Patrick O´Brian: Almirante en tierra (y II)

Amenazan con invadir Inglaterra. Y aún al otro lado del mundo, este barco es nuestro hogar. Todos a su cabo o a su cañón. Ordenes rápidas y precisas. Después de todo, la sorpresa es nuestro barco…

Discurso antes del abordaje en el film de Peter Weir.

 

El siguiente largo -espero que no demasiado- pasaje relata la noche en que un joven Jack Aubrey recibe la notificación de su primer mando y cómo, a la mañana siguiente, tiene su segundo encuentro con el doctor Stephen Maturin (el primero, en una sala de conciertos, ha estado a punto de terminar mal para éste: no se discute con un hombre de la envergadura de Jack…):

El Crown, donde Jack se alojaba, tenía cierto parecido con su famoso homónimo de Portsmouth: el mismo letrero inmenso, dorado y rojo, colgando en el exterior, una reliquia de antiguas ocupaciones británicas, y también el haber sido construido alrededor del año 1750 al más puro gusto inglés y, a excepción de las tejas, sin concesiones al estilo mediterráneo; pero ahí terminaban las semejanzas. El propietario era de Gibraltar y el personal era español, o mejor dicho, menorquín; el lugar olía a aceite de oliva, sardinas y vino; y no había ni la más mínima posibilidad de conseguir pastel de carne ni bizcocho con pasas, ni siquiera un decente pudding de sebo. Aunque, por otra parte, ninguna posada inglesa podía ofrecer una monada de doncella tanmorenita como Mercedes. En ese momento ella irrumpió en el oscuro descansillo llenándolo de vida y de un brillo especial, y gritó por la escalera: «¡Teniente, una carta, se la subo…!». Un momento después ya estaba a su lado, sonriendo con inocente complacencia; pero Jack estaba muy pendiente del contenido de cualquier carta dirigida a él y sólo respondió con una frase guasona y un ligero roce a su pecho.

«Y el capitán Allen quiere verlo», añadió.

«¿Allen, Allen? ¿Qué diablos querrá de mí?» El capitán Allen era un hombre mayor y apacible;

Jack sabía únicamente que había luchado contra los revolucionarios americanos y se le consideraba un hombre de gran determinación, que solía cambiar de rumbo virando a sotavento con un giro repentino de timón y llevaba una casaca larga con faldones. «¡Oh! Sin duda el funeral, una firma».

«¿Triste, teniente, triste?», dijo Mercedes saliendo al pasillo. «¡Pobre teniente!».

Jack cogió la vela de la mesa y se dirigió directamente a su habitación. No se preocupó de la carta hasta que se quitó el abrigo y se desprendió de sus armas; luego la examinó por fuera con recelo. Observó que estaba dirigida al capitán Aubrey de la Armada real inglesa, con una letra que no conocía. Frunció el ceño. «¡Demonios!», exclamó, y le dio la vuelta a la carta. El sello negro estaba borroso, y aunque lo tenía cerca de la vela y la luz le daba de lleno, no lograba distinguirlo bien.

«No puedo reconocerlo», dijo. «Pero al menos no es del viejo Hunks. Él siempre sella con lacre». Hunks era su agente, su buitre, su acreedor.

Por fin se decidió a abrir la carta, que decía:

«El muy honorable lord Keith, caballero de Bath, Admiral of the Blue,1 y comandante en jefe de la flota de su majestad en el Mediterráneo, constituida y por constituir, etc., etc., etc. Considerando que el capitán Samuel Allen de la Sophie, corbeta de Su Majestad, ha sido destinado a la fragata Pallas por el fallecimiento del capitán James Bradby: Por la presente se le requiere para que suba a bordo de la Sophie y asuma el cargo de capitán al mando de la misma; con la obligación de ordenar a oficiales y compañías de guardiamarinas de la susodicha corbeta que se responsabilicen de sus respectivas tareas con el debido respeto y obediencia hacia usted, su capitán; y del mismo modo deberá usted observar las instrucciones generales impresas, así como las órdenes e instrucciones de su majestad que ocasionalmente reciba a través de cualquier oficial superior. De lo expresado anteriormente, ni usted ni ningún otro faltarán a su deber, de lo contrario responderán por su cuenta y riesgo. Esta es la orden para ser cumplida.

A bordo del Foudroyant en alta mar, 1 de abril de 1800. Para John Aubrey. Nombrado capitán de la Sophie, corbeta de su majestad. Por orden del almirante Thos Walker».

