Es una verdad universalmente conocida que en todas las casas existe una jerga con la que rápidamente sus miembros se entienden. En La casa, recuerdo la expresión debajo de la parra.
Cuando mi abuelo compró el terreno a la inglesa, la finca poseía una parra bíblica con una pérgola bastante precaria pero muy frondosa, llena de preciosas hojas de vid.
Mi abuelo, en su afán por construir cachivaches, se hizo con una especie de hamaca marrón, que más bien parecía una larga red de pesca. Ni idea de dónde la sacó. El caso es que colgó la hamaca con una cuerda gris y gruesa, igualita a la cuerda con la que amarraba su barca de madera. Seguro que la había sacado de su chafarusco, otra de palabra marca de La casa, donde guardaba sus aparejos, a veces incomprensibles. Ese trozo de tornillo tullido y solitario, tan bellamente inútil.
Él todo lo hacía de andar por casa. Apaños que o funcionaban milagrosamente o no había por donde cogerlos. Pero esta hamaca nunca se cayó. Doy fe porque los días de mi verano después de comer y si la lluvia me daba tregua, mientras el mundo dormía la larga siesta veraniega, yo me iba debajo de la parra con un libro y un bote de galletas Krit de Cuétara con su clásico tapón rojo. Leía y comía tumbada en la hamaca hasta que se me quedaban los pequeños y ásperos cuadraditos de la red marcados en la piel. Por esa hamaca pasaron los Hollister, Los libros de Puck, Esther y su mundo, Los tres investigadores o Agatha Christie.
Devoraba en silencio y en la quietud de la banda sonora más placentera de mi vida: el mantra las olas de la ría y el cuchicheo de los pájaros. Era un concepto diferente del tiempo porque sin móvil, el tiempo quedaba suspendido en el aire, en una paz sin interrupciones, ni tensión tecnológica. Los segundos eran elásticos y daban de sí. Era mi momento de felicidad absoluta.
Las krit era la cara b de mi botín. Se las robaba a mi abuela que, convencida de que pronto llegaría una visita inminente, las escondía en una alacena a la espera. Pero mientras no venían, a veces tardaban mucho en venir, yo me las comía. Aún no había leído a Horacio, pero el carpe diem ya lo llevaba dentro.
Años después de la muerte de mi abuelo, mi padre dijo lo que siempre debió pensar, que esa parra era un cúmulo de bichos y que mejor abrir el espacio al cielo. Así que la parra y la hamaca desaparecieron de mi vida y, en ese momento, sentí que un trozo de mi infancia ser perdió para siempre. Queda la memoria, quedan las palabras, quedan las Krit. Pero mi parra ya no está.