Mariposas monarca

Escribo siempre sola. Y, a menudo, de noche. 

Llevo un par de días sintiéndome angustiada. Esa presión en el estómago. Mentiría si dijese que no logro descifrarla. No lo he intentado.

Si aun fumase sería un momento ideal para liarme un cigarrillo en el balcón. Muchas veces echo de menos el rito. El rojo incandescente que dejaba cada calada, las volutas de humo pequeñas, ascendiendo al cielo de la noche y perdiéndose más allá. Encontrar, en todo, algo de paz.

Hay ideas, pequeñas, que suelen rondarnos, acechantes. Y, tal vez, sea importante escucharlas. Mariposas mensajeras. Intento – cuando puedo, cuando me acuerdo – verlas así. A mis angustias, a mis cosas del estómago. Vienen por alguna razón. 

Que escriba. Muchas veces es lo que a mí me dicen. Lo pone en sus alas, en caligrafía pulcra, letra ligada. Que ilumine mi alma. Traen, si las atiendo, calor para mis manos. Una energía distinta que a veces incluso juraría que puedo ver, emanando de mis palmas, creando campos. Y es por ello – es por ellas – que escribir se ha vuelto algo místico. Casi sagrado. Vulnerabilidad para el alma. 

Procuro hacerlo en lugares que abrazan. Cuando baja el ritmo. Cuando cae la noche. Envuelta en mantas, ropa ligera. Luces tenues. 

Y entonces tomo consciencia de todas las cosas buenas. Que hayamos puesto ya el nórdico, aunque todavía no haga frío, solo porque es noviembre. Que toda la casa huela a verduras hechas al horno, a guisos de pollo, a higos y a almendra. Arraigo. Las mermeladas de mamá y sus tomates en conserva. Que llueva fuera y después salgamos. 

Soltar. Compartir. 

Y cuando lo hago, cierro los ojos y me siento envuelta en anaranjadas monarcas, revoloteantes e incansables luchadoras, que deshacen, con su vuelo, los nudos del alma. 

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