Si a la rata le das cocaína dejará de comer, de beber, de vivir. Su centro será la droga, un centro más grande que ella misma, algo tan importante que su vida es totalmente sacrificable. Yo no soy nada, la droga lo es todo. El narcótico dota de sentido una existencia vacía. Antes, quizá no había nada que hacer; ahora hay que hacer algo, y muy urgente: conseguir la droga.

La vida es rutinaria, llena de lugares, trayectos, esperas insípidas. Suena el despertador con el mismo sonido y a la misma hora que lo hace siempre. Es un martes más, simétrico a tantos otros martes. Tu trabajo, habitualmente, no será muy importante. No estarás haciendo nada que no pudiera hacer otro. No estarás haciendo nada esencial para el funcionamiento del cosmos. Admítelo, eres uno más de tantos. Tu vida no tendrá ni más ni menos importancia que la de las millones de personas que te precedieron y que murieron en el más silente anonimato.

 

 

Este es el discurso nihilista de la clase media europea desde hace siglos. Y el dandi decadentista intentaba llenar este vacío en los fumaderos de opio. Mis tiempos de fumador no han estado nunca vacíos. La nada siempre se llenaba con un cigarro. Cualquier descanso, cualquier pausa, cualquier lugar, trayecto o espera insípida se llenaba felizmente con unas caladas. La aplastante cotidianeidad llenada, y para colmo (eso será lo grave), simplemente con un poquito de nicotina. Esto no dice demasiado del ser humano: un cerebro drogadicto al que, si tocas las teclas sinápticas adecuadas, se le olvida comer, beber y vivir. Al ser humano se le olvida pronto su dignidad renacentista y se autoinmola por unos gramos de una nimia sustancia.

El fumador sabe que se está matando pero le da igual. En sus momentos de flaqueza intentará autoengañarse con los consabidos ejemplos de ancianos que llegaron a los cien años fumando dos cajetillas diarias de Ducados. Pensará que tendrá suerte y que el cáncer no le tocará en esa macabra lotería de las enfermedades chungas. Otro gran autoengaño consistirá en pensar que en un futuro no muy lejano (pero sí lo suficientemente cercano) lo va a dejar. Hará sus cábalas mentales que, mezcladas con su confuso conocimiento médico, le dirán los años que puede fumar o los cigarros a consumir antes de que el riesgo sea demasiado inasumible. O, y este engaño es atroz, pensará que el daño ya está hecho, que da igual, que de algo hay que morirse y que se ha elegido esta opción (evidentemente, éste  no ha estado nunca en la planta de oncología de un hospital ni han visto a un enfermo terminal de cáncer de pulmón). La droga o, con más precisión, el irrefrenable deseo de consumirla que el síndrome de abstinencia produce en su cerebro, controla la mente del fumador. Se piensa, se edifican castillos de argumentos para defender una adicción.

 

 

Freud, una de las mentes más brillantes del siglo XX, fue un fumador empedernido. Sus más de veinte puros Don Pedro diarios le provocaron un carcinoma en el paladar derecho (al que él se refería como mi querida neoplasia), del que fue operado hasta en treinta y tres ocasiones. Le pusieron una prótesis en la mandíbula que tenía que quitarse regularmente para su limpieza, lo cual era extremadamente doloroso. Para combatir ese sufrimiento, Freud usó cocaína, si bien tuvo la fortuna de no hacerse adicto a ella debido a que la utilizó únicamente en momentos puntuales. El cáncer le acompañó durante dieciséis años hasta que se hizo inoperable y cuatrocientos miligramos de morfina terminaron con su vida el 23 de septiembre de 1939. A pesar de todo, Freud nunca abandonó el tabaco. Decía que le ayudaba a pensar, a ser creativo, y que sin él no podía. Tenía cierta parte de razón. No estoy seguro de si fumar te ayuda mentalmente, pero sí lo estoy de que, en los momentos de mono, tengo serios problemas para concentrarme. Freud tuvo y no tuvo suerte. Tuvo la suerte de ser uno de esos fumadores longevos que usamos para justificar el vicio: vivió ochenta y tres años. Y tuvo la mala suerte de no nacer unos cuantos años después: su cáncer se cura hoy con relativa facilidad con una sencilla cirugía maxilofacial.

Llevemos esta argumentación al extremo. Cuando descubrieron que el cerebro tenía una respuesta muy fuerte ante el consumo de ciertas sustancias químicas, se preguntaron por qué. ¿Por qué la evolución nos había dotado con receptores sinápticos que se excitaban de esta manera tan contundente con sustancias artificiales creadas en laboratorio, sustancias que no se encuentran fácilmente en la naturaleza y que hemos tardado milenios en sintetizar? No puede ser que la evolución hiciera algo a la espera de que los científicos descubrieran la heroína. La respuesta era clara: el mismo cerebro producía también tales sustancias de modo endógeno. El cerebro se administra sus propias dosis de droga. Y el por qué lo hace también es evidente: es un magnífico premio para cuando haces algo que favorece tu supervivencia obsequiarte con un subidón de endorfinas. Véase, o mejor, practíquese el sexo para comprobarlo.

