Imaginémonos sentados delante de una enorme pantalla. Entre nosotros y ella hay un foso. Dentro de él, una orquesta. Se apagan las luces. Empieza la proyección y, con las imágenes en blanco y negro, arranca la música. Estamos en los años 20, y sin voz, sólo con el gesto, actores y actrices consiguen emocionarnos, provocarnos la carcajada, hacernos pensar… Amar el cine, en definitiva.
Casi un siglo después, y rodeados de gafas 3D, risas enlatadas y guiones y personajes que nos parece haber visto decenas de veces, merece la pena volver a dejarse sorprender por el viejo cine, por las comedias levantadas sobre la expresividad de las caras y los cuerpos de sus protagonistas, sin más aditamento que su capacidad para conectar sus ojos con los nuestros.
Charles Chaplin, Buster Keaton y Harold Lloyd sabían cómo construir la felicidad instantánea. Justo la impulsada por un torrente de fuerza imparable que brota desde los pulmones, el estómago, el cerebro y que, de la garganta, pasa a la boca para inundar nuestro rostro. La risa, esa inesperada visita que nos deja paz, los ojos limpios y confianza en que habrá más. Siempre es posible reír más.
Por eso es absolutamente recomendable volver a ver películas como “El hombre mosca” y la mítica escena final en la que Lloyd trepa por la fachada de un rascacielos. Nos hace reír mientras mantiene el tipo, a centenares de metros sobre el suelo, frente a las guapas curiosas que se asoman a la ventana y que tienen por ídolo al asustado protagonista; mientras aguanta el sermón de una anciana que se asoma a la ventana; cada vez que está a punto de precipitarse al vacío, una situación que nos hace retener la respiración, a medio camino entre el miedo y la carcajada…
Realmente, esta escena, como toda la película, muestra al hombre luchando contra las dificultades de la época moderna, contra el tiempo paralizante, contra la opinión de los demás, contra sus propias limitaciones…Esta joya del cine mudo es una película muy actual, pese a que nadie exprese sus quejas con palabras. Pero las sentimos. Y, menos mal, la risa nos sirve como bálsamo para que no nos arañen demasiado.
Queda claro, de todos modos, que en 1923 ya sabían fabricar acción, carcajadas y buenos finales. Y que, hoy, como entonces, todos buscamos lo mismo en el cine: que nos cuenten la vida de una manera que nos permita digerirla mejor, con todas las risas y lágrimas que nos esperan a lo largo de su metraje.