Sus ojos recorrieron todo el texto en un instante, aunque su mente se negaba tanto a leerlo como a creerlo; enrojeció, y con una expresión seria y dura se obligó a sí mismo a leerlo línea por línea. En la segunda lectura avanzaba cada vez más rápido: sintió en su corazón una alegría y un placer inmensos. Enrojeció aún más y su boca se curvó en una sonrisa. Se reía dando palmaditas a la carta; la dobló, la desdobló y la leyó de nuevo con la mayor atención, ya que había olvidado por completo la bella frase del párrafo central. Se quedó helado cuando clavó la vista en la desafortunada fecha, y sintió que iban a desmoronarse los cimientos de ese nuevo mundo que de repente había llenado su vida de expectativas. Acercó la carta a la luz y allí, firme, reconfortante e inamovible como el peñón de Gibraltar, vio el sello del Almirantazgo, la eminente y respetable ancla de la esperanza.

No podía estarse quieto. Paseando nervioso de un lado a otro de la habitación se puso el abrigo y se lo volvió a quitar, mientras hacía una serie de comentarios inconexos riendo entre dientes. «Mira por dónde, yo preocupándome… ¡ja, ja!… un bergantín tan gracioso, lo conozco bien… ¡ja, ja!… me hubiera sentido el más feliz de los mortales al mando de cualquier carraca o de la corbeta Vulture… cualquier barco… con excelente letra redondilla, papel de buena calidad… casi el único bergantín en la Armada con alcázar: una cabina encantadora, sin duda… un tiempo estupendo, tan cálido… ¡ja, ja!… si al menos pudiera conseguir una buena tripulación: eso es lo más importante…» Estaba muy hambriento y sediento; hizo sonar la campanilla con vehemencia, pero antes de que la cuerda dejara de balancearse ya estaba en el pasillo llamando a la camarera.

«¡Mercy, Mercy! ¡Ah, estás ahí, querida! ¿Puedes traerme algo de comer, manger, mangiare? Pollo. Pollo asado frío. Y una botella de vino, mejor dos botellas de vino. Y… Mercy, ¿podrías hacerme un favor? Quiero, désire, que me hagas un favor. Coser, cosare, un botón».

«Sí, teniente», dijo Mercedes con ojos inquietos. Y sus blancos dientes brillaban a la luz de la vela.

«¡Teniente no!», exclamó Jack, dejándola sin aliento al estrechar su cuerpo rellenito y flexible.

«¡Capitán, capitano, ja, ja, ja!»

Por la mañana, después de un sueño muy, muy profundo se despertó totalmente despejado, e incluso antes de abrir los ojos, la idea de haber sido ascendido lo hacía sentirse eufórico.

«No es de primera clase, desde luego», pensó, «pero, ¿quién diablos preferiría un grande y reluciente navío de primera clase sin la menor posibilidad de hacer un crucero independiente? ¿Dónde está amarrada? Después del muelle del arsenal, en el atracadero siguiente al del Rattler. Bajaré enseguida, sin perder un instante, para darle un vistazo. No, no. Eso no estaría bien, tengo que avisarles correctamente. No, lo primero que debo hacer es ir a dar las gracias a las dependencias apropiadas y pedir una cita con Allen, mi querido amigo Allen. Tengo que darle la enhorabuena».

Lo primero que hizo, en realidad, fue cruzar la calle y entrar en el almacén de suministros navales para ampliar su crédito y así adquirir una noble, pesada y maciza charretera, distintivo de su rango actual, un símbolo que el vendedor le colocó inmediatamente en el hombro izquierdo, situándose luego detrás de él, frente al gran espejo. Y a través de éste, ambos la contemplaron con satisfacción.

Al cerrarse la puerta tras él, Jack vio al hombre del abrigo negro al otro lado de la calle, cerca del café. El recuerdo de la noche anterior vino a su mente, atravesó corriendo y exclamó: «¡Señor! ¡Señor Maturin! ¡Vaya, si está usted aquí, señor! Le debo mil disculpas. Me temo que debí de parecerle un pelmazo anoche, y espero que me perdone. Nosotros los marinos tenemos tan pocas ocasiones de escuchar música, y estamos tan poco acostumbrados a compañía distinguida, que nos exaltamos fácilmente. Le ruego que me perdone».

«Mi querido señor», dijo el hombre del abrigo negro mientras su cara, de una palidez cadavérica, se sonrojaba. «Tenía usted toda la razón al estar exaltado. Nunca en mi vida había escuchado un cuarteto mejor, esa unidad, esa pasión. ¿Le apetece una taza de chocolate o de café? Me encantaría que me acompañara».

«Es usted muy amable, señor. Nada me gustaría más. Para serle sincero, estaba tan atolondrado que me olvidé de desayunar. Me acaban de ascender», añadió riendo con naturalidad.

