Saliendo del campo de fuerza
El día amanece congelado. Un pesado cansancio, denso como el terciopelo, se aloja aún en las almas.
Termina la hora de mi guardia. Es el momento de volver. Desciendo por la calle ancha. Veo a mis pies la hoz y me siento atraído por el sol que la ilumina. Parece explicar algo importante. Sus rayos me conducen cuesta abajo, hacia un aire limpio y helado, de otra época. La ciudad se muestra deshabitada en mi descenso. El astro me guía por los arrabales solitarios contándome que la ciudad no pertenece a nadie. De los que la forjaron sólo quedan leyendas. Los que pasamos por estas calles ahora somos intrusos, espectros que pisamos un recuerdo de piedra. Lo saben las brujas cansadas, los fantasmas alcohólicos y los místicos deslumbrados que de vez en cuando se dejan ver. Pero están mudos.