y mis ojos vieron por primera vez la Falla del Riff en una tarde roja y tanzana. Yo descubrí la soledad abierta en Ngoro-Ngoro y el poder de la naturaleza en una noche de abril con aguacero. Yo descubrí la capacidad del hombre para complicarse la vida en el aeropuerto de Ámsterdam y la luz virginal de un atardecer en el Sahara. Yo descubrí solo la poesía de Gilbert Keith Chesterton y hasta llegué a pensar que era mío el poema ‘The sword of suprise’ [‘Separado de mis huesos, ¡oh!, espada de Dios, / hasta que ellos permanezcan de pie y ajenos, / como los árboles; / yo, cuyo corazón sube volando hacia los bosques / y puede maravillarse tanto como ellos…’]. Yo hice existir al cielo que me hace cada día y construí la palabra ‘muslos’ en una tarde gris de plomo. Yo convoqué la piel que cubre a las mujeres que siento e inventé los besos más dulces. Yo creé al tirano y pienso destruirle cualquier mañana de invierno, distraído, como si no quisiera hacerlo. Yo supe matar un llanto y alumbrar una sonrisa en los mismos ojos. Yo calciné lo que era y volví a hacerme exactamente igual en un minuto. Yo adoré a Luis García Montero como a un ídolo con los pies de barro y terminé amparado en una melopea Buck y roja. Yo supe el carmín posado en el vientre un día de todos los demonios y pronuncié la palabra ‘árbol’. Yo perdí todo y volví a tenerlo…
Ya estoy convencido de que uno es capaz de crear cada instante suyo, de que la vida es absoluta creación de lo que te rodea y de lo que eres y sientes. Nadie antes lo hizo como yo ni nadie lo podrá hacer igual después de mí. Todo me pertenece porque yo decido nombrarlo.
Y ahora debo aprender a nombrar solo lo que me conviene, y no me importa que ya sea tarde, porque mi equivocación radicaba en que vivía recreando el mundo, cuando la realidad absoluta es que lo creo a mi imagen y semejanza, a mi tonto antojo, a mi forma vulgar, a mi manera torcida.
Yo os he nombrado a cada uno de vosotros y por eso os hablo, os escucho, os silencio, os doy vida y os la quito.
Dadme soledad y cambiaré el mundo… Por lo menos el mío.

No soy de cuando Menéndez Pelayo escribió la ‘Epístola a Horacio’, ni de cuando los yambos y los pirriquios del sembrado maestro, ni de cuando el mal papel ‘ad usum scholarum’ [ahora se clavicordian ediciones escolares con reserva y barnices, con DVD en adjunto, tiro en cuatricromía y papel marca al agua castigado a troquel y golpe seco… Total, nos sobran árboles y tiempo]. No soy de cuando el ‘mujeril deseo’, ni de cuando la yedra ciña frentes, ni del tiempo esmaltado en el sonido lúbrico de las flautas de Euterpe.
Soy de la falsa sabiduría de los hombres ablandados, del serpeo vital, de lo violable, de la sangre mirada en las pantallas de líquido cristal, del riesgo bien medido y del descaro, de lo atónito que me abre la boca como a un tonto real, de cualquier cibermística de albiones [o britanos] caracteres, de los jeans de algodón teñido en índigo, de la carne gozada de antemano, del saurio amancillado en la tetilla como signo de statu, de esa mengua cabalística y bancaria que esclaviza en porcientos de por vida, del puro simulacro, de esa Roma novísima que recicló su nombre por NY y se hizo decadente y transatlántica, de la gente alevosa y pestilente… También soy parte de lo que está ocurriendo, quien prende el fuego y huye, quien siendo disoluto se empecina, Villon, Tarzán de esquina, el cordero de Dios, la eléctrica mujer que me cabalga, el suero en cualquier brazo, la lengua que ahora lame el jugo entre unas piernas, el que busca en arcadas vaciarse, el que va a la cabeza de sí mismo, el que le hace a los demás el favor de marcharse para que se sientan bien, el que no guarda copias del día anterior y se le olvida, Oliverio Girondo, abril lloviendo, el mar, el bar y la pobre prostituta de la esquina.

Hay una clase de hombres hechos para el trabajo, hombres que se pueden modelar al gusto de los poderosos, acostumbrados a recibir órdenes y a obedecer sin hacer ni hacerse preguntas. Esa clase de hombres alguna vez levantó la voz y produjo sangre propia [mucha] y también ajena [menos]. Sus levantamientos apenas produjeron resultados que cambiasen el rol de los poderosos y los sometidos, aunque sí lograron cambiar la forma, haciéndose ese sometimiento mucho más sutil.
Hay otra clase de hombres que no se someten jamás a pesar de tolerar la situación [entre otras cosas, porque no pueden hacer nada para cambiar el mundo], son los tipos creativos, los que vuelcan su vida en el arte, la música, la literatura… Su postura siempre está por encima de los sistemas [o por debajo, que depende del sistema al caso]. Ellos [no hablo de los que están en lo creativo por dinero, que son casi todos] guardan el espíritu humanista con fidelidad y lo alimentan. No se integran, pero aportan espacio donde crecer a los hombres hechos para el trabajo, los modelables; dan oxígeno y puertas abiertas.
Y hay otra clase de hombres que participan de las dos anteriores, pero se aprovechan de ellas. Son los espirituales, los que dirigen las mentes por caminos de moral, uso y costumbres [en nuestra sociedad católica son los curas, y en las demás sociedades son los dirigentes religiosos, ya sean pequeños o grandes]. Se arriman siempre al poder económico y al político poniendo pilares donde atar fieramente a las masas obreras con su dirigismo moral, sus normas y sus miedos. Coquetean con los creativos intentando formar parte de ellos y viven instalados en un poder autónomo y piramidal que les procura vivir de la nada con la máscara de ser norte y guía. Su función es perversa, pero el mundo los sigue con mirada fanática, incluso hasta la muerte.
El cristianismo, el islamismo, el judaísmo… Son los poderes más pérfidos porque contienen las armas más afiladas, ya que saben jugar perfectamente con el alto porcentaje de mentes mal calibradas que pueblan el planeta.

Es realmente fantástico que un poeta diga de sí mismo que es un francotirador [hoy lo he leído en una poética escrita por Manuel Rico], y es fantástico porque es una afirmación neta de lo que debe ser la poesía: cosa de francotiradores.
El problema particular es que Manuel Rico también es crítico, y me resulta muy difícil poder conjugar en estas circunstancias el verbo ‘francotirar’ si no va unido al inescrutable verbo ‘francorecoger’.
Hace demasiado tiempo que no trabajo sobre la figura del crítico, y mucho más del crítico metido a ser juez mediático y parte francotiradora. En este caso se da la circunstancia de que el crítico me gusta [con sus altibajos] y el poeta no me disgusta… ¿Qué hacer, entonces?, ¿qué decir?
Ya está: que Manuel Rico me interesa como poeta y me interesa como lector que comparte sus lecturas.
Lo que más me molesta de todo esto es cómo noto en mi cuerpo y en mi cabeza que algo está cambiando, que he perdido acidez [y, por tanto, frescura], que ya ‘no soy aquél que suspira en las noches por tu amor…’ y que quizás esté entrando en una fase rem de criterio.
Por si acaso, salvando este rara avis, dejo escrito que me dan muy mala espina los creadores que hacen crítica… Y peor mala espina me dan los críticos que se atreven a crear.
Derrotado y cautivo, el poeta que no mereció jamás una nota breve en prensa de este señor huye sin temor hacia el norte (menos mal).
Hasta la próxima, Manuel Rico, que siempre nos quedará París.