Turín no parecía Turín aquella tarde aunque lo fuera más que nunca. El calor sofocante, impensable en el mes de junio, convertía los soportales en el único refugio donde mantenerse a salvo no solo de calor y la humedad, también de la venganza del tiempo que con lentitud, se apoderaba del reloj retorciendo las horas con su implacable tic tac.
Pavese llegaba tarde a la editorial y por una vez parecía no importarle el retraso. Caminaba con desgana, hasta se entretuvo comprando cerezas en un puesto callejero ajeno al tiempo: su único capricho. Las primeras cerezas de la temporada que eran las mejores, pequeñas y jugosas como a él le gustaban. Desde la ventana Natalia Ginzburg, le vio llegar en mangas de camisa, con su caminar de siempre, ese caminar torpe y desgarbado de poeta maldito, arrojando los huesos contra la pared con desdén, con la rabia de un niño pequeño. No parecía muy feliz, su rostro abatido hablaba por él. Tampoco le extrañó su actitud de derrota, acostumbrada como estaba a sus continuos cambios de humor, a esa melancolía suya que lo llenaba todo como el estruendo de las bombas en la guerra, y que ahora pasado el tiempo, todavía creía oír cuando cada mañana tomaba asiento en su oficina de la editorial Einaudi en Corso Re Humberto. La misma editorial en la que tras el cartelito de “Dirección editorial”, pasaba las tardes encerrado en su despacho traduciendo a los clásicos y leyendo la Ilíada en griego, sin importarle que tras la puerta algún desconocido le estuviera esperando con alguna propuesta de interés. ¡Tengo cosas que hacer! ¡No quiero ver a nadie! ¿Es que nadie se da cuenta que estoy ocupado? Se le oía decir con su voz cansada, mientras continuaba con sus lecturas y con la mirada perdida como si la cosa no fuera con él, aunque lo fuera.
Todo parecía normal viéndole así, recluido en su oficina entre manuscritos, pero no fue fácil convencerle para que aceptara aquel trabajo en la editorial. Si presumía de algo, era de no necesitar un sueldo, de bastarle con un plato de sopa y su tabaco para ser feliz. Eso y sus escritos, a los que se entregaba con avaricia en la soledad de su despacho, tachando y reescribiendo, ahuyentando sus demonios convertido ya en un escritor famoso. Si lo hizo, si aceptó el trabajo a regañadientes fue por la amistad que le unía a León Ginzburg, el marido de Natalia, que le persuadió que mantenerse ocupado le haría bien no solo a su carrera literaria, también le serviría para curar esos arrebatos melancólicos que tras cada decepción amorosa le sumían en la tristeza más absoluta.
Natalia le escuchaba, conocía sus desventuras, se permitía algún consejo que Pavese en su condición de despechado, desatendía para refugiarse en su mundo y en sus versos. A veces la miraba de un modo tal, que temía pudiera también ella formar parte de sus fantasías más íntimas, pero la sensación duraba poco, lo justo para que el color nuevo de unos ojos se cruzara en su camino y volviera otra vez a sentirse enamorado. Entre tanto, él callaba intentando tapar los agujeros negros de su pasado con el silencio, pero bastaba mirarlo para saber que el amor se vestía de infelicidad por más que lo arropase con las estrofas de algún poema inacabado.
Primero había sido Battistina Pizzardo, activista del partido comunista, la mujer de la “voz ronca”, por amor a ella accedió a convertirse en correo clandestino durante la guerra, por ella sufrió primero la cárcel y luego el destierro en Brancaleone Calabro. Allí comenzaría su diario “Il mestiere di vivere”, un manual de vida y muerte, en el que entre poema y poema, iría relatando sus impresiones sobre la vida, sus crisis existenciales, el vacío que las mujeres le provocaban con cada desengaño. “Ir al confinamiento no es nada. Volver es atroz”, escribiría cuando a su regreso, se enteró que la que creía su amor, le había traicionado casándose con su novio de siempre.
Después, la relación tormentosa con la escritora Bianca Garuffi a la que conoció en la editorial. Ambos compartían algo más que despacho, un sentimiento más allá de la pasión que le llevó a pensar que su historia nada tenía que ver con cuantas había vivido antes. Aunque se veían todos los días, empezaron una relación epistolar que se inicia en agosto de 1945 cuando ella estaba de vacaciones en Sicilia. Se escribían, pensaban que así jugando a los enamorados conseguirían vencer la distancia que los sentimientos cara a cara parecían poner freno otra vez. Sentimientos que sin saberlo ya estaban rotos de antemano, como roto estaba su corazón que de nuevo volvía a verse envuelto en un silencio imposible de llenar si no era con la tristeza de siempre.
“El único modo de escapar al abismo es mirarlo, medirlo, sondearlo y descender a él”, se desahogaba en su diario. No era la primera vez que los sentimientos autodestructivos se apoderaban de él, es en la fatalidad donde haya consuelo, la recompensa que no encuentra en las mujeres a las que ha amado. Amor y muerte. Una constante con la que trata de justificar su desesperación. Tristeza que ahora vuelve a tener nombre de mujer: Connie, Connie… la mujer que llegó en marzo, la actriz norteamericana Constance Dawling, amante del director Elia Kazan a la que conoció en un rodaje en Roma, y a la que le ofreció matrimonio, el último intento desesperado de ser feliz, el último desengaño. Son sus ojos color avellana los que le recuerdan ahora el fracaso, la maldición de estar solo, de no tener ni hijos, ni una casa propia, a ella van dedicados sus últimos versos: “Vendrá la muerte y tendrá tus ojos”.
Vuelve a mirarle, desde la ventana a Natalia no se le escapa la oscuridad de sus ojos, la amargura de sus gestos envueltos en ese silencio que parece gritar aunque calle. Imposible adivinar la idea tan turbia que le ronda desde hace tiempo, viéndole comer sus cerezas. Tampoco presiente el final, que aunque no lo sepa está ya escrito con las mismas palabras con las que escrita está la agonía de su suerte: Para todos tiene la muerte una mirada/ Vendrá la muerte y tendrá tus ojos/Será como dejar un vicio/como ver en el espejo/asomar un rostro muerto/como escuchar un labio ya cerrado/Mudos, descenderemos al abismo.
La soledad marcada por la infancia rota.
Gracias por este bello artículo.
Siempre Pavesse