Mentiras

No nos duele tirar las mañanas porque no somos conscientes de las pocas que nos quedan. Cada vez menos. Por eso estoy dejando que el sol asome poco a poco y vaya cubriendo los agujeros de la persiana a medio bajar mientras ella remolonea encima de la cama, con esa desnudez rotunda de una piel morena que no ha conocido aún años marchitos. Años, los años, todos los que nos separan siguen apilados entre la ropa, amontonados allí donde los dejamos anoche cuando decidimos que más allá de la gente queríamos hablar el mismo idioma aun sabiendo que los verbos de la piel se conjugan en presente, y no en futuro. Sabe que ya he escrito muchos despertares y que ella quizá no sea mi mejor discurso, como yo sé también que nunca seré parte de sus mejores amaneceres, pero durante una noche apartamos la risa en medio del bar, la mirada sostenida durante un par de segundos, para sujetarnos el aliento el uno al otro, para dejar que me llenara la piel con el perfume de su saliva. Y aquí estoy, una mañana más, sin saber cuántas me quedan, sentado en el suelo junto a una pila de ropa, y de años, fumando en silencio mientras espero que la noche no se termine nunca, tratando de ignorar el sol que se filtra ya por la ventana. Dejándola soñar aun sabiendo que no es conmigo. Nervioso, ansioso por que despierte.

 

Ni siquiera recuerdo cuándo la conocí, cómo nos conocimos. Seguramente fue una noche en la que yo bebía y ella bailaba. O en la que ella reía con sus amigas, y yo bebía. Siempre a unos metros de distancia pero con ese algo rozándome los nervios, diciéndome que ella estaba allí. Encontrándola después de cada trago sin saber siquiera que la buscaba. Los dos solos en medio del ruido de aquel bar lleno de gente en el que yo pedía una canción tras otra, y ella las bailaba con la inocencia fingida de una niña que ya es mujer, con esa sonrisa que disparaba cada vez que la miraba. Un trago, una canción, otra sonrisa. Otro trago, otra sonrisa, otra canción mal disparada. ‘Bailas muy bien’, le dije; me contestó ‘eso es mentira’, y después de darse una vuelta y ocultarme unos instantes tras su pelo, me abrió las puertas de esta noche con una llave de cinco palabras, ‘me encanta que me mientas’. Tuvo suerte, mentir se me da bien. Y ahora estoy sentado en el suelo, junto a la cama, viéndola dormir boca abajo, desnuda, después de hablarle durante horas sin haberle dicho una sola verdad a pesar de haber llenado el silencio que dejó la música con palabras.

Todavía es de noche, quise decirle, cuando abrió los ojos con el pelo cayéndole sobre la cara. Me miró un instante y los volvió a cerrar, con media sonrisa asomándose a los labios. Se removió y me incorporé un poco para ver el contraste de su piel morena en medio de aquel mar de tela blanca. Para buscar esa cuenca de sudor en la parte baja de su espalda, allí donde se concentraban las gotas que bajaban lentamente acariciándole la columna. El pelo empapado de su nuca. La exploraba de nuevo para comprobar que ya me la sabía de memoria cuando abrió un ojo y me miró de lado, dejándose acariciar. Con la yema de mis dedos empecé a dibujarle letras en la espalda. Primero, las de su nombre, subrayando con lentitud cada una de sus vocales. Respondió con un ligero movimiento a la única verdad que le había dicho en todo el día. Todavía boca abajo ladeó un poco la cabeza, la mirada abierta ya de par en par. Y así, entre las sábanas revueltas, me clavó sus pupilas y sonrió por un costado, estirando su mano para tocar la mía mientras saboreaba todavía su sudor en la punta de la lengua. Con sus dedos entre mis dedos, con su sabor en la punta de la boca, borré mentalmente las letras de su nombre y empecé a dibujar otras bien distintas. Ocho imposibles de pronunciar. ‘Te quiero’. Cuando acabé, después de dejarse hacer, se tumbó de lado y volvió a ser la misma niña que ya es mujer. Sonrió de nuevo.

‘Me encanta que me mientas’.

 

*Todas las imágenes que acompañan este texto son del fotógrafo francés Claude Nori.

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