«¿Ah, sí? Mi más sincera enhorabuena. Entre, por favor». Cuando el camarero vio al señor Maturin, hizo con el dedo índice ese desalentador gesto mediterráneo que indica negación, un movimiento de péndulo invertido. Maturin levantó los hombros y le dijo a Jack: «El correo es terriblemente lento hoy en día», y se dirigió al camarero en el catalán de la isla: «Tráenos una taza de chocolate, Jep, —muy bien batido— y un poco de nata».

«¿Habla usted español, señor?», dijo Jack sentándose y separando aparatosamente los faldones de su casaca para dejar el sable a la vista, dando así un toque de clase a la humilde estancia.

«Debe de ser espléndido poder hablar español. Lo he intentado varias veces, y también con el francés y el italiano, pero no lo consigo. En general, me hago entender, pero cuando ellos se ponen a hablar lo hacen tan rápido que me dejan desconcertado. El fallo está aquí, creo», dijo golpeándose la frente. «Me pasaba lo mismo con el latín, cuando era chico. ¡Y cuan a menudo me azotaba el viejo Pagan!» Se rió tan a gusto al recordarlo que el camarero, que llegaba con el chocolate, también se rió y dijo: «¡Magnífico día, capitán, señor, magnífico día!».

«¡Un día prodigiosamente bueno!», exclamó Jack contemplando su cara de rata con benevolencia, «bello soleil, desde luego. Pero», añadió inclinándose y mirando el cielo por la ventana, «no me sorprendería que soplara tramontana». Y volviéndose al señor Maturin dijo:

«Esta mañana al levantarme, ya observé ese tono verdoso al nornoroeste y me dije: Cuando la brisa marina se calme, no me sorprendería que soplara tramontana».

«Es curioso que le resulten difíciles las lenguas extranjeras, señor», dijo el señor Maturin, que era incapaz de opinar sobre el tiempo, «pues es razonable suponer que un buen oído musical vaya acompañado de la facilidad para aprender idiomas, es decir, que ambas cosas vayan necesariamente unidas».

«Seguramente está usted en lo cierto, desde el punto de vista filosófico», dijo Jack. «Pero es así como le digo. Aunque es posible que mi oído musical tampoco sea tan bueno, a pesar de que amo muchísimo la música. Sólo Dios sabe lo mucho que me cuesta dar la nota exacta, justamente en el centro».

«¿Toca usted algún instrumento, señor?»

«Rasco el violín un poco, señor. Lo martirizo de vez en cuando».

«¡Yo también! ¡Yo también! Siempre que dispongo de tiempo libre, hago mis pinitos con el

violoncelo».

«Un noble instrumento», dijo Jack, y hablaron de la música de Boccherini, arcos y resinas, copistas y el cuidado de las cuerdas, disfrutando de la mutua compañía hasta que el horrible reloj de péndulo en forma de lira dio la hora; Jack Aubrey vació su taza y apartó la silla. «Espero que pueda perdonarme. Tengo que hacer una serie de visitas oficiales y entrevistarme con mi predecesor. Pero sería un honor para mí, mejor dicho, un placer contar con su compañía para comer».

«Con mucho gusto», dijo Maturin haciendo una inclinación.

Estaban junto a la puerta. «Entonces, ¿qué le parece a las tres en el Crown?», dijo Jack. «En la Marina no nos permitimos horarios elegantes, y cuando llega esa hora me pongo de muy mal humor porque estoy muerto de hambre, espero que lo comprenda. Mojaremos los galones, y cuando estén generosamente mojados, tal vez podamos interpretar algo de música, si le apetece».

«¿Ha visto la abubilla?», gritó el hombre del abrigo negro.

«¿Qué es una abubilla?», preguntó Jack mirando a todas partes.

«Un pájaro. Ese pájaro color canela con rayas negras. Upupa epops. ¡Allí, allí sobre el tejado!

¡Allí! ¡Allí!»

«¿Dónde? ¿Dónde? ¿Dónde está?»

«Ya se ha ido. Desde que llegué estaba esperando ver una abubilla. ¡En el centro de la ciudad!

Dichosa Mahón, por dar alojamiento a esos habitantes. Pero le ruego me disculpe, usted hablaba de mojar los galones.»

«¡Ah, sí! Es una expresión que usamos en la Marina. Esto es un galón», dijo señalando su charretera, «y la primera vez que embarcamos los mojamos, es decir, nos tomamos una o dos botellas de vino».

«¡No me diga!», exclamó Maturin inclinando cortésmente la cabeza. «Es decorativo, un símbolo de rango, no me cabe la menor duda. Un adorno muy elegante, a fe mía que lo es. Pero, mi estimado señor, ¿no ha olvidado usted la otra?»

«Bien», dijo Jack sonriendo, «me parece que más adelante me pondré las dos. Ahora le deseo un feliz día, y muchas gracias por el chocolate. Me alegro mucho de que haya podido ver el epop».

