Paco Badía era un crítico de cine que ya forma parte de la historia española del séptimo arte. Fue capaz de llevar al centro de la Península la segunda unidad de rodaje de “55 días en Pekín”, tras convencer al productor Samuel Bronston, en 1962, de que la Puerta de Toledo de Ciudad Real podía ofrecer buenos exteriores. Empiezó su colaboración en Hyperbole confesando cuáles eran sus películas favoritas y ha muerto el 8 de enero de 2023 a los 83 años.
Son muchas las ocasiones en que me han preguntado la forma y las causas por las que el cine entró en mi vida y me llevó a convertirme no sólo en un cinéfilo de pro, sino también a entrar en él mismo profesionalmente durante un periodo de mi vida. Ahora, mis amigos de esta nueva revista digital que aparece en el panorama de nuestra sociedad con los mejores auspicios, han ido más lejos y me piden algo que me parece aún más difícil. Decir cuál, o cuáles son mis películas favoritas de los miles y miles que he visto a lo largo de mi vida. Con su permiso, yo diría que encontrar solo una o dos me resulta extremadamente complicado. Por eso, he decidido cambiar un poco la petición y contarles, no las que considero mejores, sino las dos que más han influido en el desarrollo de mi amor, primero, y obsesión, después, por el cine como arte y como entretenimiento. Y, con este punto de vista me surgen de inmediato dos títulos decisivos. El primero el “Quo Vadis” de Mervyn LeRoy, película de 1.952; y el segundo, la inconmensurable “2.001: una odisea del espacio”, rodada por Stanley Kubrick en 1.967.
Durante los años cuarenta y primeros cincuenta, los años de mi infancia, el cine en nuestro país se consideraba entre los chicos y chicas de corta edad cómo un mero entretenimiento, que principalmente atraía los domingos por la tarde a las sesiones que se celebraban en el Colegio de Nuestra Señora Del Prado (Marianistas) de mi Ciudad Real de nuestros pecados. Asistiendo a aquellas inolvidables sesiones conocí a Charles Chaplin “Charlot”, Harry Langdon “Jaimito”, Stan Laurel y Oliver Hardy, “El Gordo Y El Flaco”, y demás cómicos del cine mudo americano, cuyas aventuras, junto con el inevitable y obligado No-Do, abrían siempre las proyecciones, donde luego teníamos ocasión de ver película, hoy indiscutibles títulos clásicos, cómo “El Demonio Del Mar”; “Capitanes Intrépidos”, “Las Cuatro Plumas”, “Gunga Din”, “Niñera moderna”, “Bascomb El Zurdo”, “Hombres del oeste”, las películas “de jornadas” rodadas durante los años treinta -“El Imperio Fantasma”, “La Mano que aprieta”, “Los Tambores De Fu-Manchú”, etc- y títulos nada conflictivos y eminentemente entretenidos, que los espectadores seguíamos con auténtica pasión. Pero, en mi caso, también con cierto reparo. Y es que el esfuerzo visual me producía molestias que acababan en dolores de cabeza, lo que poco a poco me fue alejando, por decisión de mis padres, del cine. Sin embargo, conforme crecía, los fines de semana se convertían en un problema para encontrar modo de relacionarme con mis amigos y compañeros de estudios, que naturalmente acababan en el cine todos los domingos, por lo que me quedaba solitario en mi casa dando la tabarra y no dejando tranquila, sobre todo, a mi madre. Me figuro que acabó harta, y se decidió a tomar directamente una decisión que resultó capital para mi futuro. Era el Domingo de Resurrección del año 1.954, cuando, a la hora de comer, apareció en casa con una entrada de cine. Era para la sesión “infantil” del Cinema Proyecciones, donde esa tarde se entrenaba “Quo Vadis”, una historia que ya había leído en aquellos libros juveniles de la Editorial Bruguera. La visión de ésta película, la emoción de su historia, la belleza de las imágenes en color, la ambientación en la época del Imperio Romano, la, para mí, entonces perfecta narración dramática, fue todo un descubrimiento de las posibilidades que el cine podía ofrecer. Salí del cine sin dolor de cabeza, entusiasmado, inesperadamente convertido en un cinéfilo, aunque entonces no me daba cuenta de ello. La impresión que me produjo la película fue tal, que durante el tiempo que permaneció en cartel, llegué a verla hasta tres veces. “Quo Vadis” me cambió mi concepción del cine, me hizo interesarme por su técnica, por su lenguaje, por sus posibilidades expresivas, hasta el punto de que fui el promotor del primer cine-club que se formó en el Colegio de los Marianistas, que duró dos o tres años, donde un grupo de alumnos y algún que otro profesor discutíamos y hablábamos de las películas que se proyectaban los domingos por la tarde en una cita que se convirtió en obligada. Fue el principio de todo.
Se me ha preguntado también cual es la que considero mejor película que haya visto en mis muchos años ya de cinefilia. Y en eso, mi contestación no tiene ni un momento de duda: “2.001, una odisea del espacio” de Stanley Kubrick. Conocí ésta película en el año 1967, cuando fue estrenada en el hoy desaparecido Cine-Teatro Albéniz de Madrid, entonces el único local dotado en la capital española con el sistema de proyección de Cinerama, en una copia especialmente preparada para éste sistema por la Metro Goldwyn Mayer, la productora del film. Iba a ver la película atraído por dos cosas. Ser una película de Stanley Kubrick, un director que ya me había impresionado profundamente con sus films “Atraco Perfecto” y “¿Teléfono Rojo?, Volamos Hacía Moscú”. Y tratarse de un relato de “ciencia-ficción”, un género que siempre me ha gustado de manera especial. Y ya, desde el primer fotograma, tras ese hermosísimo plano de créditos donde se ven alineados el Sol, la Tierra y la Luna, la película me sorprendió al empezar a contar no una historia de naves interplanetarias y batallas espaciales -los elementos habituales de las “space óperas” tipo “La Guerra de los mundos”, “La conquista del espacio” y similares-, sino la aparición del ser humano en la Tierra con la extraña aparición del negro monolito en unas hermosísimas secuencias, culminadas con una de las síntesis narrativas más maravillosas de toda la historia del cine, donde un hueso lanzado al aire por un mono se convierte en una nave espacial recorriendo el espacio a los sones del vals “El Danubio Azul” de Strauss. Solo por ese momento, demostrativo de un talento fílmico excepcional, ya se convierte “2.001,una odisea del espacio” en mi película favorita. Aunque, desde luego, tiene muchas más cosas para considerarla, de lejos, cómo tal. Un film que, pese al paso del tiempo, considero que todavía no ha sido superado. ¿Les parece poco? A mí, no.
Buenos días,
tengo la foto que nos hicimos en Fenavin con J.L Garci.
La he enviado al correo que me diste y lo devuelve por error.
Un saludo