 

 

Los seres humanos somos animales de hábitos. Repetimos conductas constantemente y somos mucho más aburridos de lo que solemos pensar. Si grabáramos todo lo que decimos durante unos meses en una grabadora, comprobaríamos sorprendidos las veces que hemos repetido ciertas expresiones, las veces que hemos vuelto a contar una y otra vez la misma historia, lo pesados que hemos sido con el último chiste de moda. Repetimos porque funciona, porque nos va bien. Las conductas que nos llevan a problemas van siendo extinguidas. ¿Cómo? Abriendo y cerrando el grifo de las recompensas químicas.  Y lo interesante es cómo esto va forjando nuestra forma de pensar y representar el mundo. No conozco a ningún fumador que asocie el tabaco con sucesos negativos de su vida, incluso aunque fumar estuviera irremediablemente ligado a una tragedia familiar. El cigarro huele a descanso en el trabajo, a divertida conversación con los amigos, a viernes noche, a agradable aroma de café (la nicotina se lleva bien con su hermana cafeína). La adicción busca aliados mentales, busca buenas relaciones para subsistir.  Pero si, como hemos dicho, el cerebro produce solito sus propias nicotinas… ¿no podría ser todo nuestro pensamiento, toda la cultura occidental, el fruto de las más diversas adicciones químicas? Para el toxicómano de Freud occidente era el fruto de una neurosis, de la culpabilidad por un crimen originario, de un complejo de Edipo primigenio. ¿No podría ser también fruto de una adicción primitiva? Adictos al trabajo, al sexo, a la limpieza, al móvil, a los videojuegos, al deporte, a las dietas, a las apuestas… Adicciones obsesivas que focalizan el punto de mira de nuestra consciencia, que construyen mundos a su alrededor, que fabrican reflexiones, comportamientos… que terminan por edificar o destruir biografías al completo.  Adicciones más sutiles: a estar con ciertas personas, a estar en ciertos lugares, a repetir ciertos rituales diarios, a tener siempre razón, al éxito o a dar pena, a culpabilizarse, a quejarse de todo, a hablar del tiempo, a sentirse de un cierto modo o a mantener una determinada pose, a buscar que no nos juzguen de un determinado modo… en definitiva, a no poder dejar de ser como somos. Siempre me ha hecho mucha gracia cuando me invitan a seguir la antigua máxima de ser uno mismo. ¿Es que acaso se puede ser de otro modo? ¿Es que acaso podemos escapar de nosotros mismos? No, porque somos adictos a ser como somos.

 

 

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7 Comentarios

  1. says: Óscar S.

    Existe una película truculenta en duro blanco y negro de título “Adicción” que trata no de drogas, sino de vampiros. Es muy natural, porque las adicciones necesitan un tiempo indefinido para desenvolverse, y los vampiros, en teoría ficticia, son inmortales. La adicción lo que tiene es que nunca se satisface, repitiendo mecánicamente la búsqueda de un placer que jamás se da. Pero reanudar esa ilusión tampoco cansa, ya que no es voluntaria. El momento de la presunta satisfacción sustituye a un placer real, puesto que no es más que la eliminación provisional de una ansiedad. Los placeres reales, por desgracia, no son tan controlables, ni se producen con tanta seguridad como su impostor adicitivo. Zeus era inmortal y adicto al sexo, lo cual es existencialmente lógico, si se puede hablar así, ya que sólo su adicción le hacía soportar la eternidad. Y todavía más si era adicto al poder. Fumar mata, y eso es una contradicción lógica en este sentido: el que fuma tiene en el tabaco un motivo para no querer morir nunca -de ahí que sea la última voluntad del preso tabaquista. De hecho, morimos también porque la vejez corporal nos amortigua las adicciones, inclusive la adicción al vivir mismo, pero eso suena ya a cursilada…

    (Pregunta para la reflexión: ¿Es la adicción al peligro -carreras de coches ilegales, p.e.- una paradoja?)

  2. says: Santiago

    Buen apunte. Nunca había pensado en relacionar la adicción con la eternidad. Es cierto que quizá, la única forma de soportar la vida eterna sea mediante una adicción. Sin embargo, no creo que en la adicción al tabaco o al peligro exista una contradicción. El adicto al tabaco no es adicto a morirse, sino a la sensación de bienestar que proporciona la droga. Del mismo modo, el adicto al riesgo no es adicto a morirse, únicamente lo es a la sensación de estar en serio peligro de muerte.

    Pero yo quería poner en duda la distinción entre el placer real y la adicción. ¿Cuál es la diferencia? Es más, quería mostrar que quizá la misma vida cotidiana y nuestra forma de pensarla no sean más que un conjunto de diversas adicciones.

  3. says: Óscar S.

    La adicción tiene algo de dependencia superflua, y lo del bebé es más bien dependencia absoluta. En todo caso, a un bebe no se le puede preguntar nada. Ya sé que siempre se puede decir que un niño, cuando juega, está cumpliendo una función adaptativa, pero eso ya es demasiado mecanicista para mi…

  4. says: No fumador

    Muy interesante el artículo. Felicitaciones.

    Me quedé rumiando esta frase: “No conozco a ningún fumador que asocie el tabaco con sucesos negativos de su vida, incluso aunque fumar estuviera irremediablemente ligado a una tragedia familiar”. Tal vez no fumo porque el cigarrillo me recuerda a personas difíciles de tramitar, mientras que los fumadores lo asocian a un ser especial para ellos, aun cuando esta persona pudo haber muerto de cáncer al pulmón, pues parece que la cercanía de un recuerdo querido vence a la posibilidad de desarrollar cáncer.

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