A continuación, esa felicidad del recién estrenado capitán sale de interiores desbordándose por el puerto, y se puede decir que no cesa jamás -ni la felicidad ni la salida al exterior: todo en este mundo es netamente exterior-, incluso en las peores circunstancias, durante las veinte-y-media novelas de la saga. Personalmente, me encanta esa manera en que se tratan los personajes, cualesquiera de los numerosos personajes, que estalla en cada nuevo reencuentro aunque sólo hayan pasado unas horas desde la última vez que se vieron. O´Brian ha sabido hacer a la mayoría de sus criaturas más responsables e inteligentes que el narrador: tienen que serlo, porque apenas viven para sí mismos, y lo que se juegan a cada momento es su propia vida y la de la nación a la que pertenecen (no a la que se sienten pertenecientes: si contarán con ese margen, tal vez se lo pensarían dos veces…) Y eso se cumple prácticamente para todo el planeta, pues no otro es el escenario inmenso y variopinto de la acción. De hecho, O´Brian no entiende que sus protagonistas merezcan una especial consideración por serlo, más bien dignifica a todo hombre por igual de acuerdo con sus méritos, de manera que la narración focaliza, desde luego, una porción de la realidad, pero manteniéndose siempre consciente de la importancia del resto, que entretanto ha continuado, dando lugar a otros desarrollos que afectarán a los acontecimientos en general y al barco en cuestión en particular. Funciona, diría yo, como la vieja “monadología” de Leibniz, de modo que cada rincón del mundo es una perspectiva sobre el universo, a la vez que el universo se comprime en cada punto siendo una expresión activa de él, y así todo se contacta con todo de forma que cada suceso se entrelaza dinámicamente con los demás –tal policentrismo de la relevancia, creo yo, es uno de los factores que distinguen a O´Brian de los demás escritores recientes del género.

Aquí huelgan los experimentos literarios, sorpresas únicamente las naturales: la escritura es lineal y abarcamos muchos años de las vidas de los personajes, a los que vemos casarse, tener hijos, ser infieles, sufrir achaques, o mudar de rango o de fortuna. O´Brian parece en principio indiferente para con la atención del lector -que, por cierto, no veo por qué iban a ser sólo varones, de la misma manera que los lectores de Kate O´Brien no son únicamente mujeres-, evitando echar mano de ningún truco para estimularla o relajarla. Él se toma tranquilamente su tiempo, un tiempo que nunca es vacío, contándonos cada trabajo grande y pequeño con la misma minucia y cuidado que pone el interesado en llevarlo a cabo. Y seguramente este sea el espíritu general de estos libros, más allá de la fascinación histórica per se: se diría un canto al gozo del trabajo, pero de un trabajo que se identifica con la vida, que es indisociable de ella, que en tiempos denominaban “el servicio” y que es ya una quimera o un privilegio para nosotros. No hay ningún personaje que no tenga una docena de jugosas anécdotas del “servicio” que aportar en cubierta o en la mesa, y nadie se siente ajeno a ellas, aunque costaran daños pavorosamente reales. Se habita en tales circunstancias vitales, pacientemente, enérgicamente, intensamente y concienzudamente, y nada más que eso se pide en la distancia al lector. Es un orbe natural, histórico y humano lo que se recrea, y no una escritura la que ejercita, y que a estos efectos resulta transparente. Termino con un detalle que me subyuga, en parte representativo de todo lo que hasta ahora vengo diciendo: pocas veces ocurre que Aubrey, independientemente de la suerte que la jornada haya deparado, sea de día o de noche, para un rato o por unas horas, no quede profundamente dormido a los pocos segundos de acostarse…

(En la Surprise, como en todo buque de guerra o de no guerra de la época, se duerme en un “coy”, pero para saber qué es eso y cómo se quitan y ponen a horas fijas sólo hay que leerlo).

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2 Comentarios

  1. Reconozco que sentimientos como el patriotismo, el sentido del deber o la disciplina militar que muestran algunos de esos personajes me llegan no sin cierta perplejidad, pero la fe, el entusiasmo y la honestidad con la que revisten sus actos, sean cuales fueren, los ennoblecen. Quiero decir que puedo no estar de acuerdo con ellos, pero eso no significa que no me cautiven o incluso les admire.

  2. says: Óscar S.

    Es un patriotismo en la distancia, pese a que Aubrey detente un escaño en el parlamento, un sentido del deber nacido de saber que las demás alternativas son generalmente terribles, y una disciplina militar de la que depende enteramente tanto su pellejo como el orden del mundo. Hoy nos inventamos las necesidades, entonces todavía eran sumamente reales: ese contraste es lo que produce cierta nostalgia al lector consciente de la actualidad.

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