Larry Flint ardiendo… en los infiernos

Aquí en España, claro, no hemos sido partícipes del circo que llevaba décadas montando Larry Flint en EEEU, la patria del show business, pero nos lo había contado muy bien Milos Forman en su divertidísima película de 1996. Yo la vi varias veces, entonces, de lo mucho que me gustó, también por Woody Harrelson, que borda los papeles de pervertido o amoral sonriente, e incluso por Courtney Love, que se diría que apenas tiene que interpretar nada en casos como este. Sin embargo, el mensaje libertario de la cinta me dio un poco igual. Creo que hay que ser muy norteamericano de pura cepa para pensar de verdad que el problema de la libertad de expresión se juega en la edición o no de revistas guarras. Conforme a la tradición europea que forjó la libertad de expresión –un puntal decisivo de la organización social en el que se ha insistido muchísimo y con razón desde el s. XVII-, la polémica residiría más bien en la evitación de la censura (por ejemplo, John Milton en su Aeropagítica, que es un texto corto y elocuente) respecto de las publicaciones o medios que puedan vehicular opiniones discordantes. Si tú a Milton le hubieras preguntado por la pornografía sin duda se hubiera escandalizado, porque era un protestante puritano en materia sexual, pero también porque le hubiera parecido cuestión baladí, una bobada en comparación con asuntos más graves. ¿Quién puede ser primero tan cerdo, pero luego tan banal, que convierta la épica lucha por la libertad de prensa en ocasión para propalar imágenes indecorosas, machistas y para colmo deformantes y mixtificadoras del acto sexual?

De modo semejante, lo que realmente afecta a la libertad de expresión hoy en el mundo no son las viejas y cachondas salidas de tono de Flint, sino si Facebook o el gobierno chino tienen derecho alguno a restringir el contenido en la red que hagan circular sus usuarios, por no decir sencillamente los ciudadanos de cualesquiera lugar del mundo. No obstante, dando por hecho que más de la mitad de esos grandes pollos que le gustaba armar a bombo y platillo a Larry Flint, y que terminaban en multas o cárcel, no eran más que marketing de Hustler, entiendo que personas así de impresentables son también imprescindibles en un país que presuma de democrático, aunque sólo sea para ver hasta dónde de verdad puede la población desafiar las convenciones establecidas. Porque una cosa es procurar velar por las costumbres y signos de pertenencia que identifican a un colectivo determinado y otra muy distinta que el tal cuidado establezca una especie de interdicción para la vida en los márgenes, allí donde borbotea la discrepancia, la insatisfacción y hasta la pura abyección. Discrepancia, insatisfacción y abyección son absolutamente sagradas en el seno de un sistema político pluralista siempre y cuando no impliquen daño alguno a terceros (es inaceptable, como en la estupenda y alegórica El bosque de M. Night Shyamalan, poner muros de miedo y superstición en las lindes de la polis o de la aldea…)

Hoy, que la representación pornográfica -”exhibición de la prostitución”, en griego- ha superado con creces todas las reivindicaciones de Flint y Hefner, y que hasta es objeto de libros presuntamente serios, debates tan profundos que están hundidos, y tesis doctorales de sonrojante desarrollo (además de ser uno de los negocios más lucrativos del planeta), la muerte del magnate de Hustler no es más que una anécdota del folklore americano. Para una dulce ama de casa de Wisconsin, Larry Flint estará ya achicarrándose en los infiernos; para nosotros, es una ocasión de renovar la fe en la libertad, aunque sea libertad para la pura tontería, y de ver otra vez la película de Woody Harrelson…

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